
Había una vez un viejo babuchero que era famoso en
todo el valle por su maestría y destreza en el arte de fabricación de babuchas
de todo género. Por su tienda, situada en el gran zoco, desfilaban
tanto los altos dignatarios del reino como la gente del pueblo para comprar
babuchas y lucirlas los días de fiesta o en grandes ocasiones. Sin embargo, el
viejo babuchero que vivía modestamente en una pequeña morada situada a la
salida de la ciudad no exigía nunca un alto precio por su trabajo. Él y su
único y joven hijo, Jamal, se bastaban con poco, pues creían que
la austeridad agradaba a Dios. Por otra parte, su famosa tienda no era
frecuentada solamente por compradores de babuchas, sino también por atractivas
y jóvenes chicas que venían a admirar la gran belleza de Jamal. La comparaban
con la de José de Nazaret, el más hermoso de los profetas. Pero Jamal tenía un
corazón indomable, jamás había palpitado por ninguna de ellas, a pesar del gran
encanto de algunas de las jóvenes que se acercaban a verlo.
Un día, el babuchero salió a cumplir una de las
obligaciones que le imponía su práctica religiosa y el hijo se quedó solo. Un
olor de lo más refinado invadió toda la tienda y penetró por las fosas nasales
de Jamal hasta lo más profundo de su ser, antes de verse bajo la luz que
irradiaban los grandes ojos de la más preciosa de las mujeres que había en el
reino, la princesa Shamsdha. Todo en ella era sinónimo de pura perfección. De
pie, entre sus criadas y damas de compañía, aparecía como una luna llena entre
las estrellas de un cielo claramente despejado. Con
una voz que recordaba el ruido de una fuente de agua de manantial al
derramarse, le pidió unas babuchas finas bordadas de hilo de oro para
ponérselas en la próxima ceremonia de la fiesta del trono de su ilustre padre,
el sultán. Él se había quedado de rodillas, después de haber tomado
las medidas de los tiernos y finos pies de la princesa, y estaba absorto, con
la mirada perdida y el pensamiento embriagado por su dulce voz, sin saber en
qué momento la princesa se había ido. El zumbido creciente de la gente agrupada
alrededor de la tienda lo devolvió al mundo de los hombres. Estos
hablaban, murmuraban y miraban con recelo a Jamal diciendo que la princesa
había venido para ver y constatar por ella misma la belleza del joven.
Con la ayuda de Jamal, los dedos de hada del padre
acabaron el delicado trabajo en un breve plazo y Jamal fue al palacio montado
en su viejo asno para entregarle las babuchas a la princesa, albergando la
esperanza de volverla a ver, pero el destino quiso que esto no sucediera, así
que volvió a la tienda más apenado que antes. Pero los días siguientes habían
provocado cierta contrariedad en el viejo babuchero con respecto a su hijo.
Jamal parecía completamente transformado. No trabajaba, no dormía, no comía
casi nada y una palidez inquietante había cubierto su gracioso rostro de ángel.
Después de algunas peripecias y una larga insistencia, el pobre padre había
acabado por comprender que su hijo estaba enfermo de amor y que la deliciosa
princesa Shamdha había invadido el indomable corazón de su joven hijo y que
solo le quedaba un único camino, si bien estaba sembrado de espinas.
Vencer sus temores y disipar sus inquietudes no era
cosa fácil, pero el hecho de haber visto el sufrimiento de su adorado hijo
había acabado por llevarlo a los pies del trono para pedirle al sultán, con una
voz vacilante, la mano de la princesa para su bello Jamal. La respuesta del
soberano cayó sobre la cabeza del viejo babuchero como lo habría hecho una roca
enorme de piedra: “¡Que arrogancia! Si piensas que la supuesta belleza de tu
hijo es razón suficiente para presentarse ante mi majestad
y atreverse a pronunciar las palabras que acabas de pronunciar, es que eres un verdadero loco
enajenado. Nuestra sangre noble no se mezcla con sangre cualquiera y
mi hija se casará sólo con una persona digna de ella, digna de su sultán y de
nuestro reino. De todos modos, eso no es lo que me preocupa ahora, has escogido
muy mal momento para hacer tu demanda… Guardias, enciérrenme a
este energúmeno en el fondo de la celda más húmeda y más sombría y habladme de él solo
una vez que los tambores de la guerra se hayan silenciado”.
En efecto, el sultán tenía grandes preocupaciones
con el reino vecino, ubicado en la otra orilla del gran río. El apetito que
devoraba a su rey conquistador había sido alimentado por el hecho de que el
armero del sultán estaba casi muerto y no había nadie que pudiera reemplazarlo.
Además, con todas las informaciones halagüeñas que habían llegado hasta
sus oídos sobre la belleza de la princesa Shamdha, había llegado
también la noticia de que el rey conquistador quería hacerla su esposa,
para así poder unir los dos reinos en uno solo y ser el rey más poderoso y
temido de todos los territorios.
El sultán no dormía, no comía y una fuerte rabia le
corroía el interior, pues no sabía cómo podía vencer a su enemigo ya que
carecía de las armas necesarias para hacerle frente en la guerra. A principios
del tercer día del encarcelamiento del babuchero, los guardias del palacio real
corrieron para informar a su majestad de que habían encontrado un montón de
armas en la entrada principal, entre ellas las famosas espaldas de Toledo,
puñales y fusiles damasquinados e incluso sillas de montar y estribos de acero.
La escena se repitió al día siguiente, al otro y al otro, y así
sucesivamente hasta que durante la noche del séptimo día el sultán
decidió velar hasta el alba él mismo, ocultándose en la cumbre de la
gran torre y así ver quién era el artífice del milagro. Con gran estupefacción,
comprobó que era el viejo babuchero quien depositaba las armas que transportaba
en magníficos mulos blancos como la nieve y las dejaba delante de la puerta del
palacio. Bajó de dos en dos por los peldaños hasta la celda donde debía
encontrarse el prisionero para ver si había escapado, pero ante su sorpresa, el
babuchero estaba allí, apenas visible, en cuclillas y en el
fondo de la celda. El sultán interrogó al babuchero, el cual, con una maliciosa
sonrisa, proclamó que no era babuchero solamente sino también mago de vez
en cuando y que, si había provisto al sultán de las armas, era porque lo debía
hacer, pues él se debía a su sultán y se consideraba su más
ferviente servidor.
El sultán estaba tan feliz al ver alejarse el
espectro de la guerra con el reino vecino, que decidió aceptar la demanda del
babuchero y casar a su hijo con la princesa, pero bajo la condición sine
qua non de poner a prueba la inteligencia del futuro
esposo de su querida hija. El pretendiente Jamal debía pedirle al
sultán algo que este jamás pudiera realizar. Al día siguiente, y bajo
la mirada de una inmensa muchedumbre, Jamal le pidió al sultán que le hiciera
servir un vaso de leche fresca recién extraído de las ubres de una vaca.
Sorprendido por la facilidad de la petición, el sultán se apresuró a
satisfacerlo. Algunos minutos después, y tras haber bebido algunos tragos del
precioso líquido, Jamal dijo que estaba saciado y que había que devolver el
resto de la leche al mismo lugar de donde había sido recogida. Ante la
imposibilidad de satisfacer esta demanda, el sultán, satisfecho de la
inteligencia de su futuro yerno, declaró al gran público presente que las
fiestas del gran matrimonio de Shamsdha y Jamal coincidirían con la de la
próxima fiesta del trono.
Anastasio
García y Abdellah El Hassouni
Rabat,
10 de octubre de 2015
Basado
en motivos del cuento
marroquí anónimo “El hijo del babuchero”
Para mí hay demasiado detalle en este cuento, lo que hace que sea un poco denso y demasiado explicito, de manera que el lector no tiene que utilizar su imaginación.
ResponderEliminarMaribel.
Me gusta el texto ,es como los cuentos que nos contaba mi abuela cuando era pequena. Me gusta como el autor mezcla la realidad y la imaginacion.
ResponderEliminarAnastasio, Abdellah,
ResponderEliminar¡Me encanta vuestro cuento sobre de Shamsdha y Jamal !
Vuestras plumas unidas han dado un texto muy bien elaborado y un cuento maravilloso digno de las mil y una noches.
¡Felicidades amigos!
Rkia