Los escritores ciegos siempre me fascinado. Homero, primero, aunque
no logro distinguir de él lo que es leyenda y lo que es vida vivida, real.
Pero, sobre todo, me impresionó mucho el personaje de Abu Al Alaa Al Maarri
(973-1057) y todavía me impresiona. (¡Descubriría un poco más tarde a Borges,
pero se trata de una historia muy diferente!).
Quedémonos con Abu Al Alaa.
No voy a extenderme demasiado sobre su trayecto, su poesía y sus exigencias
consigo mismo, ni sobre cómo llegó hasta el
punto de escoger una vida de asceta, vegetariano, solitario, durante cerca de
medio siglo en su pequeño pueblo natal, Maarrat
Annou' man (en el territorio de Siria, actualmente).
Quiero, sobre todo, evocar un texto célebre que
Al Alaa escribió hacia el final de su vida y que tituló: La epístola del perdón. Los historiadores de la literatura y
las heridas de la literatura comparada se divirtieron en encontrar paralelismos
o coincidencias simples entre esta obra y la de otro gran nombre de la
literatura mundial, el italiano Alighieri Dante (1263-1321), La Divina Comedia, escrita algunas
décadas más tarde.
Ambos dueños imaginaron escenas del
mundo de la muerte con personajes de aquí abajo.
Dado que los libros me «comieron muy
temprano las células del cerebro», como me dijo mi madre un día, me divertí a menudo con un juego peligroso: imaginar mis propias vivencias entre gente como Al Maarri y Dante. Y espero, un día, tener la oportunidad de
vivir realmente una escena en el más allá, en condiciones muy particulares.
Para empezar, quiero narrar lo que
podría suceder o haber sucedido…
Era en los años noventa del pasado siglo, debía de tener poco menos de cincuenta
años. Me sentía ya bastante viejo, porque me daba a mí mismo no más de cuarenta
años de vida cuando tenía menos de veinte. Una mañana muy temprano –según los
valores del mundo de aquí abajo–, me deslicé lentamente sobre el filo de la
navaja de afeitar que separa la vida de la muerte. Pasados los primeros
instantes de resistencia y de pueril nostalgia, de repente me vi transportado a
un mundo mágico donde lo imposible no existe.
Las primeras impresiones fueron
fugaces, porque contrariamente a lo que pasa aquí abajo, allí nadie se preocupa
por los otros, el mundo, el planeta o una contingencia cualquiera y material. En
definitiva, ¡solo importa el alma!
Mi mirada quedó atrapada por una
sola cara en medio una muchedumbre numerosa vestida
de blanco. Yo llevaba mi propia cara, aquella en
la que pienso cuando tengo una razón cualquiera para estar contento conmigo
mismo. La misma cara que tuve – en la vida efectiva– entre la edad
de aproximadamente veinte y treinta años. Recuerdo muy bien esa cara, esos
cabellos largos siempre muy bien peinados. Era
la época cuando entretejía un gran amor con F., una esteticista con dedos de
oro. Ella había insistido en tratarme los
cabellos, peinarme y limpiarme la cara. Yo estaba
tan contento con el resultado que me apresuré a ir a un estudio de fotografía
de la ciudad donde vivía en aquella época y me hice hacer una serie de fotos en
blanco y negro que pegué a todos mis expedientes administrativos de aquel
período. También la usé en mi carné de identidad
oficial de la época, que encontré recientemente mientras arreglaba mis archivos
viejos y personales en un cartón usado que las polillas acabaron atacando.
¡Pero volvamos al más allá! Mi «yo»
de antaño me esperaba allí. Avanzó en mi
dirección con una aparente sonrisa en su cara
diáfana que emitía un ligero halo de luz hacia
todos lados. ¡Qué bello era!
– Entonces, ¿Estás asombrado? –me preguntó inmediatamente…
– ¡Un poco, a pesar de todo! Al fin y al cabo, estamos
en el paraíso ¿no?
– ¡Míralo! Tal como todos los que vienen aquí para morir… No puedes reflexionar sino es con una lógica binaria: ¡El paraíso
y el infierno! ¡El negro y el blanco! ¡Sin ningún matiz a medio camino!
– ¿Por qué? ¿No irás a decirme que todo aquello sobre el castigo y la
recompensa son cuestiones infundadas…?
– Todo lo que puedo decirte es que debes cambiar de «software», como tú dices
allá… El mundo que tú llamas «más allá»
está justamente más allá de esas lógicas
simplistas de abajo. Aquí todo está visto y hecho con matices, porque
justamente estamos en lo absoluto, en la eternidad. Así que podemos distinguir toda una paleta de sentimientos, de sentidos, de
estados del alma mucho más rica y más diversificada que esas pobres dualidades de la vida terrestre.
Sentí un remolino de ideas contradictorias en mi cabeza. Me veía allí,
apreciando aquel lenguaje sobre la eternidad, lo absoluto, yo que siempre había
preconizado la relatividad en toda cosa que me sobrepasara. Tenía la rara sensación
de flotar un poco. No sentía completamente mi cuerpo, mis miembros.
Mi yo del «más allá» esbozaba una
sonrisa tierna, pero condescendiente, como si pudiera leer en mi mente:
– No cargues con esas cuestiones del físico. Estamos en un mundo de
abstracción. Lo que ves es justo lo que sientes. Eso es lo más duro al
principio…
– ¿El principio de qué? –le interrumpí.
– El principio de tu prueba. La muerte, o más exactamente las muertes por las
cuales el individuo pasa durante su aventura terrestre, desde su nacimiento
hasta la extinción de su aliento, son, en realidad, intrusiones sucesivas y más
o menos efímeras en el más allá. Pero la muerte ni siquiera es simplemente
física, sino que es también la suma de las renuncias, las rupturas, las
frustraciones, las desestimaciones y los abandonos que son tantos como
ladrillos puedan caer de nuestro originario edificio…
– No logro seguir tu discurso... Y
tú, ¿quién eres? ¿Un «yo» de un momento particular?
– No completamente… Soy tu «yo» ideal.
Aquel que soñaste y que representa el punto más alto y más noble en la curva de
la vida efectiva y virtual que corresponde a lo que tú eres y lo que no eres bajo tu propia influencia…
– Y ahora, ¿qué voy a hacer yo?
– Eso no es importante. Creo que serás
devuelto a la Tierra por un momento... Y allá serás otro… Y la próxima vez que
vuelvas aquí, habrás perdido un poco más tus certezas.
(… Seguirá.)
Ali Tizilkad
Rabat, junio de 2016.
Actividad inspirada en “El otro” de J. L. Borges.