En una rama de esos transparentes me gustaba pasar esas largas horas de la siesta, cuando mi abuela y su hermana dormían y la asistenta ya había finalizado de limpiar la cocina y se tomaba un descanso. Por ese entonces yo tenía siete u ocho años y una agilidad muy grande para subir a lo alto del transparente, a mi rama preferida, la que soportaba bien mi peso de niña delgadita. Desde esa rama yo conducía un coche e iba a pasear y llevaba a mis primos y amigos o, bien, conducía un autobús y transportaba a mucha gente desconocida.
A veces conducía un avión. Esto era lo que más me gustaba, pues me permitía ir más lejos, a lugares de los que había oído hablar a mi familia o a sitios que me habían enseñado en los mapas del colegio.
Algunos días me iba a Perú y a Chile, de los cuales hablaba mucho mi abuela, pues el último viaje que había hecho con mi abuelo había sido a esos países.
Por ahí, bajaba del avión y volvía a la rama que se transformaba en tren cremallera para subir por la cordillera de los Andes.
Un día incluso quise conducir un cohete espacial. Esto ya implicaba más emoción y era más desconocido. ¿Y los platos voladores? ¿Y si me encontraba uno en medio del espacio?
Una tarde pesada, de intenso calor, luego de muchos juegos en el mar esa mañana, decidí que tenía que ir más lejos aún en mi nave espacial. Después de recorrer un largo trayecto, de cruzar la luna y de andar entre las estrellas, otra nave espacial me interceptó. De repente, me da mucho miedo. Más lejos varias naves aparecen muy cerca de la mía y mi miedo crece de una manera incontrolable. Unos seres desconocidos se posan sobre mi nave con una especie de paracaídas. Grito muy fuerte pidiendo socorro…
Al lado de la hamaca paraguaya donde me encontraba aún gritando estaba mi abuela, consolándome y preguntándome qué me pasaba. Yo solo atinaba a señalarle la rama del transparente.
Ana Borges.
Pinares, Uruguay, 16 de mayo de 2010.
(Ejercicio basado en el tema de “Con los ojos cerrados” de Reinaldo Arenas)
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