Mi abuela tenía más de cien años, según afirmaba ella durante sus momentos de lucidez y como confirmaban mi madre y mi tío. Cuando no dormía acurrucada, boca abierta y emitiendo pequeños ronquidos, le gustaba hablar de sus recuerdos mientras se calentaba los pies y las manos frente al fuego de la hoguera. Le gustaba sobre todo comer carne aunque no le quedaba ni un solo diente. Cada vez que yo iba al zoco semanal, situado a unos doce kilómetros del pueblo, le preguntaba si necesitaba algo y su respuesta siempre era la misma: que no olvidara comprarle un poco de carne roja lo más blanda posible. Por la noche, al regresar del mercado, yo le preparaba brochetas de carne asada en la hoguera y luego la observaba. Ella masticaba con gran placer aquella carne, sin dejar de contar sus varias historias de su juventud, lo que mi difunto abuelo le ofrecía los días del mercado semanal o cuando volvía de uno de sus viajes. Y de vez en cuando, en medio de lo que contaba, interrumpía su relato y me aseguraba:
-Te quiero mucho, Moha. De todos mis nietos, tú eres mi preferido.
-Yo también te quiero, abuela.
-Pero yo más que tú. Si un día tuvieras que morirte, le diría a la Muerte que me llevara en tu lugar para que tú siguieras con vida. Yo he tenido aquí ya mi tiempo y sólo me queda la boca para hablar y comer. Tú, por el contrario, querido nieto, eres todavía joven, estás lleno de energía y tienes toda la vida por adelante.
Jamás dudé del amor de mi abuela, pero llegar a morir en mi lugar, desearme la protección de Dios con su rosario en las manos, era, según ella, lo mejor que podía ofrecerme. De tal modo, esta misma escena, hasta en sus más pequeños detalles, se repetía tanto de día como de noche, cada vez que yo iba a hablar con ella, a preguntarle por sus dolores e insomnios o a llevarle alguna compra.
Una noche, pensé poner a prueba la intensidad de aquel amor, no para burlarme de la anciana, sino para reírnos un poco y gastarle una broma a mi querida abuela. Además, en aquel pueblo aislado, no teníamos televisión, ni siquiera electricidad y, a aquellas alturas durante el invierno, las noches eran frías y larguísimas, por lo que toda la familia, mientras nos calentábamos con un té o cenábamos, también nos contábamos cuentos, bromas y, evidentemente, nuestros particulares sucesos del día o los de nuestros vecinos. Aquella noche, todos en la casa, excepto mi abuela, eran mis cómplices. Sabían lo que yo preparaba, aunque no les había explicado cómo lo iba a hacer.
Aquel día, cuando volví del pasto con mi rebaño, pasé una gran parte del atardecer quitándole las plumas a una gallina de color oscuro, mezcla entre rojo y negro. Al final, el aspecto del ave cambió totalmente, dado que sólo le había dejado las plumas de la cabeza y las de la cola, tal como si le hubieran afeitado el cuerpo. Le puse un bozal para impedir cualquier sonido sospechoso, le até las patas y la escondí en una cesta, en un rincón oscuro de la gran sala en donde todos nos reuníamos tanto de día como de noche y en la que estaba también la cama de la abuela. Ella aseguraba que no le molestaba el ir y venir de la familia por la sala, sino todo lo contrario, ya que allí se aburría menos y podía disfrutar del calor de la hoguera. Aquella noche, durante la cena, una sopa local a base de cebada y nabos, cada uno describió su día mientras iba bebiendo directamente del contenido de su tazón, tal y como era costumbre. Yo entonces me alejé de la hoguera discretamente. De repente grité:
-¡Abuela, la Muerte se dirige hacia ti!
-¡Cuidado, abuela! -dijeron los demás para dar mayor peso a mis palabras.
La abuela buscó con su vista ya deficiente entre el juego de llamas y sombras e intentó localizar el peligro que provocaba tanto miedo y alboroto de pequeños y mayores. Vio entonces la cosa espantosa que se detenía a poca distancia de ella y pensó que seguramente era la Muerte. Entonces ella misma empezó a gritar con una voz aguda alterada por el temor, empujó a la cosa con su palo y vociferó:
-¡No te acerques! ¡Vete con Moha! ¡Él es más joven y más interesante que mi cuerpo huesudo y de piel arrugada! ¡Vete con él, vete! ¡Aléjate de mí!
-Pero, abuela, ¿has olvidado todo lo que me decías? -le inquirí yo.
El ave iba en todas las direcciones y todo el mundo le ordenaba que se alejara de sí añadiendo siempre que todavía no quería morirse. Al final, la anciana, al oír como todos se reían de sus palabras y las repetían, se dio cuenta de que se trataba de una broma. Hubo una dispersión general y ya nadie quedó al alcance de los palos de ciego que empezó a dar por todos lados mientras expresaba su enfado por haber sido engañada por “estos jóvenes que no respetan a nadie”. Y sentenció que ella había vencido en su existencia más peligros que todos nosotros juntos y que, en modo alguno, temía la muerte.
Unos minutos después, aproveché la oscuridad para colarme por detrás de mi abuela y darle un afectuoso abrazo. Le rodeé sus frágiles hombros y le quité con la otra mano el palo. Y. con mi más dulce voz, le aseguré que la Muerte jamás podría con ninguno de los dos y que, como al día siguiente había zoco, yo no olvidaría comprarle, como de costumbre, la mejor pieza de carne blanda para la mejor y la más querida de las abuelas del pueblo.
Rkia Okmenni
Rabat, febrero 2011
Tema de escritura: “Encuentro con la muerte” (Basado en un cuento amazigh)
Querida Rkia :
ResponderEliminarA través de tus cuentos he aprendido a conocer más las costumbres marroquís de las zonas rurales.
La vida de familia, las reuniones en el momento de la cena, las compras en el mercado, el ingenio de todos para pasarlo lo mejor posible en un mundo que hoy nos parece tan difícil de concebir, por estar rodeados de tanta tecnología.
Aquí, hace algunos años, la vida rural era bastante similar a la que describes, pero por ser un país tan pequeño, ya la televisión y las parabólicas han llegado a todos los rincones y hemos perdido ese encanto inocente.
Muy bonito relato.
Un abrazo
Ana
carinoso, muy carinoso tu cuento Rkia
ResponderEliminarFelicidades
Abdellah