Nada ha cambiado o, al menos, eso me parece. El mismo
camino empolvado que creía recordar, las mismas curvas que algunas veces había
recorrido con el único coche del pueblo, el de mi padre, aunque no estaba
totalmente seguro, pues de aquello hacía mucho tiempo y yo era un niño todavía.
Lo que sí recuerdo era la
entrada de mi padre al pueblo, cada vez que salía de cacería. Era como si su
presencia paralizara toda la actividad. La gente se arremolinaba a su alrededor
para suplicarle una triste perdiz con la que hacer un caldo y así poder
festejar que ese día comerían carne, ya que en ese tiempo hasta el aire que
respiraban era nuestro.
Yo empezaba a tener la
misma influencia entre los niños harapientos y hambrientos que deambulaban por
las calles sin otro oficio que el de apropiarse de las pulgas de los perros. Me
sentía dueño de ellos, al igual que mi padre era dueño de sus padres. Hasta que,
un día, todo cambió. El hambre y la desesperación dieron el coraje a aquellos
hombres para hacer lo impensable, ir en contra de lo que, por naturaleza,
estaban obligados a vivir.
Con el tiempo comprendí
que todo estaba perfectamente planeado, desde hacía mucho tiempo se estaba
forjando un mar de magma preparándose para la erupción. Fue una noche, una
noche fría de invierno, una noche lluviosa
de esas que convierten las piedras en barro. Lo recuerdo perfectamente,
el ama había encendido todas las velas suplicándoles a todos los santos que
dejara de llover o, a lo mejor, para que lo que estaba a punto de suceder,
ocurriera lo mejor posible, o para que Dios los perdonara a todos… ¡Quién sabe!
Lo que sí es cierto es
que a media noche toda la casa se iluminó y no fue por efecto de las velas,
sino porque estaba ardiendo. Por la ventana entraban lengüetadas de fuego, todo
ardía a su alrededor. Una lluvia de piedras acompañaba al fuego y se hizo
presente para anunciar que era el final, que la paciencia se había roto.
Tuvimos que salir
corriendo, mi padre, el ama y yo, y apenas tuvimos tiempo de recoger nada, solo
una triste manta para resguardarnos del frío y de la lluvia y el único retrato
que conservábamos de mi madre. Recorrimos esta misma carretera, pero en sentido
contrario. A lo lejos se veía el resplandor de las llamas y seguramente se escucharían
los gritos de libertad de los hombres. El ama lloraba, yo no sabía exactamente
qué pasaba y mi padre se limitaba a mirar al frente, a la carretera que nos
alejaba de nuestra casa y la de nuestros antepasados que, desde tantos siglos
atrás, habían vivido allí y había hecho lo mismo que nosotros.
Al amanecer llegamos a
Granada, donde hemos vivido desde aquel día. Nunca más se volvió a hablar de
las causas de nuestro exilio voluntario, aunque formaba parte de nuestra vida
cotidiana, hasta que mi padre segundos
antes de morir dijo: “¡Perdónalos!”
y con esa ese final exhaló su último suspiro.
Ahora me encuentro aquí,
en el mismo lugar del que partí aquella noche fría y oscura, delante de la que
fue mi casa, convertida ahora casi en un montón de piedras y cuyos únicos
dueños son las plantas que crecen apropiándose de todo lo que nos perteneció.
Aquí estoy rodeado de gente que no reconozco y no me reconoce.
Ahora sí, el alma de mi
padre reposará en paz y la mía también, pues con el tiempo he comprendido que
esa noche se hizo justicia.
Anastasio García
Rabat, 05 de mayo del 2015
Ejercicio basado en “Crear un personaje que ha sufrido un
gran cambio de situación…” (Inspirado en “Noche de bodas” de V. Blasco Ibáñez).