En un momento tibio del
atardecer, el momento en que el sol se derrite suavemente entre los impacientes
brazos del horizonte, su compañero eterno e
inalcanzable, estaba yo corriendo, como de costumbre, a
la orilla del mar. Estaba sosegada por el sordo murmullo de las calmadas
olas que brindaban un repetitivo baile al banco de arena que se extendía
orgullosamente frente a ellas. Sus interminables tentativas para sobrepasar
esos límites me hicieron pensar en los múltiples pasos que hacemos en la vida
para probar nuestra existencia e imponernos en esa escena virtual e ilimitada
en la que abrimos los ojos sin haberlo deseado.
Estaba corriendo, como de costumbre, para entretener el pecio que me
servía y sirve de cuerpo.
A medio camino, percibí la presencia de una
adolescente sentada en la cima de una pequeña duna. No lograba ver su rostro,
oculto tras su largo cabello castaño cosquilleado por los débiles rayos rojizos
de un sol en agonía. Solo podía distinguir el cuaderno rojo que descansaba
sobre sus rodillas y que acogía con los brazos abiertos las palabras que ella
garrapateaba sobre sus sedientas páginas. Al verla así, totalmente aislada y
absorta por lo que hacía, tuve un sentimiento de nostalgia por una época en la
que solía encontrarme en parecidas posturas, a menudo sola, compartiendo mis
pensamientos con mi diario íntimo.
Seguí mi camino y, al
regresar, vi una hoja tirada en el suelo en el mismo lugar donde había estado
sentada la chica. Enfadada, maldiciendo la inconsciencia y la irresponsabilidad
de los jóvenes, me dirigí hacia el papel para
recogerlo y tirarlo a la basura. Una vez entre mis manos, este me desveló
muchas palabras escritas en desorden, en todos los sentidos, que lidiaban, en
una encarnizada batalla, por su superficie tan codiciada. A medida que yo leía
las frases, siguiendo la enumeración que había
al lado de cada una, mi corazón empezó a temblar más y más dentro de su
escondite, los pensamientos comenzaron a entrechocarse en su torreón. Algunas
líneas estaban difuminadas por manchas seguramente debidas
a las lágrimas de la joven, pero no tuve ninguna dificultad para leer
todo el texto… Este se fue incrustando dentro de mí, como si lo hubiera escrito
yo… Lo había escrito yo. Eran mis palabras, eran mis huellas…
¿Cómo podía ser? Buceé en los meandros hechiceros
que se abrían ante mí y que me revelaban un secreto que no podía aceptar sin
temer la viciosa presencia de la locura conllevada por la ineluctable vejez que
me espiaba discretamente. Reconocí las irregulares líneas, el inseguro carácter
de las letras, la ternura que pintaba las palabras… Si hubiera tomado alguna
droga o alguna sustancia excitante, aquello me
habría parecido normal, pero nunca había volado sin alas ni había saboreado
momentos tan llenos de ilusión….
Mientras buscaba el equilibrio entre mi razón y mi
corazón, una voz triste y asustada me sacó de mi nube:
-
Por favor, señora ¿no habrá usted encontrado una
hoja de papel por aquí?
Me di la vuelta y descubrí un rostro muy familiar
que me observaba con una mirada desconcertada. Al ver el papel entre mis manos,
sus ojos se iluminaron y una sonrisa tímida se dejó entrever en su cara de
ángel.
-
¿Has escrito tú este poema?
Sí, lo perdí mientras volvía a casa. Acabo de
terminarlo y no lo he copiado todavía. Afortunadamente, usted lo ha encontrado
antes de que el viento se lo llevara volando…
- Es muy bonito…
¡Felicidades…! ¿Cómo te llamas?
- María.
Normalmente, ya nada podía alterarme pero, al escuchar su nombre, me empezó a bajar un
sudor frío por mi espalda. Ya nada existía alrededor.
-
No vives en esta ciudad ¿verdad?
-
No, estamos aquí de vacaciones.
-
¿Qué tal tu madre? ¿Sigue todavía vigilándote
desde la playa con su silbato?
- ¡Sí, claro! Ella sabe muy bien que el mar es muy
peligroso y que a veces me hago la valiente. No lo debería hacer, pero a veces
el valor va emparentado a la inconsciencia y la torpeza.
Al terminar su frase, bajó la mirada y unas
lágrimas centellearon sobre sus mejillas. Sus labios vibraron al pronunciar:
-
El mar me robó a mi mejor amigo.
-
¿El poema era para él?
- ¡Sí…! Lo echo de menos, era la única persona que
me comprendía… No tenía que morir. Dejó esa desgracia a su familia y a mí me
abandonó y me dejó sola. Tras su fallecimiento, empecé a odiar el mar a pesar
de la atracción que ejerce sobre mí.
-
Pero tu amigo murió feliz haciendo lo que más le
gustaba.
-
¿Cómo lo sabe usted?
-
Lo sé porque tú lo sabes.
Frunció el ceño y me respondió con una nota de
susto resonando en su voz:
- Lo siento pero me está prohibido hablar con extraños…
¿Me puede usted entregar mi poema para que pueda volver a casa?
-
¡Por supuesto!
Con un gesto rápido, cogió el papel y se dio la
vuelta para irse.
-
¡María…! Tú no tuviste la culpa de la muerte de tu
amigo… Aquel día, él deseaba más que nada en el mundo conquistar las olas a
pesar del fuerte oleaje que había… Y tú se lo habías advertido…
Se paró de repente y regresó hacia el lugar donde
estaba yo sentada, abrazando muy fuerte su cuaderno,
como si fuera un escudo que la protegiera contra un peligro imaginario.
-
¿Cómo sabe usted todo eso? Estábamos solos en
aquel momento.
-
¿Me puedes mostrar tu mano izquierda?
Abrió la mano temblorosa y me la tendió indecisa
- ¡Mira la cicatriz en tu dedo corazón! ¡Mira el
mío! Es una herida que te hiciste de niña con un juguete que le habían regalado
a tu hermano en su cumpleaños. Estabas celosa e intentaste romperlo con la
mano… Esa es mi propia anécdota.
En un impulso de impotencia, se dejó caer a mi
lado y siguió observando nuestras manos durante muchos minutos en un silencio
mortal solo interrumpido por los chillidos de las gaviotas que se disponían a
volver a sus nidos.
-
¿Cree usted que esto puede ser posible?
-
¿El qué…?
-
Que sea usted mi fantasma…. Pero si yo estoy todavía viva y usted es
mucho mayor que yo…
-
No creo ser tu fantasma, aunque nunca tuve la
oportunidad de saber a qué puede
perecerse un fantasma.
Seguramente son mucho más espantosos que yo.
- ¡No me lo puedo creer! Mamá me dice siempre que
tengo mucha imaginación y que paso demasiado tiempo hundida en mis libros… Pero
no creo que esto sea una ilusión y puro producto de mi imaginación.
-
Somos las dos totalmente reales, aunque está claro
que mi cuerpo está más usado que el tuyo, no solo por haber acogido y dado luz
a un niño que ya tiene nueve años, sino también por el desgaste del tiempo, ese
mismo tiempo que nos separa. Por obra de un milagro, ahora estamos compartiendo
el mismo lugar y el mismo tiempo… Pero ¿por cuánto tiempo? No puedo explicar
todo lo que ocurre, estoy tan sorprendida como tú… Solo sé que tengo en mi casa
el mismo poema que has escrito hoy mismo y que, hasta ahora, no lo ha leído
nunca nadie.
-
¿Y sigue sintiendo usted el mismo amor por la
lectura y la escritura?
- ¡Sí! Pero me habría gustado tener tanto tiempo e
inspiración como tú para dejar sobre el papel todo lo que galopa en mi mente.
Con el paso del tiempo, aprenderás a frenar tus deseos y abandonar algunos
sueños; a veces, otras personas se encargarán de hacerlo, sin darse cuenta de que eso te puede dañar. Ahora hay algunas
diferencias físicas entre nosotras, pero la llama que resplandece en tus ojos,
lleva años luchando para seguir sobreviviendo en los míos y, aunque a duras
penas, afortunadamente lo consigue.
Realmente, las arrugas nos marcan menos que las pruebas que afrontamos durante
nuestra existencia.
-
¿Ha sido tan dura la vida para ti?
- Tuve tantas alegrías como dolores, pero el peso de
la madurez hace que se incline nuestra espalda. En ocasiones, el viento es tan
fuerte que tenemos que acurrucarnos para padecer menos pérdidas.
-
Es demasiado tarde, no quiero que mis padres se
asusten. Tengo que irme pero quiero saber más cosas de usted… De mí misma…
- Si vivieras en mi época, podrías llamar a tus
padres por el teléfono móvil.
-
¿Qué es eso?
- Es un teléfono que podemos llevar con nosotros a
todas partes. Muy práctico, aunque a veces limita nuestra libertad. Es una
cadena inmaterial que nos condena a mantener constantemente un lazo con los
familiares y los pretendidos amigos. Aislarse, tal como tú logras hacerlo
ahora, es prácticamente imposible, a no ser que tires el teléfono a un pozo muy
profundo. Además de todo esto, existe Internet, que podemos consultar en
cualquier momento.
-
¿Internet?
- ¡Ah! He olvidado que todavía no existía en tu
época. Es una ventana abierta al mundo. Es lo que ha acabado por eclipsar a los
libros. Ha destruido el deseo de tomar un libro entre las manos. La intimidad
no significa ya nada en mi época, tampoco la amistad, las relaciones humanas ni
el amor… Ha destruido las barreras culturales entre los países volviendo la
información más accesible, aunque ya no sabemos distinguir la verdad de la
mentira. Es también el mejor vehículo para
el vicio humano, es más virulento que todos los virus conocidos. Ha difundido
el odio, la maldad, el terror. Ha abierto las puertas virtuales a muchas cosas
desagradables que nos hacen vivir horribles acontecimientos. Ha desvelado en
pocos años la realidad del carácter humano. Si hubiera existido en la época de
Hitler, éste habría quemado el mundo en tan solo
dos días… Y yo soy
un poco como un viejo tocón, siento nostalgia por las cosas auténticas, puras y
tangibles. El contacto, la vista, el gusto, el olor, el oído… ¿para qué sirven
sino para poder evaporarse y dispersarse de placer y de alegría cada vez que
estamos en presencia de algo que nos gusta? Todo es efímero en la vida, solo
persisten los recuerdos grabados para siempre en nuestra memoria gracias a esos
sentidos. Si no los usamos, se mueren y perdemos la única herramienta que nos
puede ayudar a entretener estos recuerdos que acaban por desaparecer.
-
Y a usted, ¿le ha afectado tanto todo esto?
- No te preocupes, todo eso lo superarás… Los libros
siguen siendo mis mejores compañeros. La escritura, el papel, la tinta que
fluye al ritmo de las palabras arrancando lo mejor de nosotros mismos… Nada
puede sustituir todo eso. Muy pocas cosas me pueden ofrecer el alivio y el
bienestar que siento cuando vierto sobre las
hojas las ideas que me ahogan. Para mí, nunca
habrá nada mejor que un libro que descansa sobre mi pecho.
-
El tiempo se me escapa en su presencia, y la razón también, pues todo lo que me está describiendo
usted me parece idéntico a lo que siento yo. Sin embargo, todo esto es
demasiado pesado para mí, es más de lo que yo nunca hubiera podido imaginar.
Necesito mucho tiempo para asimilar lo que me está sucediendo ahora…
-
¿En qué estás pensando concretamente…?
-
Estoy imaginando la tormenta que me espera ahora
en casa a causa de mi retraso. Tengo que despedirme de usted, pero no me
atrevo.
-
Si quieres, nos encontramos aquí mañana…
Ella abrió religiosamente su precioso
cuaderno y sacó una foto que me señaló:
-
Como señal de que voy a volver, le confío esta
foto… Es…
-
¡Es tu foto con tu amigo fallecido!
- Es la única que tengo. ¡Tiene usted que
devolvérmela! ¡Tiene que prometérmelo!
-
¡Te lo prometo!
Se
levantó y se alejó poco a poco dándose
la vuelta de vez en cuando como para asegurarse de que yo no era un espejismo.
Me puse de pie mirando la foto en la que la vida parecía abrazar a los dos
jóvenes que posaban en el centro. Al día siguiente, la foto estaba todavía
entre mis manos entre otras muchas más, dispersas sobre la cama, dispuestas con
el objetivo de refrescar mi memoria que revelaba señales de fatiga… de vejez…
María El Kannassi.
Rabat, junio-septiembre de 2016.
Actividad inspirada en “El otro” de J. L.
Borges.