Ella cruzó la calle rápidamente entre el enjambre de coches. Prisas, alguna que otra reunión a la que no se llegaría a tiempo, nervios, un hijo somnoliento en el asiento de atrás que entraría tarde en la escuela… Todo ello salía de los cláxones componiendo una extraña y perturbadora sinfonía que, día a día, se le hacía más insoportable. Centenares de caras anónimas, frías, sin expresión ni sentimientos, se cruzaban con ella y hacían del barrio un lugar anodino e inhóspito. Al menos era esa su impresión.
Él la observó atento desde el otro extremo de la avenida. No podía reprimir cierto escalofrío de placer cada vez que la veía. Solo él la conocía. Sabía cómo se llamaba, dónde trabajaba e incluso cuál era su color favorito para su ropa interior.
Ella continuó caminado con cierta prisa; los labios arqueados, dibujando una sonrisa roja que, en realidad, era una manera de camuflar el dolor que le producían los zapatos al andar. Continuó avanzando hasta que se diluyó entre la muchedumbre, integrándose, poco a poco, en la colonia de hormigas que, con su trabajo y a cambio de un mísero sueldo, contribuirían a que la hormiga reina gozara de todos los poderes y placeres. Él, todavía en el otro extremo de la avenida, la saludó con un gesto. Alzó una mano en el aire acompañada de una sonrisa cálida, tierna y apetecible, para llamar su atención, haciendo, al menos para ella, que sus ojos, su boca, su sonrisa cobraran una identidad, pues para el resto de las personas que la rodeaban no significaba nada, era una más dentro del rebaño de rostros desdibujados. Ella movió la cabeza lentamente. Al él le dio la impresión que estaba viviendo la escena de una película. De esas en que la chica sale corriendo en dirección al chico, después de haber pasado múltiples trabas, inconvenientes y obstáculos, con el pelo volando en el aire y golpeando suavemente sus mejillas y nuca hasta llegar a él y fundirse ambos en un beso apasionado… De esas películas que, justo con ese momento, acaban y tú te quedas con las ganas de saber qué pasará después.
Con impaciencia, llegó a la oficina. Antes de entrar, se pasó varias veces una mano por el vestido rojo para eliminar las arrugas. Y es que le encantaba ese vestido. Se sentía bien con él. Era uno de sus vestidos más poderosos. Se adaptaba perfectamente a ella. Un fino guante de seda que le hacía sentirse ligera y libre.
Cuando entró, él ya estaba allí. Nada más verla la encerró entre sus brazos y la besó impacientemente. La besó una vez más y, luego, siguió besándola con deseo. Eran dos seres en uno y ambos no deseaban dividirse. Quería permanecer así el resto de la eternidad. Volvió a besarla, despacio, con pasión, como a ella le gustaba. Acarició sus hombros calurosamente notando su calor y el vello erizándosele. Y es que no podía separarse de ella. Tampoco deseaba hacerlo. Era un instante de aquel amor eterno que había comenzado cinco años atrás, en el mismo y preciso momento en que se conocieron, cuando supo que ella sería su mujer, incluso antes de que sus sonrisas se cruzaran.
Rabat, septiembre del 2016
Anastasio García e Ilham Benali.
Texto de actividad basada en "Despedida” de José María Gatti.
ResponderEliminarIlham, Anastasio,
¡Os felicito por «UNA MUJER EN LA CIUDAD»!
Ambos habéis conseguido una historia urbana fresca muy bien contada.
¡Me gusta el final feliz!
¡Enhorabuena!
Rkia