África tiene nombre de mujer. No sé si será por eso, pero la
recuerdo llena de un misterio femenino que le confiere un encanto
especial. Su tierra tan rotunda y sus frondosos palmerales, su aire alternativamente
limpio y condenadamente contaminado, el más contaminado de la tierra, el
bullicio de sus ciudades, sus silencios… sus secretos.
Yo nací en el norte de África en un tiempo muy diferente al
de ahora. Aún, cuando cierro los ojos, la sigo viendo como un mosaico de
colores, sonidos y olores muy diferentes a todo lo que he conocido después.
Como casi todo el mundo, supongo que mis primeros recuerdos
son como piezas de un puzle, sueltas. La infraestructura de ese puzle es una
casita acogedora de color amarillo… Grande. Con un comedor en el que se
respetaban unas horas para las comidas y un cuarto de estar en el que se
pasaban muchas horas, charlando, cosiendo, oyendo la radio y mi padre leyendo
su periódico, El Telegrama del Rif. También veíamos, cuando el balcón
estaba abierto, el monte Gurugú, y oíamos a Pavarotti, que era el canario de mi
madre… Además, había una cocina grande, no muy luminosa, pero sí muy blanca,
con una gran encimera en la que mi tía María hacía unas rosquillas de sobresaliente
cum laude, que tenía la costumbre de contar, por lo que no había forma de
meterles el diente… Por lo demás no hay mucho más que referir, tenía los
dormitorios que recuerdo soleados, y un baño con una bañera muy grande. La casa
era lo que ahora se daría en llamar minimalista… Y entre las piezas del puzle,
mis padres, mi abuela, mi tía María, mis vecinos, y las persianas de madera
también amarillas que cerraban el balcón con un aldabón al llegar la noche… bueno,
y las macetas sin flores.
Los días transcurrían más o menos iguales, al menos allí, y
estoy segura de que eran distintos al de otras gentes porque cerca de mi casa
estaba el mar, y las gentes del mar son diferentes al resto del mundo que no lo
tiene, porque siempre he sabido que es así, y porque además no les
despiertan las gaviotas, con ese griterío que aún me sigue pareciendo
maravilloso. Además, a donde hay mar van barcos de lugares muy alejados del
mundo. También hay barcas de pesca que salen al atardecer y se van camino del
horizonte, que a veces está lejísimos, y que luego, cuando vuelven, perfuman el
aire con olor a calima y a brea.
Bueno, también recuerdo que había un parque cerca de mi casa
que tenía un patinódromo lleno de baches y donde se quedaron muchos de nuestros
dientes, me refiero a los de los niños de mi calle. Uno de ellos se
llamaba Jeromín, y nunca lo olvidaré porque cuando le pisábamos las montañitas
de arena que hacía en la calle, teníamos que estar huyendo de su madre que era
una fiera de señora. A veces nos refugiábamos en una jaula de patos que había
al lado del patinódromo, en donde vivían cinco o seis patos a los que nadie
hacía caso, y para que no alborotaran con la madre de Jeromín, les tirábamos
nuestros bocadillos. Claro, los patos encantados. Desde entonces parte ese dicho
de “tienes más hambre que los patos del parque”
Pero la cuestión es que yo ya no vivo en África. Ahora estoy
muy lejos de mi tierra. Aquí no hay mar, ni gaviotas, ni gentes con colores de
piel, ni credos diferentes y ya tampoco juegan los niños en la calle. A veces
tengo la impresión de haberme cambiado de planeta, y la verdad eso me
entristece, así es que un día cuando se lo estaba contando a Manolito, que es
mi perro, se me ocurrió una idea estupenda. Podríamos hacer una ciudad
pequeñita con macetas sin flores, y canarios como Pavarotti, un parque pequeño,
una laguna salada con peces para que vinieran las gaviotas, unos cuantos
grillos, alguna luciérnaga, lagartijas y mariposas de todos los colores. Haríamos
una casa abierta por todo los lados, con hamacas colgantes y alguna otra
palmera, ah, y el suelo de arena... Y dejaríamos un espacio importante para los
animales que quisieran pasar allí algún tiempo… A Manolito le encantó la idea,
que además era sólo el principio, así es que nos pusimos manos a la obra y…
Elisa Chozas.
Madrid, junio de 2021.
Este escrito surgió de vivencias. Mi habitación de niña tenía un balcón que no se cerraba del todo por las noches, y por la mañana aparecían las gaviotas y armaban un jaleo tremendamente estrepitoso que a mí me encantaba. A partir de esos momentos siempre he querido describir el cielo que yo veía en aquellos días…