
Tenía quince años, estaba recién operada de apendicitis y me estaba “absolutamente prohibido”, so riesgo de muerte, comer o beber nada hasta el tercer día del postoperatorio. Llevaba ya dos días de suplicio, pues me encantaba y me encanta comer… Y ¿qué vieron mis ojos en la mesita de noche al despertar de la siesta? ¡Dos tomates como dos soles de verano a punto de ponerse. Pensé que seguía dormida. ¡Tanta era mi hambre! Mi boca empezó a segregar saliva, mis tripas a dar palmas y se entabló una feroz lucha en mi interior. Mi estómago me empujaba diciéndome: “¡Salta de la cama y saborea esas dos maravillas!”, al tiempo que mi cabeza me sujetaba diciéndome: “¡Cuidado, que te mueres!”. Pero ¿qué hacían allí aquellas dos tentaciones? En esa lucha estaba, cuando oí que se abría la puerta del baño y, de repente, salió una mujer vestida de oscuro, cuchillo en mano, dispuesta a embestir aquellas dos maravillas. Yo me hice la dormida. Ella a continuación se sentó delante de los dos tomates y, ¡por Dios!, puedo decir que jamás había yo visto tanta ceremonia... Extendió un paño bajo el plato, puso en este los tomates y con la precisión de un cirujano, ¡zas¡, los dividió por la mitad. Allí estaban partidos, sangrando y, seguramente, fresquitos. ¡Dios Santo! Nunca había deseado con tantas ganas unos tomates. Sería lo primero que comería de vuelta a casa. ¡Me comería un platazo! Mis tripas lanzaban gritos; tragaba y tragaba saliva. ¡Cómo le ponía el aceite! ¡Con qué cuidado añadía la sal! Y para terminar (¡no faltaba más!), una pizca de pimentón verato. Aquello era un insulto, una venganza. Yo no aguantaba más. Me debatía entre empujarla y zamparme los tomates, insultarla por “glotona” o tirarle de los pelos. En esas, la voz de mi compañera de habitación, también recién operada, sonó queda pero enfadada:
- Pero, mamá ¿qué haces?
- Tomándome estos tomatitos tan sabrosos, hija- dijo con voz de inocente pillada en un pecadillo.
Me di la media vuelta y, muerta de rabia y de hambre, continué haciéndome la dormida.
Maribel Andrade
Rabat, 8 de noviembre de 2011
Cuento a partir de la lectura de “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel.
Original historia, aunque suele pasar, siempre deseamos los prohibido, pero me ha gustado mucho. Anastasio
ResponderEliminarHola Maribel:
ResponderEliminar¡Qué bien describes los tomates en tu historia! Se me ha hecho la boca agua. Estoy deseando ahora mismo comerme unos buenos tomates,
Mónica
¡Qué rica descripción, Maribel!
ResponderEliminarMe encanta mucho tu cuento.
¡Enhorabuena!
Rkia
Exquisito derroche culinario. Excelentes víctimas para la inmolación de la hora del aperitivo. Ese que nunca llega a saciarte del todo, puesto que su cometido es la de abrirte - ¡aún más!- la glotona hambruna de tus apetitos. La autora, además de escribir con arte, denota profundos conocimiento sobre el placer de la gula. ¡Vaya hedonista! Leyéndola, se me arrimaron miles de tentaciones. Felicidades.
ResponderEliminarqué lindo cuentito! tan chiquito y con tanto arte! diciendo tan poco y a la vez mucho... Te deja pensando: en los tomates y en uno mismo y sus gulas propias (las de antaño, las de ahora y las que no dejarán de venir!).
ResponderEliminarFelicidades!