
Antes de jubilarme, aprendí por mi trabajo de investigación científica a trasladarme en avión cada trimestre a París, desde donde escapaba a menudo en dirección a una capital europea, a veces por un congreso y a veces simplemente para disfrutar de un fin de semana personal.
Actualmente conservo esta costumbre de manera rigurosa, como actividad de apertura al mundo y de libertad y como una necesidad imperiosa para mi equilibrio interior. En la tercera edad, está claro que es demasiado fácil caer en la rutina cotidiana que, bastante temprano, prepara la cama de la vejez cerebral. Pero, por otra parte, se ha constatado en medicina que el hombre puede luchar contra ello alternando constantemente actividades físicas, intelectuales y manuales, sin olvidar el contacto con el prójimo. En efecto, la decrepitud es (¡todavía!) ineluctable a pesar del progreso de la longevidad, pero cada uno debe frenar el plazo de esta degradación cuidando su propia salud física y mental. Sobre esta base, mi filosofía más personal es buscar y encontrar la serenidad para desgranar el rosario de la vida sin conocer su ¿extensión? y creo que este objetivo humano es accesible a todos a condición de permanecer de acuerdo con uno mismo.
Así que, para romper el aburrimiento de las tareas inevitables y poco agraciadas, me encanta viajar, aunque el avión me dé todavía mucho miedo. Limitada solamente por el costo, elijo países lejanos y desconocidos y siempre diferentes, porque me gusta descubrir los paisajes exóticos, la urbanización de las ciudades, el patrimonio histórico, los museos y otros templos de arte, otra gente y sus costumbres, etc. Por todo ello, yo estoy siempre dispuesta a superar la angustia de volar horas y horas en un espacio cerrado y a alturas que sobrepasan las nubes. Durante el vuelo, intento engañar a mi casi fobia con varias ocupaciones, como lecturas o sopa de letras o crucigramas, pero no puedo dormir ni echar una mirada a través de la ventanilla. Si la meteorología llega a ser desfavorable, me quedo completamente aterrorizada y mi razón no cesa de funcionar cuando veo a otros pasajeros echarse a reír o sonreír como si no pasara nada. El paroxismo se alcanza cuando el avión inicia el aterrizaje, con todos los reactores zumbando. Entonces cierro los ojos y me quedo congelada en mi sitio hasta que tiene lugar la inmovilización total del aparato. Después, todavía mareada, me preparo a marcharme con las orejas congestionadas y tambaleándome un poco. Para no tropezar al bajar las escaleras, debo aguantarme a la barandilla con una mano y con la otra llevar mi equipaje de cabina mientras la gente, que se abre paso a empujones, añade más discordancia entre mis pies a cada peldaño. Una vez que toco el suelo olvido mi estrés y, respirando con avidez, me abandono a un inmenso alivio. Luego, toda mi fatiga se esfuma y cedo lugar a la curiosidad y a la felicidad tan esperadas de aventuras tranquilas y vacaciones estimulantes.
En cuanto al viaje de vuelta a casa, es evidente que mi estado físico es el mismo, pero no bajo las escaleras del avión con la misma actitud emocional. Mi descenso es un poco más seguro, mis ojos se hallan más concentrados en los peldaños y no buscan novedades alrededor. Psicológicamente, en esos momentos, yo llevo acumulada mucha energía, como si estuviera dopada por el descanso de sueños dorados. El milagro es que vuelvo muy decidida a reencontrar con prisa mi ámbito familiar y me muestro menos atenta a los defectos e insuficiencias de desarrollo que no paro de denunciar cotidianamente en mi país. Pero yo sé con certeza y sin pudor que la tregua durará aproximadamente un semestre y que la falta de otros horizontes se dejarán sentir hasta el próximo vuelo... ¡Hasta que termine mi rosario!
Najate Zizi.
Rabat, mayo de 2012.
Historia inspirada en las “Instrucciones para subir una escalera” de Julio Cortázar.
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