Me acuerdo…
Me acuerdo… Visito el cementerio que acopia
mis recuerdos, veo los vestigios esparcidos de mi vida y me acuerdo de todo lo
que no tengo que acordarme, todas las brumas que hubo en un momento u otro y
oscurecieron mi cielo, todos los momentos difíciles, tristes y trágicos, que me
han sucedido durante mi insignificante recorrido.
Me acuerdo de mi desmoronamiento cuando mis
padres me despojaron de mi primer perro, mi mejor amigo. Me acuerdo de su largo
pelo de color ébano en el que enterraba mi rostro para que nuestras almas se
unieran, o solo para llorar cuando mis sentimientos de niña me hacían tropezar
una y otra vez en el camino incierto de la vida. Yo adoraba su fidelidad y su
afecto.
Me acuerdo de su pérdida y de otras que
vinieron después y que han dejado para
siempre una llama viva en mi corazón.
Me acuerdo de todos los animales, uno a
uno, que han compartido mi vida… No puedo decir lo mismo de las personas.
Me acuerdo del día en que mi madre se fue
para dar luz a mi hermano. A él lo odie por
habérmela robado. Cuando mi madre volvió a casa, a causa de los llantos del bebé,
ni siquiera pude hablar con ella para decirle que la había echado de menos.
Me acuerdo de mi herida y de mis lágrimas cuando me caí en el jardín
mientras corría. Para consolarme, mi madre me abrazó y me dijo que cuando fuera
más mayor, olvidaría ese accidente. Y he
olvidado todas las caídas que he sufrido durante mi vida, salvo esa…
Me acuerdo de las circunstancias en las que
la mano de mi madre se convirtió en arma de verdugo en vez de mano cariñosa… y
apaciguadora.
Me acuerdo de cuando
degollaron los conejos con los que compartía mis secretos y mis juegos, para
preparar un plato suculento (según ellos)… Después de dos días de huelga de
hambre y de llantos interminables, nunca he probado un plato de conejo.
Me acuerdo del día en que, volviendo a
casa, descubrí que habían cortado mi árbol preferido (era un albaricoquero). Hasta
entonces, yo jugaba debajo de su sombra, comía sus dulces y sabrosos frutos
cuyo sabor se aferra todavía a mi lengua. Luego, pasé años considerándolo un
discapacitado y seguí jugando al corro alrededor de su tocón para acompañarlo
en su soledad.
Me acuerdo del rechazo de mis padres ante
la idea de que yo practicara atletismo, a pesar de todas mis capacidades.
Tomaron las riendas de mi destino como si yo fuera una marioneta. Siempre me
preguntaré con añoranza: «¿Y si lo hubiera hecho…?». Me acuerdo de la alegría
que sentía cada vez que corría, me sentía volar, me creía sobrenatural,
superior. Me encantaba correr…
Me acuerdo de todas las veces en las que mi
cuerpo recibió los castigos injustificados de mi padre. Con el paso
del tiempo, mi cuerpo siguió resistiendo como resistiría un peñasco al desgaste de las
intemperies.
Me acuerdo de mis primeros celos y del
fuego que encendieron en mí. No me gustaría volver a sentirlos de nuevo. La huella y la cicatriz que me dejaron siguen siendo
profundos, más profundos que las hoces
abiertas por el agua en las montañas.
Me acuerdo del día en que me había
ausentado del curso de anatomía para no ver los miembros del cadáver que
teníamos que estudiar aquel día. No me apasionaban aquel tipo de aventuras.
¡Ay! Me acuerdo de que no tengo que dejarme
engullir por estos asombrosos recuerdos. Al contrario, tengo que dejar florecer
otros más agradables para curar mis heridas e
iluminar mi vida.
Me acuerdo de mis juegos en el jardín de
nuestra casa con su enorme pérgola para la vid
debajo de la cual nos escondíamos durante los calurosos días del verano.
Me acuerdo de los interminables viajes que
hacía frecuentemente con mi familia. Mi padre al volante y mi madre estresada,
asustad, por su manera de conducir, comentando siempre que él era un irresponsable. Él contestaba con una mueca irónica, nos hacía testigos de la
escena y nosotros gritábamos: ¡rápido, papá, más rápido!
Me acuerdo de las estupendas alfombras
rojas, malvas, naranjas y amarillas tejidas por las flores de primavera que
vestían las praderas extendidas en el horizonte. Mi padre paraba el coche cada
vez que veía un campo y nos mostraba la planta cultivada y sus características.
Así fue cómo la naturaleza se apoderó de mí.
Me acuerdo de las vacaciones que pasábamos
en nuestra granja en la montaña. Me acuerdo de que yo siempre estaba enganchada
al cuello de una de las monturas, fuera de caballo o burro. Imaginaba que era
un vaquero sobre su petulante cimarrón
recorriendo las anchurosas estepas.
Me acuerdo de la tortuga que yo intenté
ahorcar porque me había mordido… No lograba sacar su cabeza para ponerle la
cuerda al cuello… Seguro que se burlaba de mí en aquel momento… Me habría
arrepentido seguramente si hubiera logrado hacerlo.
Me acuerdo de mi abuela materna cuando me
peinaba mi largo cabello embadurnándolo de aceite de oliva cuyo olor inundaba
la habitación. Después, me hacía una perfecta trenza y me daba un dírham con el
que compraba muchos chicles y también un poco de pipas y de cacahuetes… Un
dírham tenía tanto valor en aquella época…
Me acuerdo cuando me
enseñaba con mucha paciencia, a hacer
el pan. Yo debía amasar la masa hasta que esta “cantara” y se volviera ligera
gracias a las burbujas que estaban presas dentro. Cada vez que tengo una masa
entre las manos, veo reaparecer su apacible rostro a través del espeso velo de
mis recuerdos.
Me acuerdo de que ella,
mi abuela, siempre decía que todos los hombres de nuestra época no eran
nada más que unos caracoles, que no tenían ni la fuerza ni el valor de los de
su época… Con más de cien años de vida tenía
derecho a afirmar cosas parecidas.
Me acuerdo de su fallecimiento, de los
latidos de su corazón que se silenciaron poco a poco bajo mi mano. Su cuerpo
inerte, su rostro lívido y agotado, su mano rígida, por fin descansaban tras
una lucha que parecía interminable.
Me acuerdo del profesor de árabe que tuve
en el colegio y que me hizo descubrir la bella poesía árabe, su historia, su
significación y su evolución en las diferentes civilizaciones árabes antes y
después del islam. Para mí, nunca las palabras
habían llevado tanta belleza y tanta profundidad. Gracias a él, me enamoré de
la poesía y mi tímido corazón descubrió la llave de un fantástico mundo que le
hacía latir más que cualquier otra cosa.
Me acuerdo de la primera gruta en la que
pasé muchas horas. Nunca había sido tan consciente de la grandeza de Dios hasta
que vi la maravilla que se escondía bajo nuestros pies. Nunca me había sentido
tan pequeña y tan insignificante hasta que descubrí los profundos secretos de aquella belleza.
Me acuerdo de mis llantos, cuando el primer
pastel que había preparado se me cayó al sacarlo del horno…. Muchos de los
pasteles que preparé después me hicieron olvidar mi pena.
Me acuerdo de mi primer amor, de mi primer
beso, de la primera declaración amorosa que me fue murmurada al oído. ¿Por qué
esas sensaciones desaparecen con el tiempo? Nunca un «te amo» tiene el mismo
impacto que el primero.
Me acuerdo de mi boda. Me dolía mucho la
cabeza. Me dolía tanto que tenía ganas de huir de esa sala en la que gente
mezclada bailaba y cantaba. A pesar de toda la aparente alegría, reinaba una
pesada nube de hipocresía, como en todas las bodas. Un carnaval sin máscaras… El ser humano sabe ocultar su realidad sin
disfrazarse.
Me acuerdo del primer grito de mi hijo. Me
hizo olvidar mi dolor y mi sufrimiento. Conocí la felicidad de ser madre, de
ser la protagonista de un milagro.
Me acuerdo de sus pies y de sus minúsculas
manos, que yo tanto adoraba. Pasaba mucho tiempo tomándoles fotos. El enorme
contraste con los míos me impresionaba.
Me acuerdo de los momentos en los que le
daba el pecho a mi hijo; eran entonces mis momentos preferidos. Me sentía
apaciguada porque, cada vez, aquello permitía que nos
uniéramos, convertirlo a él en parte de mí.
Me acuerdo del parto de mi perra, otro milagro
al cual asistí con alegría, aprovechando la enorme confianza de aquel ser vivo
que me cedía lo más precioso que tenía. Su mirada buscaba la mía, ponía su
cabeza sobre mi brazo abandonándose totalmente a mí. He de reconocer que nunca
un ser humano me había demostrado hasta entonces tanto amor y tanta devoción.
Me acuerdo de que todos los recuerdos tejen
la preciosa tela de mi vida, tejen mi debilidad y mi fuerza, hacen lo que yo
soy ahora.
María El Kannassi
Rabat, junio-septiembre de 2016.
Actividad basada en
el recurso «Me acuerdo de…» de Joe Brainard.