TALLER DE ESCRITURA "A ORILLAS DEL BU REGREG" DEL INSTITUTO CERVANTES DE RABAT

Bienvenidos a «A orillas del Bu Regreg», el blog de los integrantes del Taller de lectura y escritura creativa, un curso especial que realizamos desde hace doce años en el Instituto Cervantes de Rabat (Marruecos).

En este espacio damos a conocer los cuentos, poemas y otros ejercicios de escritura que se proponen en clase y que realizan nuestros alumnos, aunque también publicamos colaboraciones de nuestros lectores.

Muchas gracias por leernos y por compartir vuestras opiniones.
Ester Rabasco Macías (profesora del Taller)

Sigue nuestro canal "A orillas del Bu Regreg" en YouTube: https://www.youtube.com/channel/UCOxmhYlix9perGlx2QEioag

Consulta nuestra programación de cursos especiales: https://www.youtube.com/channel/UCOxmhYlix9perGlx2QEioag

Buscar este blog

miércoles, 24 de marzo de 2010

SOLO ME IMPORTA… de FATINE SEBTI


Me importa un pito que olvides el día de mi cumpleaños o el de nuestro aniversario; que nunca te fijes en mis nuevos vestidos o que no te des cuenta de que cambié de perfume… Me da igual que ya no me regales flores o que no me digas que soy guapa. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que los años te hayan quitado la paciencia, el humor, el pelo, el romanticismo, la energía y la dulzura de tus manos. Soy perfectamente capaz de soportar tus cambios de humor, tus caprichos del niño que ya no eres, tu egoísmo a veces y tus ronquidos que blanquean mis noches...
¡Pero eso sí… —y en esto soy irreductible— No te perdono, bajo ningún pretexto, que me llames con el nombre de otra…. Si no soy la única, prefiero simplemente no ser. Así que, simplemente, mejor olvídame…

Fatine Sebti
23 de marzo de 2010
(Texto realizado a partir de la lectura de Espantapájaros, I, de Oliverio Girondo)

martes, 23 de marzo de 2010

LLEGAR A SALVO de RKIA OKMENNI

Me importa un pito la marca ni el modelo de coche que conduzcas. No me importa cuánto te ha costado, ni tampoco si lo has pagado al contado o con crédito. No me importa que tu coche sea nuevo, de segunda o de tercera mano, ni cuál es la velocidad que puede alcanzar. Pero eso sí… Odio que te acerques peligrosamente, reduciendo la distancia entre nosotros dos, para practicar el eslalon entre los vehículos y ponerme a mí, a ti mismo y a los usuarios de la carretera en peligro de inminente accidente, sin que te interese lo más mínimo la seguridad vial. No tienes ningún derecho a usar ni a abusar de tu claxon ni de de las luces de tu vehículo. Y cuando yo te adelante, no pienses que es por demostrarte nada ni por exhibirme. Yo también tengo mis razones, como tú tienes las tuyas. Pero no olvides que sólo compartimos por un instante este espacio que no es propiedad privada de ninguno de los dos.
Lo que me importa, al fin y al cabo, es llegar a salvo adonde voy.

Rkia Okmenni
Rabat, 5 de marzo de 2010
(Texto realizado a partir de la lectura de Espantapájaros, I, de Oliverio Girondo)

CULTO Ó HIPÓCRITA de MARYAM BENCHEKROUN


Me importa un pito que la persona sea guapa o fea. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que tenga un nivel de cultura elevado o que ocupe un puesto importante. Soy perfectamente capaz de admitirle comportamientos espontáneos o totalmente ingenuos; pero eso sí… ¡Y en esto soy completamente irreductible! No le perdono, bajo ningún pretexto, que sea hipócrita y que no conserve en su comportamiento valores humanos. ¡Si carece de estos, miente quien pretenda ser culto!

Maryam Benchekroun
(Texto realizado a partir de la lectura de Espantapájaros, I, de Oliverio Girondo)

ME IMPORTA UN PITO… de ABDELLAH EL HASSOUNI


Me importa un pito este paisaje que usted dice bello, esta mezcla de color que usted cree maravillosa. No. Yo no quiero admirar nada. Pienso que esta naturaleza está reservada a los pintores y a los fotógrafos que quieran fijarla sobre lienzos que después podemos apreciar en nuestros salones, sentados en nuestras butacas.
Me importan un rábano sus pastos, el verdor, las flores y hasta las rosas. Usted parece no saber que la más bella de las rosas se marchita tan rápido como cualquier otra. No me importan tampoco sus olores, sus perfumes y este aire tan puro que a usted lo subyugan. Para mí, todo eso les pertenece a las aves y algunos cuadrúpedos con pieles que recorren las praderas.
Estoy harto de ese entusiasmo estúpido, de esa pasión absurda por la naturaleza y de la protección del medio ambiente que parte de negativas: “No a la emisión del gas carbónico, no al recalentamiento del planeta y un no equivalente a nuestro afán por una vida moderna”.
A mí sólo me importa el mecanismo de esta silla de ruedas que permite mis vaivenes entre la biblioteca y la ventana.

Abdellah, 3 de marzo de 2010
(Texto realizado a partir de la lectura de Espantapájaros, I, de Oliverio Girondo)

RECUERDOS de MARÍA DOLORES VARAS RUÍZ


Aún recuerdo, papá, la única vez que por mi culpa, no cumpliste tu palabra.
Tu hija pequeña se iba a Marruecos. Yo sabía que los viajes no eran lo tuyo. De hecho, sólo volveríais a vuestra tierra para enterrar a los abuelos. Por eso, cuando me dijiste que nunca vendrías a verme, no tuviste que andar justificándote ni buscar excusas o largas explicaciones.
Luego llegó la boda y mamá y tú vinisteis a Marruecos por primera vez porque no sólo no cumpliste tu palabra una, sino dos veces. La segunda sería unos años más tarde, cuando Nuria, con tan solo tres años había hecho el mismo viaje que tú varias veces en su corta vida.
También recuerdo, papá, las cartas que mamá y tú me escribíais y que todavía conservo. Tú siempre dejabas que mamá empezara y tú te resignabas al espacio que quedaba al final de la última página para terminar con tu cuidada caligrafía de maestro nacional con un “Sé buena”; tú, “San Daniel” así te llamaban tus alumnos; el maestro más querido porque eras un hombre bueno.
Pasaron los años, veintidós, y recuerdo cuando después de una neumonía, se fueron complicando las cosas y tú, con esos noventa magníficos años (quien no te conocía no te daba más de ochenta), empezaste a apagarte. Poco a poco fuiste alejándote de nosotras. Te quedabas ensimismado en tu mundo y confundías a los miembros más jóvenes de la familia. Donde aún parecías moverte con cierta seguridad era en el pasado y recordabas perfectamente tu fecha de nacimiento, el nombre de tus hermanos, tu profesión… Y algo curioso: todavía nos ganabas jugando al dominó, pero no demostrabas ningún interés por este mundo al que cada vez tenías menos apego.
También recuerdo de esa época mis continuos y breves viajes para comprobar con mis propios ojos lo que mamá o Marichón me contaban por teléfono. Siempre me decían lo mismo: que estabas cada vez peor, que si no hablabas, que si no comías… Y luego llegaba yo, la pequeña de la casa, diciendo que te encontraba muy bien, muy guapo y es que esa teoría tuya, según la cual cuando eres bueno estás guapo, debía ser cierta porque aunque estabas enfermo no dejaste de estar, de ser guapo.
Recuerdo el último viaje, en Navidad de 2008. Ya no te querías levantar de la cama, ni tampoco comer y esta vez estaba yo ahí para comprobarlo, para ver la paciencia que tenían mamá y Marichón para obligarte a levantarte y a comer un poquito.
Te recuerdo papá guapo y bueno. Sin quejarte por nada. Tú se lo achacabas todo a que ya eras muy viejo.
Te fuiste sin dar un ruido, sin molestar a nadie. Pidiendo perdón con tu mirada pues ni fuerzas tenías ya para animar a las palabras a salir de tu boca.
Recuerdo aquella noche, la última, cuando me acerqué a tu cama para comprobar que no te habías quitado el oxígeno y que estabas tranquilo. Me acerqué a tu cara y te hablé, pero tú apenas podías abrir los ojos. No sé si me oías, ni si entendías lo que te decía pero pude intuir que tú sabías que era yo la que estaba a tu lado, hablándote al oído. Luego te cogí la mano y me impresionó lo fría que estaba. Te toqué la frente y también estaba fría. Entonces te quité el oxígeno y en un suspiro se te escapó el alma.

María Dolores Varas Ruíz
Rabat, marzo de 2010

lunes, 22 de marzo de 2010

VIDAS de FATINE SEBTI



Hubo un tiempo en el que yo estaba en paro, más bien un largo tiempo diría. Y para no hundirme en un abismo de desesperación, de alcohol y de soledad, como hubiera hecho un héroe de película americana, había decidido volver a explorar, con los sentidos del adulto, el apasionante mundo que había dejado hacía tiempo por cosas de la vida: el mundo de la literatura.
Me pasaba el día leyendo sin cansarme, con un placer que acabó llenando de colores mi dulce soledad. Leyendo, paseaba por las vidas de otros, viajaba a lugares y tiempos que a veces sólo existen en la imaginación del escritor y, posteriormente, en la mía. Leyendo, sentía que mi cerebro se dilataba, que percibía otras dimensiones del mundo que no había visto antes. Un día, la biblioteca a la que acudía regularmente cerró por reformas. No sé por qué, a mí me gustaba mucho tal como era, pero bueno, a todo el mundo le obsesionaba la «modernización». Las otras bibliotecas del barrio estaban siempre llenas de estudiantes, de susurros, de risas ahogadas, de crujidos de sillas, de tosigueras… Y eso me perturbaba. Cuando leía, sólo me gustaba oír el silencio y oler el perfume de los libros en una intimidad azucarada.
Una cálida tarde de primavera en la que me había alejado de mi barrio, el azar me llevó hasta una biblioteca que no conocía. Era una construcción muy alta e impresionante. A mí no me gustan los lugares nuevos, muy grandes, fríos y anónimos, pero la curiosidad me superó y entré en aquella enorme biblioteca. Empujé la puerta suavemente. Un silencio puro me acarició el alma y me sentí extrañamente bien. Todo estaba hecho de madera, el suelo, las estanterías, las mesas, las sillas… Aquel olor empezó a embriagarme. El lugar era muy espacioso y tan impresionante como la parte exterior. Pero lo que me enajenó totalmente fue ver aquella gran cantidad de libros. Pensé que me sería necesaria más de una vida para leerlos todos. En la entrada, había un hombre sentado en una silla, detrás de un pupitre, leyendo, con notorio interés y con una rara sonrisa pintada en los labios, las últimas páginas de un libro voluminoso de color verde. No pareció prestar atención a mi presencia. Así que me dirigí hacia el fondo para buscar las estanterías de libros latinoamericanos. Había, al fondo, dos o tres mesas redondas en las que había gente sentada. La mayoría era de cierta edad. Leían en silencio. Parecían muy tranquilos. Algunos interrumpieron la lectura y me saludaron con la mirada. Otros no se molestaron.
Había tantos libros que no sabía por cuál empezar. Me estuve paseando entre las secciones, impresionado, apasionado y algo perdido. Al cabo de cierto tiempo, me di cuenta de que había dado ya la vuelta y que me encontraba de nuevo en la entrada, cerca del hombre del pupitre. Algo me llamó la atención. Había pasado más de dos horas y el hombre todavía tenía los ojos clavados en el mismo libro, con la misma sonrisa extraña en los labios. Observé entonces que sus dientes eran de un color amarillento que daba asco. Pero mi curiosidad iba creciendo, me preguntaba de qué podía tratar aquel libro y por qué no había terminado de leerlo mientras sólo le quedaban unas treinta o cincuenta páginas. Me entraron ganas de arrancárselo y de leerlo. Me pareció que necesitaría unos treinta minutos como máximo para acabarlo. Entre tanto, me fui a pasear entre las estanterías, a extasiarme con el olor de aquellas páginas viejas de siglos. Pero sin alejarme. Al pasar cerca de las mesas, me di cuenta de que algunas personas ya no estaban. No las había visto salir, ni oído sus pasos ni el ruido de la puerta… Me fijé un poco en los que quedaban. Eran físicamente muy diferentes, pero hubiera dicho que tenían algo en común… Realizaban pocos gestos y todos muy lentos, y tenían la mirada fija, como si leyeran la misma palabra en la misma línea. Pero sus rostros me parecían muy agradables. No me fijé en los libros que tenían en las manos. Pasaron aquellos treinta minutos, luego unos sesenta más y a los noventa minutos, el hombre todavía seguía leyendo el libro verde. Con su sonrisa rara y desconcertante. No había dejado la lectura ni un minuto, no se había movido nada. Me acerque e intenté leer el título discretamente. Con cierta dificultad logré leerlo. Se titulaba «Vidas». Me gustó mucho, pero al mismo tiempo aquello no me daba ninguna información sobre el contenido. El tema abarcaba diversas posibilidades. El tiempo había pasado y yo tenía que irme. Entonces me fui con la firme intención de volver a la mañana siguiente y pedirle al hombre el libro verde. Este acabó obsesionándome, me dormí pensando en él y soñé que, al volver, la biblioteca había desaparecido.
No quise consultar Internet ni buscar el título de la novela para ver de qué trataba, de qué autor era, pero volví al día siguiente a primera hora. El lugar parecía escapar al tiempo, o quizás la falta de movimientos y de ruido me daba esa impresión… Nada había cambiado. Reinaba un silencio total, había alguna gente alrededor de las mesas leyendo, nadie entre las secciones... Pero el hombre del pupitre no estaba. Sobre el pupitre estaba el libro verde cerrado. Era de cuero y el título estaba impreso con tinta dorada. No conocía al autor, se trataba de una tal “Tina Bifetis”. Lo miré sin atreverme a tocarlo. Busque al hombre, mirando alrededor, pero no estaba. Cuanto más miraba el libro, más difícil me resultaba contenerme. Mi mirada quería descomponer la tinta verde, penetrar la cubierta, hallar las páginas y esclarecer el misterio. Espere un poco y finalmente lo tomé y me fui a sentar en una mesa. Lo agarraba como si se tratara de un tesoro. Con mucha emoción y con la mano temblorosa, lo abrí. Y, tal y como hacía con cualquier libro, con el pulgar pasé con rapidez todas las hojas acercándolas a mi nariz y cerrando los ojos. Hubo como un corriente de aire que me refrescó la cara. Y el olor que salió fue el del mar. O quizás era mi imaginación olfativa… Repetí mi gesto, pero esta vez con los ojos abiertos. Algo me llamó la atención: dentro del libro había algunas páginas en blanco. Cada cien o doscientas páginas escritas, había dos o tres hojas en blanco. Era algo extraño. Decididamente, era un libro especial.
Empecé a leer. El estilo me resultó sencillo, pero muy agradable. A veces poético, otras veces humorístico, irónico o conmovedor… Seguí leyendo con gran interés. Conocía a los personajes, me maravillaba ante los lugares, me asombraba frente a una Barcelona que no conocía… Al cabo de un rato de estar leyendo, ya me había olvidado de dónde estaba, quién era, me había olvidado del tiempo, de todo... El libro era tan cautivante y yo leía con tanto placer y con tanta rapidez que llegue a sentirme en una especie de trance. Pero cuando encontré la primera página en blanco, la página ciento tres, volví al mundo real y arranque mi mirada del libro. No me había dado cuenta de que la mesa en la que estaba sentado se había llenado de gente. Algunos me sonrieron y yo tuve la impresión de que no era la primera vez que los veía. Algo en ellos me parecía familiar. Volví a mirar la página blanca y lo primero que se me pasó por la cabeza fue la loca idea de llenarla yo mismo, de desempeñar un papel cualquiera en la novela. Quería hundirme en ella, en su tiempo, en su época. Volví a sumergirme en la lectura, apasionadamente. Las líneas eran como las aguas de un río que me llevaban sin que yo hiciera ningún esfuerzo. Sentía que faltaba algo que debía estar escrito en las páginas en blanco, pero eso no me impidió continuar. Pensé un momento en el hombre del pupitre y aceleré mi ritmo de lectura por si acaso aparecía y me pedía el libro. No sé cuánto tiempo leí. Pero llegó un momento en el que empecé a cansarme; me dolían los ojos, sentía mi cuerpo muy pesado por la falta de movimiento... Tenía hambre y no había servicios en la biblioteca. Estas sensaciones me devolvieron de nuevo al mundo real y me di cuenta de que, a pesar de seguir leyendo, el volumen de las páginas que quedaban no disminuía. Además, la historia en sí misma dejó de cautivarme. El estilo se volvió algo cargado y, luego, aburrido. Aún y con ello, yo no lograba apartar mis ojos del libro. Era algo que sobrepasaba mi voluntad. Había perdido toda noción del tiempo, pero me imaginaba que ya se estaba haciendo tarde. Miré alrededor, mi mesa estaba todavía llena y la de al lado también. Y, cuanto más miraba a aquella gente, más me parecía conocerla. Cada cara me sugería un nombre. El de los ojos azules, Paulo; la del pelo negro, Julia; el viejo de bigotes, Emilio; el del dedo roto, Antonio. No podía ser…. De repente, me di cuenta de que en el libro también había un personaje a quien le faltaba un dedo en la mano derecha, y en cuanto a los nombres, yo los había sacado de allí. Pensé que seguramente estaba agotado y que por eso empezaba a ver a los personajes fuera del libro. Y, a pesar mío, seguí leyendo.
Las líneas se habían vuelto un mar profundo y agitado en el que me estaba hundiendo… Llegué a sentir que mi alma se desataba de mi cuerpo y que se infiltraba en el libro, en la historia. Quería pedir ayuda, pero ni un sonido salió de mi boca. Unas gotas de sudor corrieron por mi frente, empecé a tener calor. Mis manos mojaron la parte inferior de las páginas. No me sentía nada bien. Comencé a verme dentro de la novela, como un personaje. Quizás ya tenía fiebre y todo eso era fruto del delirio y de mi imaginación. Pero no, un momento después comprendí. Por primera vez se me ocurrió fijarme en los libros que leían los demás a mi alrededor. Tuve la impresión de vivir una pesadilla. Todos ellos leían el mismo libro. Todos eran verdes y tenían el mismo título dorado: «Vidas». Pero ya era demasiado tarde, mi alma dejó de ser mía. Quedé preso en el libro, en la historia, en los personajes, en aquella época… Yo era otra víctima del libro, como todos aquellos que estaban en la biblioteca. La sonrisa del hombre del pupitre había supuesto una trampa. Volví a la página ciento tres. No estaba en blanco. Estaba impresa y llena de letras. Había un nuevo personaje. Un nuevo nombre. Era yo.
El libro me había robado el alma.


Fatine Sebti
Rabat, 2009-2010
(Ejercicio inspirado en el cuento “Axolotl” de Julio Cortázar)

PARÍS JE T’AIME de FATINE SEBTI


Te despertaste, demasiado pronto. Vivías un sueño azul y te despertaste. Al abrir los ojos, tus mejillas rosas se helaron por el frío de la madrugada, sentiste tu cuerpo fatigado por el vaivén diario y percibiste que tu juventud, tu sonrisa y el brillo de tus ojos habían huido ya de ti para siempre. De repente, el mundo se había vaciado completamente. De gente amada, de esperanza, de sostén, de justicia, de lujo y de colores. Sólo te quedaba un ser por el que tu corazón seguía latiendo. Un ser que te ataba a la vida, por el que te agarrabas a ella con todas las fuerzas que aún tenías.
Cambiaste de casa, de barrio, de trabajo. Cambiaste de vida e incluso de alma. Pero, a pesar de todo, te quedaste entre los brazos de París, aquella ciudad que un día había representado el amor loco, fuerte e infinito. Un amor de cuerpo y alma. Allí lo conociste y allí lo perdiste. París fue tu testigo. No quisiste alejarte de lo único que te ataba con el pasado. París se volvió tu confidente; sus calles, tu guía; y su Sena, tu olvido.
El amor se fue, como si nunca hubiera existido. El amor no posee nada que se pueda guardarse en la mano. Los besos se los lleva el viento, las caricias las borra el agua, las palabras se pierden en el abismo de la ausencia y el fuego de la pasión lo apaga la traición. Afrontaste el mundo por tu amor, tu familia, tu padre... Sí, aquel rostro noble y cariñoso en el que estaba escrita tu infancia y tu felicidad. El amor te daba fuerza, cuando lo perdiste, te volviste débil, te hallaste con el corazón roto. Lloraste, te rebelaste, y pensaste que llevabas en el vientre nada más que un error. Sí, niña, el amor se fue, pero quedó su huella. La llevaste en ti y, bajo el ojo compasivo de París, le ofreciste la vida.
Lo miras a los ojos y le cantas una canción de cuna y, ante el sonido de tu voz, se calma y te sonríe. Tu corazón se infla de amor materno. Y le dices que es el sol de tu vida, que es tu trozo de cielo azul. Tienes ganas de abrazarlo, de besarlo y de ver cómo el sol nace a su lado. Pero el hijo de otra te está esperando. Afrontarás la negrura del cielo, afrontarás el frío penetrante, la distancia, la espera, las horas vacías, los transportes, la soledad… Y llegaras hasta él. Le cantarás la misma canción, pero con una voz diferente. Tus manos lo cuidaran, pero distintamente. Lo observarás mientras duerme y pensarás en el tuyo. Esperarás la hora del regreso, contarás las horas, los minutos.
- “Voy a tardar más esta noche, una hora o una hora y cuarto…” - Hay frases que hielan, que duelen. Y hay momentos en que queremos gritar “¡No!” y en los que susurramos “Sí”.
Su frase fría te dejará decepcionada, enojada… Pero tu boca dejará escapar un «Vale, no me molesta…». No le dirás que sí te molesta, que estás harta, que tu propio hijo te espera. Aceptarás, porque el dinero también tiene un precio.

Fatine Sebti
Rabat, 13 de diciembre de 2009
(Ejercicio basado en Lejos del 16º, una de las historias de la película París, je t´aime)

miércoles, 17 de marzo de 2010

PARIS, TE ODIO de ABDELLAH EL HASSOUNI


La voz impersonal que te había acogido resonaba como un tambor en tu cabeza, hasta tal punto que no oíste el portazo tras su salida y sus palabras: "Voy a tardar más esta noche, una hora o una hora y cuarto…”. Tu mirada corrió por el largo pasillo que acaba en el salón, apenas inundado por los primeros rayos del sol, mientras que tu espíritu divagaba ya lejos. Apenas detuviste tu mirada en el lujo, casi no percibiste los signos ostentatorios, aquellos emblemas fríos de una burguesía glacial. Tu espíritu vagabundeaba sin pararse en un punto fijo. Siempre sufriste esa carencia, la de no tener ningún elemento de referencia, o al menos un fuerte sentimiento de atracción por algo o por alguien. Una mujer originaria de un remanso de paz perdido en la vasta naturaleza montañosa del centro del país no puede tener ninguno. De tu aldea lejana, furtivamente emergían, en tu memoria ya cansada, imágenes un poco pálidas: una pequeña aldea solitaria colocada al final de un sendero de montaña y en las inmediaciones de un bosque de pinos. Un pueblo lindo, azul y amarillo, idílico para revistas de turismo, con su plaza central, su minúsculo lugar de culto un poco ridículo, su delegación farmacéutica, su médico de mediana edad, sus niños despreocupados corriendo descalzos, sus hombres maduros de rostros quemados por el sol que intercambiaban las mismas bromas y sonrisas de siempre, hombres que hacían a menudo la siesta para huir del calor, para esconderse del frío y que se acostaban temprano, que no soñaban jamás con música, que no poseían brizna alguna de locura. Una población apacible donde cada una de las veinticuatro horas del día se parecía al resto de horas como se parecen los granos de trigo entre sí.
Tan sólo aquel bello y charlatán ganadero pudo romper la monotonía de tu cielo casi despejado, erigirte un arco iris que rozara las nubes y hacer que fluyera el agua por los riachuelos de tu valle aquejado de sequía. Y bebiste de este agua tanto como pudiste, te saciaste mientras el tiempo te lo permitió, hasta el momento en que algo comenzó a estremecerse en tus venas, a tiritar en tus vasos, a vibrar en tu vientre, a tomar su forma y a ocupar todo el espacio de tu cuerpo.
Y allí, la poca gente que te rodeaba, los demás, los que compartían contigo los callejones estrechos de tu vida, se volvieron más voluminosos, fueron tomando más espacio, te empezaron a asfixiar, te privaron de aire puro. Sus miradas ganaron en rigidez, con el fin de rivalizar con la de sus ideas, sus conceptos. Te reprochaban el haber abusado de aquel agua, el haberla bebido, como si ellos jamás la hubieran tomado. No les gustaban tus cambios, tus formas redondas, tu vientre. Querían que te mantuvieras intacta, igual, intocable, como un objeto, un objeto que diera la impresión de no haber sido usado nunca.
Pero tú fuiste consciente de todo: sabías que una cosa había terminado y que otra comenzaba inevitablemente. Y sabías que ambas eran una sola cosa, tu vida. Entonces, cerraste los ojos, los puños, una maletita y, a finales de primavera, arrancaste tu cuerpo de la aldea y tomaste el camino de la ciudad, de la capital, con una semilla de vida en tus entrañas, los brazos completamente abiertos y las palabras de tu novio todavía resonando en tus orejas.
Pero desde tu llegada, la ilusión se disipó y el espejismo se deshizo y comprendiste que esa ciudad no era la tuya y que tú no pertenecías a ese mundo. A pesar de todos los bancos de sus jardines y parques, sólo ocupaste asientos en los trenes ruidosos de los suburbios; de todas sus calles y bulevares, tomaste sólo los túneles de metro alumbrados de neón y abarrotados de rostros cansados, bocas cerradas y olores a plástico quemado. A pesar de sus muchos colores, te bañaste sólo en el gris y en todas sus degradaciones. De entre sus amaneceres, asististe sólo a la espesa oscuridad de la madrugada. De sus despertares matutinos tardíos, no viviste más que los días inaugurados a la invariable hora de las seis de la mañana. De sus muy numerosos ocupantes, cosechaste sólo sonrisas de circunstancias que morían rápidamente como vibraciones en el agua bajo una brisa ligera, así como impersonales y frías órdenes incluso cuando, expresadas en tu lengua materna, emanaban de la boca de una compatriota: "Voy a tardar más esta noche, una hora o una hora y cuarto…” Pero, aunque esa ciudad no es y no será tuya, tú estabas -hija de la inconsciencia y de la indiferencia- obligada a esperar junto a la pobreza.
De repente, hoy, los llantos de la niña que se halla a tu cargo, han cortado el pesado silencio y te han llevado a rastras hacia su habitación. Al ver su pequeña cara angelical y su tímida sonrisa, tan parecida a la de la tuya, no has podido evitar cantarle, casi inaudiblemente, tu canción de cuna. Aquella nana, herencia abarrotada del afecto y de la ternura de una gran madre, que lleva en sí todos los sabores y olores de tu apacible aldea.

Abdellah El Hassouni
Rabat, diciembre de 2010-03-17
(Ejercicio basado en Lejos del 16º, una de las historias de la película París, je t´aime)

LA ESPERANZA de SABAH MEZZOUR



TÚ estabas ya desperada y esperabas la ocasión de volver a ser feliz. TE habías vuelto una esclava de tu vida siniestra, querías salir de aquel infierno, sufrías mucho y debías tener confianza en ti misma a pesar de lo poco que guardabas dentro de ti. No hacías más que trabajar, no sabías ni ir a un baile, no salías jamás con chicos y tenías miedo de la vida. Así que… ¿quién podía ayudarte en esta nueva etapa? Con “la responsabilidad de tener un hijo”.
Si la memoria no te falla, por aquel entonces, empezabas realmente muy temprano a trabajar. Ya de madrugada cogías el metro y luego el autobús. Cuando deambulabas por allí dentro, en el metro, era como estar en un túnel muy largo, oscuro; además, siempre había mucha gente cuyos rostros estaban cubiertos de un humo blanco y gris, mientras TÚ ibas cada vez más de prisa, y corrías y corrías para atrapar… ¿Atrapar qué? Tal vez el futuro. Quizás. Era como viajar dentro de un sueño... Cuando empezabas el día de aquella manera sentías pena de nuevo al cruzar a aquel lugar en donde TÚ trabajabas… Otro día más: el mismo vestido modesto, el mismo mal peinado y los ojos tristes con la mirada abstracta detrás de la ventana de esa habitación tan espaciosa, cerca del otro niño que, cuando oías llorar, lo primero que te traía al pensamiento era a tu pobre niño abandonado en la guardería, por lo que empezabas a cantarle la misma canción que a tu propio hijo… “¡Siempre estabas pensando en tu ángel”.
Y en ocasiones, estaba el tener que olvidar, aunque supieras que te era imposible quedarte una hora o una hora y media más cualquiera de aquellas tardes, porque te acabarías quedando. Y también el tener que apasionarte por aquel trabajo duro para poder darle un futuro y poder educarlo lo mejor posible. No te importaba todo aquel sacrificio, aunque por las noches te encontrabas siempre tan agotada… Te hallabas en una situación tan desagraciada...
Pero nunca TE avergonzaste de tu derrota, aunque sentías tristeza en el corazón al saberte vencedora de ti misma.

Sabah Mezzour
Rabat, diciembre de 2009
(Ejercicio basado en Lejos del 16º, una de las historias de la película París, je t´aime)

martes, 16 de marzo de 2010

EL OTRO YO de ABDELLAH EL HASSOUNI


Los estiramientos que hacía, sentado delante del ordenador, no bastaban para disipar el cansancio de aquel largo día de reflexión. Pero era todavía capaz de emitir ideas simples: "algunos movimientos podrían irme bien". Después de algunas vacilaciones, mis pobres y arqueadas piernas me habían llevado hasta el cuarto de baño, mal alumbrado desde hacía una eternidad. El espejo me devolvía una imagen algo vaga de mi cara. No necesitaba más luz para observar un rostro sometido a una progresiva degradación.
Las arrugas aparecen poco a poco. Las canas también. Lo sé. Y, a pesar de todo, un día recibimos la vejez como un puñetazo en el rostro. Con la mirada, quienes cuentan con menos de treinta años te dicen: “Vete a descansar, hombre. Aquí no tienes ya nada más que hacer”. Y yo, que ahora tengo casi mil años, ya me siento como un muerto en vida. Soy un viajero que espera el traslado a la otra orilla. Sólo y únicamente para ver lo que pasa en la otra orilla. Como quien ya no sabe qué hacer en el lado de acá. Acabamos por preguntarnos por qué nos multiplicamos por dos, para qué tiene que haber más. Si yo soy único y yo mismo ya no me soporto.
Sin embargo, en aquel instante, el reflejo con que me encontré no fue el esperado, sino más bien el de un ser joven que todavía no había visto sus veinte primaveras. Sus rasgos eran los de un familiar mío, alguien que yo debí conocer hacía ya mucho tiempo. Pero hay que tener en cuenta que a partir de una cierta edad, el consciente y el subconsciente se unen, lo imaginario y la realidad se sobreponen.
Antes de darme cuenta de lo que pasaba, una voz me sobresaltó. Habría afirmado que era la mía, pero era un poco menos ronca, menos grave. El sonido parecía venir del espejo:
- ¿Andas muy cansado?
Sin darme cuenta y como un autómata, yo había respondido:
- Sí, muy cansado. Pero sobre todo harto, hastiado.
- ¿Y por qué motivo? ¿Decepción, traición, falta de consideración, estrés?
- Un poco por todo. Debes comprenderme. Somos la misma persona.
- No.
Me había respondido de modo seco. Yo no estaba de humor para buscar justificaciones, así que le pregunté
- ¿Cómo que no?
- Yo no puedo ser una persona cansada y harta. Es verdad que nos parecemos un poco, pero yo estoy lleno de esperanzas y de sueños. Y no estoy cansado, ni harto. Al contrario, estoy animado por una voluntad de hierro y poseo un espíritu muy emprendedor. Me niego a ser como usted y a vivir como usted.
Yo miraba aquella cara todavía pálida y coronada de una densa mata de cabellos. Y me decía a mí mismo que su piel se volvería del color del trigo a medida que deambulara bajo el sol del camino de la vida. Y que le cortarían sus bellos y largos cabellos, demasiados largos, incluso cuando no fuera necesario hacerlo. Además, su calvicie acabaría tomando el color de su cara. Le contesté:
- Te digo la verdad. Para demostrártelo, te diré que todavía debes tener las fotos de Che y de Cheikh Imam colgadas detrás de tu puerta y que seguro que escuchas constantemente las canciones de Nass El Ghiwane, recitando de memoria las palabras de Ahmed Fouad Najm. Además, no me cabe la menor duda de que hablas constantemente del “mayo de 68” y sigues esperando un cierto liberalismo sexual. Podríamos calificarte de “Cohn-Bendit en ciernes”. Sobre las estanterías de tu biblioteca y al lado de algunos libros de grandes autores traducidos en tu lengua materna, se añaden las colecciones de poesía de Nezar Kabani y los libros sobre el comunismo que distribuía gratuitamente el centro cultural de la Unión Soviética. ¡Y te comprendo! Esos dos géneros de lectura tratan del romanticismo…
- Su relato es bastante vago y no prueba nada en absoluto. ¡Y dice que es romanticismo! ¡Poesía y comunismo! ¿Por qué no? Los dos reflejan una sociedad mejor, una sociedad donde el ser humano es el centro de todas las preocupaciones. ¡Pero veo que usted ironiza! ¡Del romanticismo, dice usted! Yo niego un lenguaje de piedra. Y al mismo tiempo, jamás hablo ni de la ternura de las tardes inventadas ni de paraísos tranquilos donde los rosas florecen sólo por ósmosis, donde las pasiones son de otro orden y los espejismos de otra calidad. Este lenguaje que agita el viento es sólo una ilusión. Y odio todo lo que es ilusorio.
Yo marqué una breve pausa antes de decirle:
- Pero la frontera entre el romanticismo y lo ilusorio es tan fina que a menudo la cortamos sin darnos cuenta. Los dos fallan al hacernos creer en un horizonte lejano, muy lejano. Un horizonte, de hecho, intocable. Además, nosotros hijos de Abraham y discípulos de Mahoma, conocemos el romanticismo desde tiempos remotos. Aunque ahora todo el mundo nos tacha -a nosotros, los árabes- de brutos y terroristas, continuamos, a imagen y semejanza de nuestros antepasados, viviendo confinados en las páginas de las "mil y una noches", donde el sexo, la riqueza y los sultanes viven eternamente en una gran simbiosis. Así, vivimos en sociedades donde un tejado es un paraíso natural; el pan, un sueño; y la luna, un refugio.
Vaciló antes de contestar:
- Sí. Es plausible. Y esa es la razón por la que nuestras sociedades están organizadas de manera arcaica y tribal. Y, a pesar de todo, son sociedades que reaccionan según el principio del "diagrama segmentario".
- Veo que ya has leido el "Waterbury". Toda prohibición al final sólo consigue encender el deseo. Y he aquí otra prueba: el "Waterbury" fue escondido detrás de los diez volúmenes del diccionario “Lisan al Arab”.
- Esto no quiere decir nada. Debes de haberlo visto justo en la estantería que tengo detrás de mí. Hace ya un rato que estás fijando la mirada en ella.

¿Para qué procurar probarle la evidencia? Cuando decidimos apartar la vista, insistir en señalar algo con el dedo, se vuelve inútil. Sin esperar mi reacción, continuó con un tono siempre apasionado:
- Estas sociedades pueden sólo evolucionar hacia un futuro mejor. La educación de la juventud, el contacto con el mundo libre, la Internacional Socialista y otra gran multitud de factores van a acelerar el paso del cambio. Y, pronto, las elecciones libres y democráticas darán el golpe de gracia a esos sistemas políticos viejos como el tiempo.
Conozco bien este discurso por haberlo machacado una multitud de veces y, en el fondo, le sigo siendo fiel. Aunque, generalmente, somos fieles por pereza, porque somos animales de costumbre…
Iba a decirle «Escúchame, hijito, olvida tus sueños, esos sueños de noches de cielo azul estrellado donde se rehace el mundo a partir de un “sí". Olvida esos horizontes lejanos que palpamos solamente con la mirada. Trae esta última hacia las paredes que ocultan la Miseria, hacia los suburbios horribles de “Duar al Haja” o de “Sidi Mumen”, donde el futuro está marcado de rojo en el registro de los ausentes. Arráncate con dulzura esas palabras de música andaluza que riman con ilusión. Hazlo lo más deprisa posible antes de que tú mismo cambies de opinión».
Iba a decirle que la Historia ya pasó la página del comunismo, que las piedras del Muro de Berlín se venden como recuerdos, que el ciego liberalismo cayó en el abismo de la autosuficiencia y que… y que nuestras sociedades, las nuestras, siguen siendo fieles a ellas mismas. Tan sólo han cambiado de indumentaria, de apariencia, pero, en el fondo, muy en el fondo, continúan recitando a Antar Ibn Chadad y hojeando a Alfiat Ibn Malik.
Iba a decirle que en nuestras sociedades las elecciones son piezas de teatro de mal gusto donde nos aburrimos como una ostra antes de la primera palabra. ¡Que estas mascaradas no engañan a los actores ni a los espectadores!… ¡Esto es cuanto hay! Que estas elecciones tienen un código electoral hecho para imbéciles inadaptados. Que en estas elecciones damos nuestro voto y guardamos los escrúpulos. Que en estas elecciones no se tiene en cuenta abstenciones, ni de las del "sí" ni de las del "no".
Con una voz llena de emoción, había cortado mi impulso imaginativo y había continuado soñando:
-Sí. Podemos evolucionar sólo hacia un modelo europeo, guardando nuestra cultura ancestral y nuestros valores de base: el matrimonio, la familia, la educación de los niños, la amistad y...
Allí, ya no lo escuchaba... ¿La pareja? ¿Los niños? ¿La amistad? He aquí lo que llaman cuestiones existenciales. El matrimonio: sé que Adán jamás estuvo a favor de éste. Lo que pasa es que él no pudo escoger cómo vivir ni con quien. La descendencia: ¿Cómo actuar? ¿Conseguir un mundo perfecto ante todo o tener niños en primer lugar? Dado que jamás podría obtener una respuesta, rechacé la cuestión in sepir eternum. La amistad: no sabemos cómo ésta envejece. Por eso deben de gustarme las piedras viejas. No sudan. No cambian, o muy poco.
Desde siempre, mi única compañera ha sido la soledad. La soledad es un asunto del ordenador. O de la televisión. Estar clavado a una pantalla es apañárselas para no estar solo. La soledad todavía es de la imaginación. La soledad es un estado en el que se sueña mucho, con una visita, con una llamada telefónica o con no sé qué. En casa de los demás, el teléfono suena demasiado a menudo y se permiten el contestar o no, según se les antoje. Para mí, jamás. Yo y la soledad, esperamos mucho tiempo a que suene no sé qué teléfono. El silencio, él, jamás me llama por teléfono. Esperábamos, una voz, en alguna parte, algo fraternal, caluroso, un poco de placer, algo humano. Pero en vano, el teléfono jamás suena, o puede que lo haga cuando yo no me hallo en casa. ¿Que quieres? Es siempre así.
Notó que apenas le prestaba atención. Se paró, cambió de tono y continuó:
- También debemos hallarnos en guardia, al menos en los que respecta a dos puntos. Lo primero, separar lo político de lo religioso y, lo segundo, procurar que el reparto de riquezas sea lo más equitativo posible. Por cierto, la solidaridad es una de las virtudes de nuestras sociedades.
Asintió sin una palabra. ¿Cómo decirle que en este mundo, hay gente sin fe ni ley, sin fuego ni agua, que los hay que hacen trabajar a otros y los hay que trabajan? ¿Como decirle que los que agarran tienen la impresión de que dan y que hay gente que no siente remordimiento alguno al enriquecerse a costa de otros? Pero decirle todo esto me parecía una trivialidad. Para mí todo es más simple: debemos dar y no tomar las sobras. ¡Mil excusas, jovencito! No conozco ángel alguno. ¿Existen los ángeles? El alma de algunos individuos me impedirá siempre creer completamente en Dios.
No tenía ganas de continuar hablándole. ¿Y de qué podíamos hablar? Todo nos separaba. No teníamos nada que ver el uno con el otro. ¡No éramos la misma persona! Él vivía el mañana. ¡Normal! Un idealista vive siempre el mañana. Y yo, desde hacía un cierto tiempo, vivía el ayer. Todo esto sólo podía producir malentendidos.
Ahora, soy de otro mundo y lo sé bien. Pertenezco a la gente cuya espalda está abovedada y que posee el paso lento. Oh, tú jovencito, que me lanzas esas miradas llenas de tanto y tanto desafío, no me escucharás. Puedo sólo aportarte el hecho de un instante de desgracia, de una palabra de desesperación. Ve allá, jovencito, vuela con las aves que se dirigen hacia al sur huyendo del invierno. Levanta de repente tu ancla y navega hacia las calientes costas de coral y los mares turquesas. Jamás seré tu viento contrario. No voy a quitarte esa mirada lejana, esa mirada que espera y llena de confianza. No tengo derecho alguno a hacerlo. Por cierto, a mí no me la han quitado. Por lo menos, no en seguida. ¡Me la he quitado yo sólo y agarrándome todo el tiempo mientras lo hacía! Y ésta es mi única hazaña inútil.
Continuaré sobreviviendo y seré un viejo rodeado por sus ideas recibidas. Nada me pertenece más que la ilusión y todavía sigo inventando esa ilusión. Mis ilusiones las arreglo, cuando no tengo ganas de hablarles y de decirles que están ahí sólo por costumbre. Mis ilusiones se superponen a mis falsos recuerdos, a mis malos recuerdos. ¿Malos recuerdos, buenos recuerdos? No sé nada. A menudo, los recuerdos no tienen olor, no tienen talento; sólo vegetan en un rincón del cerebro, provocando aburrimiento y pereza.
Te imagino jovencito como un recuerdo. Estás en tu casa, en mi casa, en mi casa antigua, antiguamente mía. Volvía cada noche a esa casa dulce donde goteaba el agua del grifo, a esa cocina, cuarto de baño, con su palangana. Modesta y calurosa. Un paraíso mimoso, todo un mundo, todo un universo. Bajo el vaso, la única menudencia que me habían regalado, había guardado mi primera cuenta de restaurante. La había guardado cuidadamente, con la intención de mostrársela a mi hijo uno de estos días. Sin embargo, amarilleó y el hijo jamás llegó.

La asistenta abrió precipitadamente la puerta. ¡Oh, deben de ser pues las siete! Las luces de una mañana soleada confirmaban mi diagnóstico:
- Pero señor, ha pasado usted otra noche en el cuarto de baño… Déjeme acompañarlo a su habitación. Dormirá allí mucho mejor que aquí… ¿No le parece?

Abdellah, 2 de julio de 2009
(Un plagio muy modesto de “El otro” del gran Borges, con un pellizco a L. Ferré, un compañero de mis noches de antaño)

"EL MURCIÉLAGO Y LA SERPIENTE (O EL LADRÓN)" de RKIA OKMENI

-Murciélago, eres un ser muy débil, pero único y simpático. Hazme el honor de ser mi amigo. Y, para ello, hagamos un pacto de nueva amistad. Me estoy muriendo y si no me ayudas, puedo perder la vida ahora mismo o dentro de poco.
Nuestros antepasados fueron eternos enemigos por una tontería. Según se cuenta, al buscar la frescura y la tranquilidad, mis ascendentes atacaban a los tuyos. Los mataban y luego se los comían. Pero tú y yo no tenemos nada que ver con esa locura del pasado. Hagamos, pues, un pacto. Seamos amigos. ¡Ayúdame! Mírame y dime algo. ¿No ves que me estoy muriendo? ¿No ves que tu nuevo amigo está perdiendo poco a poco sus últimas fuerzas y, si no le ayudas, jamás disfrutaras de esa nueva amistad?
El murciélago permanece paralizado, sus ojos están abiertos, pero no se atreve ni siquiera a mover un solo párpado. Siente que su hora se aproxima a toda velocidad. Sabe que una pequeña inyección de veneno bastará para que esta serpiente lo mate y, se dice a sí mismo, que tras ese largo discurso y esa propuesta de amistad hay una mentira y una trampa. ¿Pero qué tipo de trampa? No puede contestar a su propia pregunta a pesar de su madurez y de su experiencia. Hace tan sólo un instante que ha dejado de seguir a su bandada de murciélagos y ahora debe pagar el precio de su pereza. Su instinto de conservación le dice que un enemigo sigue siendo un enemigo para siempre. Intenta moverse e irse lo más lejos posible de la serpiente que sigue hablando de su dolor y repitiendo que se está muriendo.
- Estas heridas me las han provocado los palos de unos humanos histéricos que gritaban, saltaban corriendo y que han persistido en seguirme, a mí, una pobre serpiente que iba tranquilamente hacia cualquier lugar en busca de frescor. Todos querían matarme. Logré, con grandes dificultades, llegar aquí a pesar de mis numerosas heridas para esconderme entre la oscuridad de este antiguo callejón cubierto. Por suerte, estas aquí amigo mío y puedo contar con tu ayuda. ¡Qué lastima que no te haya conocido en otras condiciones! Ahora, ambos estamos en peligro de muerte porque tratan de prender un gran fuego ya que saben que no soporto el humo. Por favor, dime que aceptas ayudarme. Necesito tu ayuda porque tú puedes huir volando. Además, conoces este callejón… Pero yo… Si no me ayudas, moriré...
El murciélago, que también teme el humo, empieza a tensar sus músculos queriendo alejarse del peligro. Echa una rápida mirada hacia el reptil para evaluar la distancia que los separa, pero eso le resulta suficiente a su eterno enemigo para establecer el contacto visual que tanto ha esperado.
Y, mientras las voces humanas se acercan, el reptil se aleja, dejando al mamífero momificado, cabeza abajo, colgado en el mismo lugar donde se inició el encuentro.
- ¡Lo siento mucho, amigo mío! Esta vez no necesitaba tu carne sino que me faltaba tu alma. De ahora en adelante, soy y seré serpiente fisiológicamente y murciélago de alma. A ver qué tal me va esta combinación en el futuro. Lo que está claro es que vivirás dentro de mí y a esto lo llamo yo el sumum de la amistad…
¿Ahora me crees? Somos ya inseparables, somos amigos para siempre...

Rkia Okmenni
18 de septiembre de 2009
(Ejercicio inspirado en el cuento “Axolotl” de Julio Cortázar)

«VEINTE AÑOS, HIJO», BAHIA OMARI

    Lloro sin cortar cebollas, pero oigo la fluidez de las lágrimas, lágrimas por el dolor que alcanza siempre mi corazón, mi alma; un...

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017
Cantando los versos de José Martí.

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017
Iman y Anastasio recitando a Mario Benedetti. Mohammed a la guitarra.

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017
Manal, Ahlam y Assia recitando a Oliverio Girondo.

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017
Rkia recitando a Delmira Agustini

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017
Bahia recitando a Alfonsina Storni.

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017

RECITAL 9 DE JUNIO DE 2017
Laura & Mohamed y Mohamed & Laura cantando a Alfonsina Storni.

Ensayando para el Día E junio 2015

Ensayando para el Día E junio 2015
Grupo del Taller de Lectura y escritura 2015

Recital 18 de junio de 2016

Recital 18 de junio de 2016
21.00 Instituto Cervantes de Rabat

Bahia. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

Bahia. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Recital del 24 de abril de 2015

PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Viernes, 24 de abril de 2015, 19.00 -INSTITUTO CERVANTES DE RABAT -

Rkia. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

Rkia. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Viernes, 24 de abril de 2015

Iman.PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

Iman.PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Recital del 24 de abril de 2015

Abdellah. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

Abdellah. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Viernes, 24 de abril de 2015

Fatima. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

Fatima. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Rabat, 24 de abril de 2015.

Aïcha. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA

Aïcha. PUESTA EN ESCENA DE POESÍA ESPAÑOLA
Recital del 24 de abril de 2015

RECITAL 11 DE JUNIO DE 2014

RECITAL 11 DE JUNIO DE 2014
Recital "A orillas del Bu Regreg 2014"