Señor juez:
Le escribo en nombre de una
mujer que tiene el coraje y la moral de reivindicar, de discutir y de denunciar
una orden establecida por injustas costumbres patriarcales y una carencia
flagrante en el código jurídico que lo dificulta. Espero que usted se tome el
trabajo de reflexionar sobre lo que me propongo exponerle.
Señor juez, es notorio que una
mujer de nuestra colectividad no puede quejarse de su marido, de su entorno
familiar o de la sociedad entera, a no ser en caso de extrema urgencia. Está
muy mal visto que ella exponga y revele sus problemas, sus expectativas, su
intimidad y sus conflictos internos. Es una verdadera desgracia y no se debería
admitir que así fuera. Hay tantas mujeres con el corazón quebrado, magulladas
por las humillaciones diarias del mismo entorno que el mío, que se callan y se
encierran en un silencio profundo. Sin embargo, estando yo convencida de que
usted está por encima de todos esos espíritus mezquinos sometidos a la
servidumbre de la tradición y de la moral acostumbrada (consideradas como norma),
y a sabiendas de que usted es un ardiente partidario de atribuir el derecho en
igualdad de condiciones tanto a la mujer como al sexo fuerte, me permito
pedirle que aplique, ante cada trasgresión que cometa mujer u hombre y tras el
estudio de sus respectivas pruebas, un castigo justo acorde con el tipo de
delito. Si la justicia que usted aplica no reconoce ni poder ni riqueza,
entonces no debe favorecer ni al sexo fuerte ni al sexo débil y no inducirá a
ninguno de los dos a verse obligado a quejarse de su desdicha. Así pues,
mediante esta petición, su señoría, le pido que imparta una justicia justa,
comprensiva y clemente.
Señor juez, no se deje engañar
por informes falaces que pueden darle una falsa imagen de mí misma, la de una
mujer de carácter muy fuerte que no retrocede ante nada. Yo soy descendiente de
una familia honorable que cuenta con siglos de historia y que es conocida por
todos, la cual supo darme una buena educación y me permitió adquirir la
instrucción necesaria para asumir el papel de una mujer creyente, piadosa,
orgullosa y responsable en nuestra sociedad. Por ello, escogí a mi marido de
manera natural y casi por amor. Parecía ser el mejor de todo el enjambre que
giraba a mi alrededor. Él, por su parte, me convenció de que no iba detrás del
poder de mi familia ni detrás de la aparente fortuna de mi padre. Y sin mostrar
reparo alguno ni temor alguno hacia una mujer como yo, aceptó con naturalidad
el hecho de que yo hubiera pasado tantos años corriendo tras títulos, diplomas
y reconocimientos.
Y nos casamos. Al principio,
todo tenía sabor a miel y yo lo daba todo sin esperar nada a cambio. Le ofrecí
amor, pasión, cariño, tiempo y dinero. Yo le regalaba de todo, sin reparar en
gastos, y nadábamos en la felicidad o, por lo menos, eso era lo que yo creía.
Más tarde, Dios escogió colmarme todavía más y me envió dos pequeños ángeles en
menos de dos años y, luego, un tercero, dieciocho meses después. La casa se
animó, se volvió activa, sonora. A la par que iba creando un precipicio de
esfuerzos y un abismo de exigencias. Él me había
hecho caer en la trampa mezclando argumentos de amor y de sacrificio,
declamando que toda mujer digna y responsable debe sentirse llena de felicidad
al ver crecer ante sus ojos a sus retoños. Hasta entonces, él me había
repetido, una y otra vez, que la vida nos ofrecía una única oportunidad para
ver pasar a nuestros hijos de una etapa a otra y que yo debía aprovechar esa
posibilidad. Dócil, cariñosa y obediente, me dejé convencer fácilmente. Así que
yo, incluso, había dejado de trabajar. Y la superwoman
capaz de conciliar carrera, familia y belleza, que yo soñaba llegar a ser,
acabó por esfumarse. Por entonces, ya había abandonado cualquier estímulo y los
desafíos, mis colegas y los aires de libertad. Es verdad que quedarme en casa
para ocuparme de la familia había sido, de algún modo, una elección personal,
pero lo cierto era que él, por su parte, lo había mantenido todo, mientras que
yo había quedado relegada a representar un papel que, tanto él como la sociedad
entera, consideran como secundario, el papel de “ama de casa”. Luego,
rápidamente me fui dando cuenta de que el trabajo en la casa incluía, ante
todo, poseer un don en sí, además de la aceptación del sacrificio. Un niño no
crece solo y la madre encarnaba toda una profesión, todo un reto. La casa era
el lugar ideal para mi pequeña tribu familiar, aunque para mí no fuera una
alegría. Mis hijos y mi marido se habían acostumbrado rápidamente al
"lujo" de tener a alguien que lo administrara todo y que se
anticipara a sus necesidades. Luego, vino un periodo particularmente ingrato
cuando percibí que mi trabajo en la casa no era reconocido en absoluto. Cuando
llegaba la tarde, estaban totalmente asombrados de verme agotada por “no haber
hecho nada durante todo el día”; mi marido, incluso, me miraba de hito en hito
con una estupefacción teñida de desprecio. Era frustrante. Aquellas despectivas
miradas, sobre todo en los momentos más sombríos, daban la impresión de ser un
parásito improductivo, algo inútil. Yo, que era una madre cariñosa y que
trabajaba día y noche, una asalariada a tiempo completo no remunerada, alguien
que jamás tenía vacaciones, que carecía de bajas por enfermedad, y que era un
despertador, maestra de escuela, cocinera, camarera, canguro, enfermera… Yo,
aquella que había sido una mujer sociable, cultivada, divertida, deportiva y
sofisticada, amante emprendedora, consejera, una amiga perfecta y
reconfortadora… Yo misma, muy a menudo, tenía que oírme la frase "Pero
¿qué haces cada día?". De este modo, empecé a depreciar aquella forma de
vida que llevaba en casa, el estar arrinconada entre cuatro paredes, pasando
casi todas mis tardes sola, encajada en la butaca, mientras que mi marido a
menudo estaba de viaje o volvía tarde. Me había aislado del exterior, del
cosmos entero. Yo, que por nada en el mundo quería encontrarme desvalorizada,
desprovista de mi libertad y carente de independencia. Una vez desaparecida la
euforia, había quedado tan solo el sentimiento de verme obligada a pasar tiempo
en casa, preparar platos de comida, limpiar y mimar a mis hijos. El tiempo se
había vuelto largo y el ritmo de vida bastante fastidioso y rutinario. Habían
aparecido pequeñas querellas y se habían ido intensificando otras mayores. Y yo
me decía a mí misma «No hay pareja que, después de algunos platos rotos, no se
reconcilie». Ilusión, ilusión. El foso se extendía, se hacía más profundo. ¡Qué
horror! Todo el esfuerzo que yo había puesto se había vuelto beneficioso para
él. Esa no era la visión que yo tenía de nuestra pareja, de una verdadera
unidad familiar, en la cual lo que afectaba a uno debía afectar al otro. Así que
vivíamos en total desfase. Yo sentía que, para él, yo no era más que un «ama de
casa», la que alimenta, la que limpia o la que friega, nada más... Así era,
hasta tal punto, que tenía que preguntarle si seguía pensando que tenía a su
lado una mujer, es decir, a su mujer como amante. Las dulces palabras con las
cuales me describía, como «su perla», «su joya en un estuche», «su flor», «su
princesa» a la que había que proteger, defender, salvar del eterno enemigo
exterior habían quedado caducas y desterradas de su lenguaje. Al interrogarle,
había acabado por echarme a la cara el adagio «Con el tiempo, la carne
fraterniza». ¡Pero qué situación más frustrante! Era toda una humillación para
el corazón de una mujer herida en su aspecto más íntimo, más profundo, más
sensible. Por aquel entonces, yo no podía más
que responderle con otro adagio. «Yo le ofrezco un buen bocado y él me da con
el palo en los ojos». Al no poseer yo misma el derecho a repudiarlo, como él sí
tenía, le rogué que me dejara en libertad. Se negó categóricamente,
argumentando que él sabía que toda mi familia jamás se mostraría favorable ante
tal separación. Y añadió que solo lo haría si tuviera la certeza de que yo
hubiera cometido adulterio. ¡El muy vulgar! Era como si no supiera que yo tenía
todas las ventajas y capacidades para poder hacerlo, de no ser por toda esa
pesada carga de nuestra arcaica y moralizadora sociedad que me habían
inculcado. Entonces, intentaba conformarme con lo que me decía mi abuela
adorada: «Cuando tu hombre sale, le pertenece a todo el mundo. Y cuando vuelve
a casa, solo te pertenece a ti». Qué dura, verdaderamente dura, era la vida.
Renunciar al orgullo, a la dignidad como mujer, a los sueños y a los
sacrificios de tantos años, era una prueba sin igual. Hasta en aquella terrible
situación, yo había agachado la cabeza. Pero, un día, en respuesta a un simple
altercado, carraspeó y luego comenzó a explicarme lentamente, como si yo fuera
una retrasada mental o una persona sin cerebro, que yo debía tomar o dejar
aquella vida que él me ofrecía y en la cual no había ninguna otra alternativa.
Al comprender que no me daría elección alguna, empecé a sentir cómo se
desmoronaba mi vida. Aquello debía zanjarse y yo debía encontrar rápidamente
una solución. Entonces, corrí hasta su oficina, tomé su escopeta y lo amenacé,
diciéndole que, si no me dejaba en libertad, haría una locura. Él me replicó
con una sonrisa burlona y añadió que yo no tendría el coraje de hacer nada y
que, si lo intentaba y fallaba, entonces sería él mismo quien me mataría. Y al
ver su brinco, yo disparé. Usted conoce la continuación. Fue solo en legítima
defensa, señor juez…
Fue en legítima defensa y nada
más, solo en legítima defensa. Es evidente que nada de lo ocurrido sucedió por
mi culpa. Fue culpa de él. Él quería obtener lo mejor de ambos mundos, mirarlo
todo a través de sus propios intereses. También tuvo la culpa esta ausencia de
leyes que no otorga a la mujer el derecho al divorcio, y que únicamente se lo
otorga al hombre. Tuvo la culpa nuestra sociedad moralizante que no me había
dejado responder al incesante reclamo de un cuerpo vivo y abandonado que, como
mucho, podía aspirar a una libertad manchada por el deshonor.
Creo en la misericordia de
Dios, el grande, y estoy segura, señor juez, de que usted, que es hijo, padre y
marido, va a llevar la instrucción de mi expediente con el profesionalismo con
el que es conocido y, para ello, estoy segura de que tendrá en cuenta los
argumentos que acabo de desarrollarle más arriba.
Para que todas las mujeres de
las generaciones futuras no sufran por lo que yo había sufrido…
Atentamente,
Una mujer que ha sufrido mucho y que continúa sufriendo…
Abdellah EL HASSOUNI
Rabat, 16 de mayo de 2016
Actividad “Narrar en 1ª persona
el relato de un personaje que se considera inocente y a quien el lector debe
ver como agresor” (Propuesta de clase inspirada en Los girasoles ciegos
de Alberto Méndez.)
Abdellah,
ResponderEliminarEl tema de la carta al juez es un problema social sobre la igualdad de los géneros respecto a la voluntad de cada uno en la pareja a conseguir el divorcio cuando ya la convivencia es imposible. Que la mujer sea ama de casa o que trabaje fuera, tiene derecho a más consideración por parte del hombre y viceversa.
En tu cuento, el caso es extremo porque la mujer acaba matando en respuesta al desafío del marido y al sentirse presa dentro de una situación sin salda.
Entonces, aunque el marido sea la victima, creo que es debido a la falta de comunicación, y al leer la carta no llego personalmente a decidir quien es el verdugo.
¡Me gusta mucho tu cuento!
Lo has bien escrito en forma y en fondo con muchas ideas fundaméntales.
Lo leí dos veces antes de comentarlo.
Si me lo permites, te diré:
¡Felicidades!
Rkia
Querido Abdellah:
ResponderEliminarMe has dejado sin palabras. Has escrito una historia maravillosa, cargada de emoción y en muchos de los casos, real.
Es una historia de anulación, de imponer la supuesta "superioridad" de género para arrastrar hasta los bajos fondos y denigrar a otra persona.
La sociedad entera, los gobiernos, los políticos... deberían luchar para permitir que toda persona independientemente de su sexo, condición o estado civil tenga los mismos derechos y las mismas oportunidades y recibir la ayuda necesaria para situaciones tan extremas como las que tú has reflejado en tu historia.
Enhorabuena y mil veces enhorabuena por los momentos de placer que nos das cuando leemos algo escrito por ti.
Anastasio