La relación entre ellos dos era… ¿Cómo era…?
Íntima, no… Profunda, no… Más bien de género inusual, por lo menos para una
persona que no hubiera sido advertida. Evidentemente, no tenían la misma edad.
Él, aquel mismo día que ella nació, había visto marchitar su quincuagésima
primavera. Pero, desde ese día, un vínculo invisible e indestructible los había
unido para siempre. Siempre no… No hay que exagerar tampoco. Al menos, él le había
prometido que estaría allí para soplar con ella su octogésima vela.
Durante toda su infancia, le había murmurado
al oído las historias más extraordinarias, los cuentos más fantásticos, las
leyendas más extravagantes... Pero, con el tiempo, los relatos habían ganado en
madurez, habían envejecido, se habían convertido en confidencias; juntos habían
retrocedido en el tiempo, habían disfrutado de discusiones junto a la chimenea,
royéndole el tiempo al tiempo hasta altas horas. El anciano transmitía
connotaciones que salían de lo común, una fuerza descriptiva incomparable, una
entonación melódica y ella sabía escucharlo, absorbía sus palabras sin
moderación y, a menudo, su corazón y su espíritu quedaban subyugados por la
marea de palabras que él dejaba correr.
Todo había sido siempre perfecto, salvo el
día en que él rompió la promesa de quedarse junto a ella hasta sus ochenta
años: cinco años antes, partió para realizar su último gran viaje. Y ella,
sintiéndose muy afectada por aquella huida, embargada por el sentimiento de una
soledad glacial, por un vacío sombrío, había decidido instalarse en la cabañita
de él, situada en aquel barrio cercano a la ciudad. Quería sumergirse en su
morada con el fin de impregnarse de su olor, de seguir oyendo sus susurros y de
zambullirse en sus cajones, libros y secretos.
Una de sus primeras acciones fue la de
transcribir sus narraciones, todavía frescas en su memoria, tratando de
recordar sus frases, sus palabras, sus anáforas,
sus metáforas y aquella manera suya, tan única, de contar. Había abordado su
historia preferida, la del valiente soldado que había luchado durante la famosa
guerra de Indochina. Y en poco tiempo, había conseguido reproducir sus miedos y
su angustia, los horrores de la guerra en la cual había participado sin poseer
razón alguna para ello. Luego, vinieron las pérdidas, una tras otra, la de un
compañero, la de la esperanza de un regreso inminente hacia los brazos de los
suyos. Todo fluía como si acabara de escucharlo.
La visión de aquel montón de hojas del relato
le proporcionó una gran autosatisfacción. Luego, pasó toda la noche
releyéndolo, a fin de captar, otra vez, aquella voz lejana que le murmuraba
algunos trozos de su vida. De repente, tuvo una idea genial: el relato era tan
bello, que debía compartirlo, darlo a conocer, gritarlo en voz alta. Y así fue:
lo publicó con el nombre del abuelo el mismo día de su aniversario. El libro
tuvo un resonante éxito y le dio beneficios suficientes para satisfacer
decentemente sus necesidades durante un cierto tiempo.
Luego, La tentación se volvió grande, la
presión del editor también. Pero ahora la voz interior que le susurraba los
cuentos se había vuelto casi inaudible. Las ideas estaban allí, eran abundantes
y diversas, pero no los giros, la fraseología, los paralelismos, las
sinonimias, la elección de las palabras y de los adjetivos. La mesa del
comedor, colocada en el centro de la cabañita, había visto pasar todo un montón
de hojas que acabaron por suicidarse de una zambullida en el cubo de basura. Ella deseaba que volviera el murmullo, ahora,
cuando más lo necesitaba. Entonces, aumentó la frecuencia de sus idas y regresos entre la mesa y
el huerto casero. Trabajar en el jardín, como lo hacía él, le proporcionaba paz
interior y la dejaba en condiciones similares a las del viejo canoso ausente.
Pero un día, mientras estaba escarbando en la tierra (se ignora si fue casualidad o providencia), encontró una vieja y negra pluma
con bellos y enigmáticos motivos asiáticos. Pensando que debía pertenecer al
viejo, la sacó de la tierra, se la llevó a casa y la limpió cuidadamente lo
mejor que pudo. Luego, la colocó en una estantería frente a la mesa del
comedor.
A la mañana siguiente, tuvo dificultades para
levantarse y abandonar su mullido lecho. La víspera, y hasta bien tarde, había
intentado redactar sus recuerdos, con mitigado éxito. El sabor del café no
había podido disipar ese desagradable gusto de amargura que sentía últimamente.
Pero, tras la lectura de las últimas páginas, la sorpresa fue grande. Toda la
belleza de aquel estilo perdido estaba de vuelta: los giros, la fraseología,
los eufemismos, todo estaba allí... Asombrada, sorprendida y confusa, no sabía
que pensar. Había debido gestar aquellas líneas en un momento de gran
cansancio, en un despertar del inconsciente. Entonces regresó a la mesa del
comedor para sentarse a trabajar sin descanso, pero solo logró un sentimiento
de insatisfacción, de impotencia y de frustración. No alcanzó escribir nada
bueno, solo un batiburrillo insípido y sin la menor atracción. Hizo una pausa y
se fue al huerto para intentar refrescar sus ideas. Al final, solo obtuvo un
día abrumador y fatigoso, marcado por más idas y regresos incesantes al huerto y
sin la menor satisfacción. Acabó por caer muerta de cansancio con los primeros
rayos del amanecer. Al día siguiente, recibió el mismo asombro: tras releer el
manuscrito del día anterior, quedó cautivada por el texto. Adoraba lo que leía.
Los días siguientes, con cada despertar, vieron cómo se repetía el mismo guión.
Aquello hizo que ella cambiara su ritmo de trabajo: reflexionaba y rememoraba
los relatos durante el día e intentaba ponerlos por escrito por la tarde. Al
final, aquel método le había aportado mejores resultados, aunque no comprendía
qué era lo que subyacía bajo el proceso.
Sin embargo, observó que el nivel del papel
en el cubo de basura cambiaba de volumen y que, incluso varias veces, algunas
hojas habían sido desplegadas. Así que, una noche, decidió fingir que dormía y,
así, montar guardia. Y sufrió un gran pasmo... La negra pluma con motivos
asiáticos bajaba de la estantería, tomaba lugar sobre la mesa, releía su
trabajo de la tarde, lo reescribía totalmente de cabo a rabo y, finalmente,
echaba la versión de ella directamente al cubo de basura. De vez en cuando,
ella la oía mascullar algunos sonidos semejantes a los murmullos del viejo. Al
día siguiente, pasó todo el día fuera, paseando, vagando, no sabiendo qué
decisión tomar. Todas las páginas acumuladas sobre la mesa no eran suyas; no
emanaban de su pluma. ¡Ciertamente sí surgían de su imaginación, de sus
recuerdos y de los relatos del abuelo! Pero el estilo, todo el arte de la
escritura, todo aquello no era suyo. Al final de tarde, tomó una decisión…
Por temor a verla caer de la estantería, la ubicó
directamente sobre la mesa, al lado de una resma de hojas blancas. Los primeros
días, conservó la misma manera de proceder, para, por fin, atreverse a proponerle
oralmente algunas ideas sobre la escritura. La pluma asiática, animada por sus
sugerencias repetitivas, acabó por perder su timidez y empezó a redactar sin
necesidad del borrador. Ella, en señal de agradecimiento, le compró una de las
mejoras tintas chinas que se pueden encontraren el mercado.
Su complicidad se fue afianzando con el
tiempo y acabó por tomar las mismas formas de la relación que ella había tenido
con el viejo. El segundo libro también se publicó y recibió una calurosa
acogida, tanto por parte del público como por parte de la crítica. Ella,
embriagada por este segundo éxito, y como había hecho tras el primero, se juró
a sí misma que seguiría publicando un libro para cada aniversario del viejo. Y
así fue como salieron a la luz otros dos best-seller.
Bajo el impulso de su editor y de la
sociedad, que se había visto obligada a recibir, decidió buscar una casa digna
de su nuevo estatuto de escritora célebre. La acabaron llevando a rastras de
barrio en barrio, de morada en morada, lo cual le suponía un tiempo precioso,
el tiempo que no tenía. De este modo, acumuló un gran retraso en la elaboración
de su quinto libro, el que correspondía al octogésimo aniversario. Le fue muy
difícil llevar las dos cuestiones paralelamente, pero su editor insistió en que
la ceremonia del lanzamiento de su nuevo libro (para el cual debía escribir
todavía los dos últimos capítulos) se hiciera en su magnífica y nueva morada.
Sobre el escritorio, colocado en el centro
del amplio salón, delante de la gran puerta vidriera que daba a la piscina y al
gran jardín, la pluma sentía mucha pena por transcribir lo que ella le sugería.
Tenía dificultades en expresar sus ideas y su tinta fluía muy lentamente sobre
el papel. Parecía que su complicidad con la pluma
asiática había sufrido un golpe. La situación empeoraba
y su fluidez casi había desaparecido. Ella, la apretaba por todos los lados,
pues la había tomado entre los dedos por primera vez con el fin de imprimirle
un ritmo más acompasado. Pero, bajo aquel loco impulso, la pluma se rompió y
una gran mancha de tinta china se difundió sobre una hoja de un blanco inmaculado.
En una bella y pequeña caja de ébano y
sintiéndose muy triste, la enterró en medio del huerto, devolviéndola así al
lugar donde la había encontrado.
Allí sigue la pluma sepultada con los
susurros del viejo que se extinguieron para siempre. En cuanto al quinto libro…
*
* Desgraciadamente, el autor de
este cuento, por motivos desconocidos (o quizás porque dejaron de susurrarle al
oído), no pudo acabar este relato.
Abdellah
El Hassouni.
Rabat,
4 de diciembre de 2015.
Basado en una actividad de escritura inspirada en “La muñequita” de Juan
Valera.