Andaba cansado y un poco desorientado.
Tenía la sensación de que había pasado mil veces por el mismo punto. Todo me
parecía igual. Las calles, las viejas casas amontonadas y encajadas unas con
otras se asemejaban a un juego matemático. Todo era caótico pero a la vez
maravilloso. Tenía la sensación de que había retrocedido siglos y que me
encontraba en plena Edad Media. El bullicio, las risas, las voces y la
algarabía impregnaban la atmósfera dándole un aire más desconcertante a todo lo
que me rodeaba. La gente, vestida de mil maneras y colores transitaba por las
más estrechas callejuelas dando la sensación de estar inmersa en un laberinto
del que jamás había podido salir. Me encontraba cansado y quería irme, salir de
allí, pero a medida que buscaba la salida más me adentraba en sus entrañas. Era
un remolino que había empezado a tragarme.
De vez en cuando, veía un burro por las
angostas y laberínticas calles transportando comida, madera… o cualquier otra
carga que, sin duda, se esperaba en alguna de aquellas casas tan herméticas por
fuera como como abiertas por dentro, donde el único contacto con el exterior
eran las pequeñas ventanas protegidas por la celosía cuyo objetivo era filtrar
el aire, los aromas o el ruido pero no el mundo exterior. Ver sin ser visto.
Imaginar un mundo real del que posiblemente se verían privado la mayoría de las
mujeres cuando esas casas fueron construidas para edificar un mundo imaginario
ajeno a cualquier mirada indiscreta.
Acababa de visitar parte de la mezquita
El-Qaraouiyyn y me dispuse a andar sin rumbo fijo en busca de una salida. No sabría
calcular cuánto tiempo anduve, si mucho o poco, cuando vi a lo lejos, una
pequeña construcción. Tendría unos tres metros cuadrados y estaba encalada de
blanco, al estilo de las casas típicas andaluzas. Más tarde supe que se llamaba musalla, un oratorio al aire libre y localizado junto a los
sepulcros de hombres venerables conocidos por su sabiduría o su buen hacer.
Esta ermita era conocida como “la tumba del santo Sidi Bel Kasem”. Cuando
llegué a su altura comencé a merodear alrededor de ella como buscando algo. De
repente, me tropecé con un viejo hombre de esos a quienes las arrugas y la piel
encurtida no dejan pasar los años. Estaba hablando con un grupo de niños,
cuatro o, a lo sumo, cinco. Me acerqué sigilosamente a él y empecé a escuchar.
… eran
las tres de la tarde del dos de enero de 1492 cuando Abu Abdallah Muhammad ben
Ali salía de la Alhambra. Conocido más popularmente entre sus súbditos con el
sobrenombre de “Al-Zugabi” o el desdichado, en ese momento su desdicha se hacía
más patente ya que acababa de entregar las llaves del último reino musulmán. Granada
era cristiana frente a todos los esfuerzos y batallas.
Boabdil,
como lo conocían los cristianos, encabezaba una comitiva en la que le
acompañaban su madre, la sultana Aixa y Morayma, su mujer. Siguiendo al séquito,
iban algunos familiares y fieles servidores hacia el exilio en las Alpujarras. Era un frío día de invierno en
donde las temperaturas acompañaban al estado de ánimo de los que salían de
Granada. Unas nubes plomizas cubrían el cielo dando la sensación de que se iban
a desplomar de un momento a otro aunque poco importaba a Boabdil, puesto que la
vergüenza que arrastraba era todavía más pesada. Una procesión de antorchas
salía y otra entraba por las puertas de la Alhambra. En ese momento, el séquito
pasó por la puerta de la Justicia, la que daba un acceso más rápido a las
calles del Albaicín y la que permitía una pronta salida de Granada. No pudo
evitar Boabdil una sonrisa sarcástica al pasar por esta puerta, era como si la
Alhambra se burlara de su desdicha, la de no haber sabido defender y proteger a
su pueblo y abandonar lo que les había pertenecido durante siglos. La media
luna salía para dejar paso a la cruz. Ya no se volvería a escuchar el canto del
muecín llamando a alabar a Alá, sino que se rezaría al Dios de los infieles.
Este
fue el final de una larga contienda, de pactos y traiciones que terminó unos
días antes con la firma de los tratados entre los reyes cristianos y Boabdil y
en donde se puso punto final a la larga guerra ya que Granada llevaba años
sufriendo el asedio de las tropas de Isabel y Fernando. No tuvo otra elección
pues, abandonado por sus aliados, se vio obligado a elegir entre la rendición o
la muerte. El hambre, el frío, los consejos de sus hombres de confianza y la
gran sequía a la que estaba sometida la Alhambra, hicieron que firmara y se
sometiera a la voluntad de los infieles.
El
dos de enero fue la fecha prevista para la partida. Esa mañana Boabdil deambuló
por todos los palacios y estancias. Apenas tenía fuerzas para abrir los ojos y
verlos por última vez. No quería o no podía ver su derrota. Debido al asedio,
el suministro de agua se había visto mermado por lo que estanques, acequias y
fuentes estaban casi secos, no había agua en el paraíso terrenal. La Alhambra
moría de sed. Hacía dos primaveras que el aroma de las flores no inundaban sus
estancias. Recordó los primeros años con Morayma y cómo la sorprendía al
llevarla a ver una nueva flor que había nacido y cuya planta provenía de los
más recónditos y exóticos rincones, o como él se la colocaba en el pelo
resaltando aún más su belleza y sus grandes ojos negros, profundos, llenos de
vitalidad y alegría que tanto le cautivaban. Todo ello ahora era pura ilusión.
Aquella vida, su vida y la de todos sus seres queridos se había esfumado como los
mejores sueños al llegar el alba y cantar el gallo.
Pasó
por el patio de los Arrayanes en donde se vio reflejado en la poca agua que aún
conservaba la alberca hasta que llegó al salón de los Embajadores, la obra
maestra del palacio y se sentó en el trono por última vez. Allí, el lugar del
centro del poder, el lugar donde tantos destinos y decisiones se habían tomado,
allí, sentado, lloró por su desgracia y la de todos sus antepasados,
maldiciendo el momento en que su madre traicionó a su padre, haciendo de él un
rey a su antojo y capricho, maldijo a Isabel y Fernando y se maldijo a sí
mismo. Miró hacia arriba y bajo las estrellas que adornaban el techo formado
los siete cielos del paraíso, rezó a Alá por última vez en la Alhambra. Sintió
cómo su cuerpo se desvanecía, ya no tenía fuerzas para continuar. No podía más.
Habían sido años de luchas y esfuerzos, años en los que se había visto privado
de sus hijos, sometido a la ira de su madre y a la voluntad de los reyes
cristianos. Solo deseaba una cosa con toda su alma, que su pueblo, al que había
traicionado, lo perdonara.
El
séquito salió de la Alhambra y recorrió las calles del Albaicín para dejar
Granada a sus espaldas. Boabdil montado en su palafrén blanco el cual iba
cubierto por un caparazón de terciopelo verde bordado en oro iba con la cabeza
baja y la vista clavada en el suelo. Avanzaban poco a poco y muy lentamente. El
silencio y los ánimos hacían que todo se asemejara a una comitiva fúnebre, en
donde el difunto no era uno, sino todos. El sultán no pudo o no quiso levantar
la cabeza del suelo durante todo el trayecto y solo cuando estaba en la última
colina, sobre la que se podía divisar la Alhambra, se detuvo para contemplarla
por última vez. Miró hacia la Sabika y allí estaba, iluminada con las antorchas
de sus nuevos moradores que ya montaban guardia y se disponían a defenderla de
sus legítimos dueños. A sus espaldas podía verse un fondo blando, el de la
nieve que había caído días atrás y que contrastaba aún más con el color rojo.
Boabdil no pudo evitar un esbozo de sonrisa viendo a la Alhambra haciendo honor
a su nombre. Un gran suspiro se apoderó del desdichado sultán y mirando a su
madre le dijo:
- ¡Que Alá en su misericordia y sabiduría me
perdone!
- ¿No
es mejor ser sultán de un reino convulso que esclavo de los infieles? -le
replicó su madre quitándose el velo de la cara y mirándolo fijamente.
- No
he podido hacer otra cosa –dijo “Al-Zugabi” dirigiendo su mirada hacia el
suelo.
- Pues
entonces –sentenció Aixa- no llores como mujer lo que no supiste defender como
un hombre.
Tras
esa sentencia Boabdil rompió a llorar en silencio y, tal fue su llanto que,
según cuenta la leyenda, en ese mismo momento la tierra se abrió y brotó de sus
entrañas una acequia de agua cristalina que se dirigió hacia la Alhambra para
llenar sus estanques y fuentes que, a su vez, permitirían regar todas las
flores que poblaban los palacios. De este modo, el alma de Boabdil quedó unida
a la Alhambra para siempre, pues cada gota de agua que encontramos allí es una
lágrima suya ante tal pérdida y cada nueva flor un poema escrito por el propio
sultán. Cuenta la leyenda también que, cada noche de luna llena, en las aguas
de los estanques y fuentes se ven los rostros de Boabdil y Morayma contemplando
la Alhambra y reviviendo su amor, que el destino se empeñó en no prolongar
demasiado.
El viejo hombre terminó su historia y
los chiquillos salieron despavoridos por la puerta más cercana que, ironía del
destino, antiguamente se llamaba puerta de la Justicia. Cuando el anciano me lo
dijo pensé que el destino, a veces, se ríe de nosotros. Boabdil murió al salir
de Granada por la puerta de la Justicia y aquí se encuentra enterrado
precisamente a escasos metros de otra puerta de la Justicia. En ese momento
deseé que, allá donde esté, haya tenido un juicio justo.
Aquel hombre también me dijo que en esa musalla era donde estaba enterrado el sultán y que él mismo era un
descendiente suyo. Le gustaba sentarse allí para hacerle compañía. Por eso,
cada vez que alguien se lo pedía, contaba su historia para que no cayera en
olvido y para limpiar su honor, ya que si tuvo que vivir toda su vida con el
nombre de “Al-Zugabi” no fue porque en realidad lo fuese, sino por las
circunstancias que le tocó vivir.
Le di una pequeña propina que el hombre
solo aceptó tras yo insistir varias veces y comencé de nuevo a deambular por
las angostas y estrechas calles, no sin antes hacerme la promesa de visitar la
Alhambra y los lugares en los que estuvo Boabdil para ofrecerle mi pequeño y
reconocido homenaje pues su historia me había emocionado.
A mi vuelta, el primer sitio que visité
fue el último desde donde el sultán vio la Alhambra. El espectáculo era
asombroso. Allí, sobre la colina de la Sabika, se encontraba tan majestuosa e
imponente como nunca antes la había visto. Bajé la vista al suelo, pues los
rayos del sol me deslumbraban, y al hacerlo quedé impresionado y mi corazón
casi se paralizó... A mis pies vi un orificio en la tierra y el vestigio de lo
que podría haber sido un cauce de agua.
Anastasio
García.
Pozo
Alcón-Rabat, diciembre del 2015
Actividad basada en la rescritura de una
leyenda de un famoso personaje hispanomusulmán.
Enhorabuena por la encrucijada de espacios que, tras el correr del tiempo, se le desvela al protagonista.
ResponderEliminarEmpieces para una descripción muy fina de las casas y ventanas pequeñas, de tal manera que nos da una idea de la manera de vivir en esa época : el respeto y la consideración envés la mujer de tal manera que nunca podría la verla sino su marido y su familia.
ResponderEliminarY después la descripción y la narración de un momento tan triste, tan delicado que es el fracaso y el sufrimiento en el momento de la renuncia del poder, son muy bien elaborado.
Bravo amigo
Bahia
Anastasio
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con Ester: conseguiste bien esta mezcla de los espacios y también de los tiempos a través del viejo. Me gustará que me muestres sobre la famosa colina de la Sabika, el orificio en la tierra donde había brotado el flujo de lágrimas.
Encuentro que tu leyenda es muy bien hecha
Enhorabuena amigo.
Abdellah
Anastasio,
ResponderEliminar¡Estupendo recorrido del narrador antes de su encuentro con el viejo! Reserva al lector la sorpresa de un magnífico texto de la mano del escritor viajero que eres.
(Además señalas abajo que lo escribiste en Marruecos y en España)
Me encanta como se hace el viaje narrativo entre los dos tiempos: él del viejo que cuenta la historia, fiel guardia de la tumba de su antepasado y él del desgraciado último rey Boabdil, y también entre los dos espacios: Fez y Granada.
¡Felicidades por “LAS LÁGRIMAS DEL SULTÁN”, una leyenda muy bien lograda!
Rkia