Mientras entraba en el primer café de la plaza
central, habían ido apareciendo aquellas batas blancas. Igual que
garcillas bueyeras junto a los cubos de basura. El cielo de la tarde
estaba tan despejado y limpio como aquellos uniformes inmaculados. Trató de huir de sí misma, de la multitud que
comenzaba a crecer. Um recordó haber escuchado en la
radio, temprano, por la mañana, que «Está previsto que hoy los médicos
internos, desilusionados por sus condiciones laborales, se manifiesten para
expresar su descontento….». Le asombró la coincidencia. Presentía algo, otra
mala racha de suerte, quizás.
El campo de los
refugiados que había sido construido en los suburbios de Kunduz para un millar
de personas, se había convertido en una pequeña ciudad rural. Sucio,
repugnante. Enfermedades, barro, lluvia, tiendas improvisadas que no protegían
de casi nada. Un campo de emergencia que se impuso como permanente. En el único
hospital, Ben, el médico de urgencias, se despertó de mal humor. Dos horas de
sueño y un día más para intentar lo imposible: mantener su sonrisa pegada a sus
pálidos labios… Prescribir palabras en lugar de medicamentos paliativos. Todo
se había convertido en algo inútil, sin sentido, superfluo. Allí, él se
olvidaba de sí mismo, de los propios reclamos de su cuerpo, de su madre. La
ilusión se había diluido hacía una eternidad, o casi.
Ben se había ido al lugar más lejano, destrozando así sus propias
esperanzas. Solo le importaba la gente. Salvar vidas. Un joven médico novato.
Se agarró, como un náufrago en el mar, a la primera misión que la organización
“Médicos sin Fronteras” le había ofrecido. Una misión, humanitaria, decían, en
un país destrozado, fracturado. Un país de cuerpo magullado.
Um añoraba el olor de sus cabellos y el calor de su piel que habían
adornado toda su existencia. Ben la había dejado hacía sesenta y siete días y once
horas, a pesar de sus «jamás» y sus
«salvo si me arrancaran de esta vida». Eso le dolía. La soledad siempre duele.
La falta de rumbo también. «Nada es nada... » y Ben es todo su mundo. Ella, en
su interior, lo había perdonado. Pensaba que se había visto obligado a llevar
su peculiar carácter, sus inclinaciones íntimas lejos de una sociedad machista
e hipócrita.
Desde que él se había ido, ella
no tenía ganas de nada, no existían
ya reglas, solo la de matar el tiempo. «A veces, la soledad no se puede llenar
con otra persona, con otras diversiones. La soledad nos pierde en el camino de
un viaje interior que, en realidad, nunca quisimos emprender». Se encontraba, entonces,
en un pasillo, frío, hueco, dado que la suya era la soledad de las soledades.
Ben tenía sus creencias y sus propias certezas. Declamaba que «Debemos abandonar religiones, partidos políticos,
razas y colores, tabúes y prohibiciones para no ver más que al ser humano, sin
falsas historias de amor y odio». Se repitió esa frase para
clavarse el sentido en lo más profundo de su mente. Espejismo. A menudo, el ser
humano se deja engañar por palabras rimbombantes.
En ocasiones, en las noches de insomnio, ella se
veía esperando a Ben en los pasillos del aeropuerto. Dándole un gran abrazo lleno
de amor, a él, la razón de su vida. Lo imaginaba como siempre, esbelto y
frágil, con la bata blanca que le había regalado. La imagen volvía y volvía,
como un recuerdo, algo del pasado. Ben sonriendo, sin maletas. Veía su grata
sonrisa y, después, unos ojos enrojecidos y sin vida. No había podido sacarse
esa imagen de la cabeza. La sangre, la muchedumbre, los gritos.
En aquel fangoso agujero, Ben no se había acostumbrado mucho a todos
aquellos ruidos. Deflagraciones de bombas a lo lejos, oleadas de aviones
volando a baja altura, quejidos de dolor de los heridos, algunas balas
silbantes. Su único consuelo eran sus pacientes y los breves momentos que se
reservaba para admirar aquel cielo azul claro o aquel azul marino del
anochecer, que le evocaba aquel otro cielo que tanto añoraba.
Tras la negrura de sus
gafas, ella seguía alejándose con sus pensamientos. Un torrente de melancolía la sumergía. Parecía
destrozada, desesperada, despistada, profundamente herida, ahogada en su
pasado. Una tristeza amarga inundaba las huellas que el tiempo había surcado
sobre su rostro. A él lo veía como en sus sueños: delicado, tierno. Tomó el vaso y le
temblaban las manos. Estas apestaban a humo y sudor. Debería ocultarse a sí misma lo esencial, la noticia inverosímil. Se agarró al vaso, a la voz de
aquella eterna canción, a sus palabras tan amargas. Amor lejano, inalcanzable.
Aquella noche del sábado tres de octubre de dos mil quince, Ben, el contemplativo contrariado, pensaba que el cielo era el más resplandeciente que jamás
había visto. Oía el zumbido sordo de los motores de los aviones. Se decía a sí mismo que iban a manchar otra vez el cielo.
Con la vista los buscó en el aire helado. Realizaban extraños movimientos que
le sorprendieron. Parecía un juego. Sobrevolaban a media altura y, después,
giraban para acercarse otra vez desde el horizonte. Tras cada vuelo, dejaban
tras de sí un reguero de humo gris que manchaba el azul del cielo. Aunque eran
aeroplanos de la tropa de la coalición, Ben los insultó, sin emitir la más
mínima palabra.
Todo sucedió en un instante a las dos y ocho minutos de la madrugada. Se oyó un ruido sordo. Ben retrocedió, se dio la vuelta para correr en
dirección opuesta. El ruido era intermitente. El humo y los escombros
ensombrecían el cielo. Hubo gritos. Gente corriendo. El estruendo se perdió en
los sonidos de las sirenas de alarma. En aquel momento, Ben entendió que allí
iban a quedar enterradas todas sus ilusiones. Es caprichoso el azar; puede cambiar la vida en un instante. Allí estaba
él, donde no tenía que estar.
Los domingos siempre habían sido tristes. Muy
tristes y con una soledad demasiado penosa. Más desgarradora que
el resto de días de la semana. El de aquel cinco de octubre no podía escapar de
la norma. No era igual a todos los domingos. Era a la vez distinto y extraño,
como en un sueño. La voz de la representante de la organización humanitaria
concretaba que el hospital de Médicos
sin Fronteras de Kunduz había sido bombardeado aquella misma
mañana, temprano, por un avión americano de las fuerzas de la coalición. Una
matanza. Una locura. Una carnicería, por error, decían los americanos. Una
pérdida horrible e incomprensible de vidas humanas.
Ella intentaba abrirse paso entre la muchedumbre. Un remolino, un torrente. El murmullo del gentío
superaba los rumores de la memoria. Imágenes brutales. Voces que se reían de
ella. Papelitos blancos en todos los rincones, restos de
pancartas pisadas. Um flotaba sobre
esas olas juveniles como una brinza en un viento violento. Una gota azul en un
mar blanco. Transportada, arrastrada, se deslizaba sin rumbo. El esfuerzo de apartar a su hijo de su mente lo había reducido a un
estado mental de blando decaimiento. Estaba dentro de los caminos
tortuosos de la tristeza. Erraba, deambulaba. Ni viva ni tampoco muerta. Se
había marchitado durante las últimas horas.
Al día siguiente, los basureros hallaron, en primer lugar, un gorro rojo y
luego, bajo un montón de papeles publicitarios, manchados de sangre, el cadáver de una mujer de cara arrugada y pelo encanecido, con un vestido azul y una sonrisa desilusionada.
Abdellah El Hassouni.
Rabat, abril de 2016.
Basado en motivos
de relato “Desagravio” de Ricardo Piglia.