De repente, el espeso y frondoso bosque se transmutó en un terreno árido y seco
en donde hacía mucho tiempo que no había crecido la hierba. Y allí, en
medio de ninguna parte, don Gumersindo vio lo que parecía un pequeño montículo
de piedras.
Y es que,
como cada mañana, don Gumersindo de la Mata y Cienfuentes del Alba había salido
a dar su paseo matutino ataviado con el único traje que tenía, el cual había
conocido tiempos mejores y no por la situación convulsa que se vivía en el
pueblo, ya que la hija del alcalde se había fugado con el sobrino del cura y
desde ese momento los dos poderes, el político y el eclesiástico, estaban
enfrentados sino por los remiendos y agujeros que el sufrido traje tenía. A
pesar de todo ello, don Gumersindo se resistía a salir a la calle de
cualquier otra guisa, pues un hombre de su alcurnia y linaje familiar estaba
obligado a guardar cierta imagen y compostura, ya que descendía del mismísimo
Conde de las Almendras, valido del rey.
Empezó a
caminar ocupando su mente con ideas falaces, viendo cómo sus antepasados
poseían todos los terrenos por donde él ahora pisaba y cómo los campesinos,
prestos a satisfacer las exigencias de su señor, los adulaban y agasajaban con
los más tiernos frutos y los mejores animales, cuando, de repente, se encontró
en un lugar, que si era menester jurar, nunca lo había visto. Avanzó unos pasos hasta
una chapa metálica que, al igual que su traje, hacía mucho tiempo que debía
haber sido renovada. En dicha placa apenas se podía distinguir: Cascaalmendras del moral, 500 m.
Picado por
la curiosidad decidió dirigirse hacia el pueblo para preguntar el camino
de vuelta y, a tenor del nombre que tenía el pueblo, el cual podía haber sido
fundado por sus antepasados, estuvo obligado a darse a conocer por si su magna
presencia era necesaria para algún evento o acto importante digno de su rango.
Apenas dados tres pasos, se encontró en mitad de aquel desierto, en donde la
probabilidad de encontrar alguna criatura de Dios, animal o vegetal, era
imposible o fruto de un milagro.
Continuó
su marcha hacia el montículo de piedras y a medida que se acercaba iba cobrando
forma, hasta que llegó a la conclusión de que era más bien un pozo. Sentado y
recostado sobre el mismo, había lo que parecía un hombre. Como don Gumersindo
se había educado con las monjas, no por su rango sino por caridad, el espíritu
de hacer el bien lo tenía inculcado, por lo que no dudó un instante en correr
hacia el individuo para socorrerlo, pues quizás estuviese herido o incluso
moribundo, pensó don Gumersindo.
- Buenos
días le dé Dios –dijo el hombre al mismo tiempo que se colocaba el gorro para
dejar visible su cara.
- Buenos
días, ¿Está usted bien? ¿Necesita ayuda? He podido observar que esta es una
tierra un poco hostil –le contestó don Gumersindo con cara de preocupación.
- Sí,
sí, no se preocupe, que yo estoy bien. Aquí estoy esperando noticias de mi
primo.
- ¿Y
van a tardar mucho las noticias? Es que usted puede pillar una insolación, aquí
no hay nada con lo que protegerse del sol –dijo don Gumersindo mirando a
su alrededor.
- Pues
no sé, ya va para dos años que se fue. Creo que está en América y, como dicen
que está muy lejos, por eso tarda tanto en decir si llegó bien o no.
- Puede
usted esperar en su casa o ¿acaso no tiene?
- Sí,
sí que tengo. Allí está la Manuela con los muchachos, pero yo tengo miedo que
vengan las noticias y al no encontrar a nadie para recibirlas, pues se pierdan.
Don
Gumersindo, extrañado, miró hacia todos los lados, al cielo, a la tierra, hacia
delante y hacia atrás, para ver si veía algún atisbo de civilización y, aún más
extrañado, insistió:
- ¿Está
usted seguro que hasta aquí van a llegar las noticias?
- Sí,
por supuesto. Él se fue por aquí –dijo señalando la boca del pozo– y por eso
espero sus noticias por aquí. Yo todos los días lo llamo y le digo Anselmo, Anselmooooooo ¿estás
bien? La marrana ya ha parido, este año los almendros han dado higos y
las higueras ciruelas… O
también le cuento lo que pasa en el pueblo. Bueno… yo todo eso no lo sé.
Son los muchachos o la Manuela quienes me lo cuentan cuando vienen a traerme la
comida. Pero él todavía no me ha contestado… Claro… como está tan lejos… pues…
necesitan su tiempo para llegar las noticias. Por eso no me quiero ir de aquí,
ya que en el momento menos pensado pueden llegar.
- Pero, buen hombre, ¿usted ha pensado
lo que está diciendo? Si su primo se fue por el pozo es que se cayó y se ahogó
–dijo don Gumersindo con cara de asombro, al mismo tiempo que se quitaba el
sombrero en señal de respeto.
- No
puede ser –replicó el hombre–… Si se hubiera ahogado se habría sabido y
comentado. Cuando alguien se muere en el pueblo, la gente lo va diciendo, el
difunto se entierra y luego se dicen las misas, pero con mi primo no se ha
dicho nada.
De
repente, el hombre se incorporó y mirando a don Gumersindo fijamente a los ojos
le dijo:
- ¿No
irá usted para América?
- No.
Yo me he perdido y venía a preguntar el camino de vuelta –dijo don Gumersindo.
- ¿Y
no conocerá usted a alguien que vaya para allí? Es para darle una carta para
que se la dé a mi primo.
- Eso
es imposible –exclamó don Gumersindo, que no daba crédito a lo que oía.
- Noooo,
es muy fácil. En América solo hay que preguntar por Anselmo, el de las
vacas, y seguro que le dan razón de él. Todo el mundo lo conoce así. No creo
que haya muchos “Anselmos, el de las vacas” allí. Aquí, en el pueblo, es el
único y por eso lo conoce todo el mundo.
Don
Gumersindo decidió dar media vuelta y adentrarse en el bosque rechazando la
idea de llegar hasta el pueblo, pues si todos los habitantes eran como este
hombre, no estaba dispuesto a hacer ninguna inauguración… Y se fue pensando y
rogando a Dios que quizás el nombre del pueblo fuese fruto del azar y que no
tuviera nada que ver con sus tan ilustres antepasados.