Era un
día luminoso y caliente de mayo, así que el Quaie de Seine estaba lleno de
parisinos que salían para disfrutar del buen tiempo, vestidos con ropa más
ligera de la que llevaban unos días antes. Ese
año, el invierno había sido muy largo y frío, así que, por fin, podíamos
ver el sol y salir sin paraguas.
Yo estaba con mi pequeño grupo de amigos: Alberto y Manu,
como de costumbre, al lado de los muelles. Hacíamos bromas a las chicas que
pasaban y les echábamos piropos para ligar con ellas. Entre estas, algunas
sonreían para desarmarnos, otras nos contestaban con palabras y gestos
vulgares, y, finalmente, estaban las que volvían la cabeza como si no se
hubieran dado cuenta de nuestra presencia.
Mis
dos amigos y yo estábamos sentados a la orilla del Sena, en París. Echábamos
piropos a todas las chicas que paseaban cerca de nosotros. ¡Estoy harto de este
comportamiento tan vulgar hacia las mujeres!
Terminé
las clases a las cuatro de la tarde, pero no tenía ganas de ir a casa, y
decidí quedarme un rato allá, al lado
del río, leyendo un libro para ir después directamente a la mezquita, donde mi
abuelo suele rezar. Este lugar me gusta mucho por el sonido del agua, del
viento y de los pájaros que cobija el ruido de los pasos de la gente y los
automóviles. Es ahí adonde voy siempre para relajarme y olvidar todo el estrés.
Pero ese
día no conseguía concentrarme o relajarme por culpa de algunos muchachos que se
habían sentado a mi lado y que no paraban de echar piropos a las chicas. Además,
por el ruido que había alrededor tenían que chillar para que ellas los oyeran. No
se trataba solamente de chicas que
llevaban ropa muy provocativa o que llamaban mucho la atención, sino de
cualquier chica que pasara por el paseo. ¡Qué chicos tan mal educados! Es
lamentable, a mí sinceramente me indigna este tipo de comportamiento, me parece
una falta de respeto que una no pueda ir tranquila por la calle, así que me alegraba cuando algunas de ellas los intimidaban respondiendo
a los piropos.
Después
de algunos minutos, ya no podía aguantar más la estupidez de aquellos
muchachos, así que decidí marcharme. En ese momento, pasaron otros chicos que
me insultaron de manera racista. ¡Qué gilipollas!
En un momento dado, pasó por delante de nosotros una
joven morena, alta y hermosa. Con un velo negro cubriendo su cabello. ¡Admito
que aquello le daba un poco de encanto adicional, un poco de misterio!
Al irme
corriendo, una piedra se me atravesó y me caí en plena calle ¡Qué idiota fui!
De pronto, a pocos metros de nosotros, la chica tropezó
con una piedra que estaba en medio de la calzada. "¡Ay!" –gritó
ella–, tratando de evitar su caída y proteger su cara.
No
supe qué sentimiento me empujó a ayudar a la chica musulmana que cayó al suelo
cerca de nosotros. Me dejó boquiabierto su belleza incomparable e innegable.
Uno de
los tres se me acercó rápidamente para echarme una mano: me ayudó a ponerme en
pie y a sentarme y con la poca dignidad que me quedaba, le di las gracias.
Luego vimos cómo se alejaban de todos nosotros para
dirigirse a un banco. Manu cogió a la chica por los hombros y le ayudó a
ponerse el velo, mientras ella sonreía a su “salvador”. La discusión parecía muy animada.
Pude
comprobar lo mucho que se habían divertido al caerme yo, pero el chico me pidió
perdón por el comportamiento de sus amigos y propuso ayudarme a ponerme el velo
que se me había caído, ya que yo me había hecho algunos rasguños en las manos. El
pobre no sabía cómo hacerlo, así que empezamos a reírnos de su torpeza.
La escena continuó con una foto de la chica que nuestro
amigo tomó con su teléfono móvil y, luego, vimos cómo estallaban en risas mirando
las fotos en el móvil.
Él me
preguntó por qué me obligaban a cubrirme el magnífico pelo que tengo y añadió que
¡estoy muy guapa sin él! Le expliqué que
el velo es una parte de mi identidad, que lo llevo porque yo misma quiero y que
nadie me obliga y que me siento más guapa con él. Pude ver en sus ojos que lo había
convencido y me pareció muy diferente a la imagen que me había hecho de él. No
sé por qué se había comportado tan mal; me dijo que eran sus amigos y no él quienes
se divertían de aquel modo. Por eso, le di
un mensaje para que se lo pasara a sus amigos: «Diles a tus amigos que a las
chicas no nos gustan ni los piropos, ni mucho menos ese tipo de hombres y que
todas las mujeres son guapas de una manera o de otra.»
Desde donde estábamos no podíamos oír sus palabras sino
simplemente ver sus acciones que reflejaban una cierta complicidad, como si se
conocieran desde hacía mucho tiempo.
Me sentía
muy bien charlando con él, pero no podía quedarme más aunque quisiera. Me marché pensando en él, en ese chico
respetuoso, bueno y divertido que acababa de dejar atrás sin saber ni siquiera
su nombre.
La
seguí hasta la mezquita.
En la
mezquita encontré a mi abuelo, le conté lo que me había pasado y, sobre todo, cómo
uno de los chicos, muy simpático y amable, me había ayudado.
Salió
de la mezquita después de su oración acompañada de su abuelo que era un
hombre mayor de barba blanca con un traje gris modesto y barato, y en la
cabeza, una especie de takia. Tenía
sabiduría en sus ojos y rostro.
Al salir de la mezquita vimos a un joven esperando que nos miraba. Zarka me dijo que era el chico que le había ayudado, así que invitó al
joven a caminar por la ciudad con nosotros.
Zarka
y yo intercambiamos miradas de enamorados. Su abuelo y él me hablaron con un
tono tranquilizador; por tanto, yo me quedé convencido de que podíamos convivir
juntos y dialogar sin obstáculos culturales.
Me
alegré mucho cuando vi el mismo chico que me esperaba, con una sonrisa
agradable. No creo que imaginara que yo iba a salir de la mezquita con mi
abuelo, porque el pobre se puso muy serio y nervioso.
Le
presenté a mi abuelo y, por fin, nos presentamos correctamente. Se
llama François.
Después de presentarse, le pregunté si era estudiante y él me respondió que
estudiaba historia. Yo le dije que es
muy importante que uno conozca su propia historia y continué con tanto orgullo. Mi Zarca quiere ser periodista en el futuro para
hablar de Francia, de su Francia.
Ilham Benali,
Imane Sqal, El Kbir Tabit y Ali Tizilkad.
Rabat, junio de
2016.
Actividad de “escritura
coral” basada en el cortometraje «Quais de Seine» de la película Paris, je
t´aime.
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