Golpes de bastón, pausados y lentos, me anuncian que se acerca y como cada
mañana “saludo a la anciana vecina coja” al
verla pasar delante de mi puerta. Son ya tantos los años que ni me acuerdo
cuando entré por primera vez en esta portería, años conviviendo con el vaivén
de los vecinos, viéndolos subir o bajar estos tres peldaños que llevan al
rellano y que se ha convertido hace ya bastante tiempo en una especie de sala
de espera en la que la mayoría de los vecinos tienen que detenerse para
recuperar fuerzas después de escalarlos.
Pasos cansados, sin apenas levantar el pie del suelo, la conducen hacia esa
frontera, a veces, infranqueable. Una vez llegado al abismo comienza la
verdadera aventura. Cogerse a la baranda con el miedo del que cuelga de una
cuerda en un puente. Levantar el pie tembloroso, colocarlo con firmeza en el
escalón y verificar que toda la planta está dentro del mismo para asegurarse
una parte del éxito de esta aventura. Es la primera etapa de esta odisea. Una
vez conseguido, viene la siguiente parte; la de impulsarse para elevar el peso
del cuerpo hacia arriba. Y es el otro pie, en
este caso, el que interviene iniciando el
movimiento con el despegue de talón del suelo. Con el pie que primero se ha
apoyado hay que empujar hacia abajo para forzar los músculos de la pierna que
son los que ayudarán a ascender la escalera. Todo este juego de malabares se
repite tres veces con la precisión y lentitud de un relojero suizo. Tres veces
son las que el engranaje tiene que ponerse en marcha y tres veces son las veces
en que la impotencia se apodera de ella. Un pequeño patio interior comunica
todos los apartamentos de la finca cuya salida al exterior son estas tres
escaleras y un pequeño pasillo que conducen a la puerta. A veces pienso que
estos tres peldaños se han convertido en los barrotes de una celda privando de
libertad a algunos vecinos. Antes todo era vida, los niños, las risas, los
vecinos y las verbenas que organizaban en el patio algunas noches. Daba igual
que hiciera frío o calor, que fuera invierno o primavera, el caso era divertirse. Ahora todo es silencio y oscuridad. El
edificio agoniza con sus dueños.
Mi vecina coja sale hacia su peregrinación diaria, lo que le hace vivir en
los últimos años, sobre todo desde que subieron a su marido por estas tres
escaleras. El ritual ha empezado bien pronto por la mañana. El pelo largo y
enmarañado se transforma en un moño, lenta y pausadamente se va recogiendo el
pelo. Una vuelta y otra y otra vuelta. Las manos le tiemblan. Lentamente
continúa con la impronta de los años en los huesos. Ve a Antonio reflejado en el espejo. Está sentado en el borde de la
cama. Lleva unos pantalones marrones un poco veraniegos, camisa blanca
almidonada y un chaleco marrón a cuadros pequeños. Solo le falta colocarse el
sombrero y la chaqueta y estará listo para salir. Ella hace como si no se
hubiese dado cuenta. Le brillan los ojos y una sonrisa se dibuja en el rostro
de su marido. El pelo negro y encerado resalta sus profundos ojos oscuros. Esta
mañana el moño se resiste, le tiemblan las manos. La mirada de Antonio le
desata unas cosquillas que le recorren todo el cuerpo, y es que la pureza de su
mirada es la de los ángeles. Antonio se mira las manos, estudia sus finos dedos.
Seguro que se está imaginando las melodías que pueden salir de ellos cuando se
siente en el piano. Ella siempre ha pensado que formarían un buen dúo aunque
sus géneros fueran diferentes, combinar lo clásico con lo pagano. El arte con
el arte. Otra vuelta y una última tal y como se lo había enseñado su abuela
Rosalía. El pelo bien tirante y el moño bien apretado hacen de una mujer
alguien bastante respetable y elegante. Esa era la consigna de su abuela.
“El mango del bastón
se encoge a cada paso.
Intuimos el dolor”
Y es que cada mañana después de su ritual sale a la calle, a veces
acompañada por Fátima sus manos, sus
pies y últimamente su cabeza y se deja llevar, Ramblas abajo, a pesar de que
sus pies parezcan algunos días que se han enraizado en el suelo impidiéndole
avanzar. A veces cada paso le cuesta una lágrima, un suspiro o incluso la vida
y es que los años de farándula, de cante y baile pertenecen bien atrás al siglo
pasado. Lejos quedaron los aplausos y las ovaciones tras noches de éxito. Esas
noches se sucedieron durante algunos años hasta el fatídico día en que todo se
apagó, el día que hubiera dejado de respirar sino fuera porque la respiración
es un mecanismo reflejo.
Paso a paso y lentamente, va avanzando
abriéndose camino entre voces, gestos y palabras en mil idiomas. Pasa por los
quioscos antes habitados por la Fabiana, la Carmela o María la de Sevilla.
“La única hoja que queda en el otoño
baila en la calle
la danza de las mujeres solas.”
Y es que todas se fueron marchitando poco a poco, como las flores que
vendían, hasta que se secaron. Mujeres luchadoras. Allí estaban impertérritas
día tras día, como los plataneros que crecían a ambos lados viendo pasar las
horas a la espera de algún enamorado o de alguna celebración, no siempre
festiva, que requiriera unas flores.
Mi vecina coja avanza con esfuerzo y dificultad. A veces tiene la sensación
de que el suelo succiona sus pies y le impide levantarlos. Un impulso, un
esfuerzo lento y pausado hace que vaya recorriendo camino. Poco a poco, como el
agua que perfora las piedras va avanzando. De vez en cuando se detiene para
poder continuar y es que las fuerzas se disipan con cada paso.
No hay nada, solo sus amigas
floristas y unas cuantas personas deambulando. Los coches son escasos y el sol
se abre paso entre las jóvenes hojas de los plataneros. Hace una tarde
agradable de principios de primavera, va cogida del brazo de Antonio y pasean
lentamente, disfrutando de las caricias, del sol y del viento que se empeña en
desbaratar el moño. Su hijo revolotea a su alrededor, carreras y risas invaden
su espacio. No tiene que tardar mucho, en dos horas tiene que estar en el
teatro. El último espectáculo está siendo un éxito y el nombre de María
Palacios empieza a ser universal. Se siente feliz, colmada de vida. Su hijo,
Antonio y los éxitos la llenan por completo. Se dice que tiene que ir a Santa
María del Mar a poner una vela a la virgen para agradecerle tanta dicha. Quizás
mañana cambie el itinerario del paseo y lo haga aunque le gusta pasear por las
Ramblas, ya que siempre están vestidas de fiesta. Los quioscos de flores y la
alegría de su gente la hacen especial.
Antonio está guapísimo con su traje
marrón que se mezcla con la calidez de la tarde. Se siente dichosa. Más que los
aplausos, lo que la reconforta es su presencia. Su hijo vuela de abajo a arriba
y de arriba abajo deteniéndose ante cualquier cosa que le llame la atención.
El ruido de una sirena le hace salir de sus pensamientos. Nota la mano de
Fátima sobre su brazo advirtiéndole de un pequeño orificio en el suelo que le
hace desviarse un poco de su trayectoria. Comienza a divisar el horizonte
detrás del dedo de Colón, ese horizonte que nunca cruzó,
en donde todas sus ilusiones desaparecieron como el humo en el agua. Ese día se
marchitó como después lo hicieron la Fabiana y todas las que le siguieron.
Poco a poco se acerca y el mar se va dibujando en sus ojos. Allí se parará y
pensará en lo que nunca pudo ser. Han sido días de nervios y de emociones.
Ese nuevo continente, el señalado por Colón, es el destino. Hay que cerrar
algunos contratos y él está impaciente por partir. Ella irá un poco más tarde,
cuando acabe su contrato en el teatro del Liceo y emprenderá una gira que
empezará en Argentina, pasará por México y terminará en Nueva York, la ciudad
que inspiró a su admirado Federico a escribir sus poemas.
Aunque ella no lo conoció, sus padres le contaban sobre las tardes de
verano y primavera que habían pasado en la huerta de San Vicente debajo de la
parra que cubría la entrada de la casa. Le contaban cómo Federico tocaba el
piano embelesándolos a todos y cómo su padre, algunas veces, se arrancaba a
bailar. Su padre, miembro de una de las familias de gitanos más conocidas del
Sacromonte era un artista consagrado que había bailado en los escenarios más importantes
del país. La boda de sus padres fue un escándalo, toda Granada habló de ellos
durante meses y es que no podían imaginar, ni menos creer, que la hija de los
Venegas hiciese ese tipo de casamiento.
La familia de su madre, que proviene de musulmanes conversos de tiempos de
los Reyes Católicos, siempre había y ha disfrutado de buena posición y de
dinero. No en vano forman una de las familias más antiguas de la Granada
católica. Sangre árabe y gitana se unieron y dieron como fruto cinco hijos.
Ella, la más pequeña, había heredado el arte de su padre y la belleza de su
madre. Había crecido en un Carmen a los pies de la Alhambra y disfrutado de los
tiernos días de primavera hasta que Antonio se cruzó en su camino, un joven
catalán que conoció en el teatro Isabel la Católica cuando apenas contaba con
veinte años. Él era el pianista y tras el espectáculo se encontraron en la cena
organizada para tal evento y allí fue donde comenzó todo.
Antonio partirá en tres días. Se volverán a ver en Buenos Aires en un mes.
A ella le quedan dos semanas para cerrar la temporada en Barcelona y luego
partirá hacia su debut en América y allí quiere triunfar como ya lo hicieron
otras antes que ella.
Sus pies parecen ruedas de carreta atascadas en el lodo. Moverlos es como
levantar mil toneladas. Esta mañana se ha levantado mal. Le duelen a rabiar.
Sus articulaciones apenas le permiten moverse y los músculos están rígidos y no
obedecen a sus movimientos. De vez en cuando una especie de descarga eléctrica
asciende y le recorre la columna vertebral llegando a la cara y dibujándole una
mueca de dolor que se ahoga en un suspiro. Se sienta a descansar a los pies de
Colón para poder emprender el camino de vuelta. Es casi mediodía y llegar a
casa le costará un poco más de media hora. Mañana, si sus pies se lo permiten,
repetirá el paseo como lo hacía cada día del brazo de Antonio.
Todo el teatro está en silencio
conteniendo la respiración. Una luz blanca comienza a dibujar su silueta en el
escenario. Poco a poco asciende sobre su cuerpo envolviéndola de un aura
celestial. Va vestida con un traje negro y ajustado hasta las rodillas en donde
empiezan a nacer los volantes, también negros, hasta rematarse en una cola de
un poco más de un metro. El pelo recogido en un moño, un ligero maquillaje y
unos pendientes de oro y brillantes en forma de aros regalo de su madre
resaltan sus delicadas fracciones.
La guitarra empieza a sonar por
bulerías componiendo acordes fiesteros y alegres que invaden el escenario
durante unos minutos. Poco a poco la música y ella se van fusionando,
estableciendo una comunión mística que la hace elevarse a los cielos. Los
acordes de la guitarra suenan como voces
angelicales y su cuerpo empieza a estremecerse y se tensa comenzando la danza
que la llenará de gracia y la transportará al edén. Las manos acarician el aire
y su cuerpo se retuerce al compás de la música. Comienza el baile y toda la
tensión acumulada empieza a disiparse con cada paso y vuelta. Su nivel de
concentración es tal que ni siquiera se da cuenta que el silencio absoluto
cubre el teatro. Siglos de arte se muevan a su compás. La rabia, fuerza,
energía, el sudor y las palabras de miles de generaciones salen por sus poros.
En ese momento no se siente nadie, sino únicamente la transmisora del vigor y
el brío de los pueblos, de las gentes y su cultura. Su corazón late al mismo
ritmo que la guitarra y el público vibra a cada paso y movimiento.
Tras unos minutos besando el aire
comienza el taconeo con su cuerpo. Se inclina hacia adelante ganando
estabilidad y velocidad. La fiera está preparada para atacar al público. Apoya
los dedos del pie en el suelo quedando el tacón por encima, en el aire y de un
golpe brusco, de forma seca y con fuerza, deja caer el peso del pie en el suelo
sonando un taconeo rítmico y continuo. La guitarra ha dejado de gemir y es ella
la que con sus pies lleva todos los acordes de la danza.
El tacón cada vez golpea más rápido
y seguido sintiéndose subir, ascender, levitar. Su cuerpo se retuerce, su alma
se le escapa, no se siente dentro de ella y poco a poco empieza a alcanzar el
éxtasis, el trance.
El ritmo de su taconeo y palmas se
incrementa, se agranda, se amplia, se acrecienta, se intensifica, se potencia,
se multiplica haciéndola transportar al clímax, al summum, a las puertas del
paraíso. Taconeo, palmas, palmas, taconeo, taconeo, taconeo y palmas. No siente
nada, solo su respiración y de pronto…
…un látigo y una descarga eléctrica
le recorre todo el cuerpo dibujándole una mueca de dolor infernal en el rostro.
Siente que algo le ha pasado, se siente confusa. Siente el tobillo desgarrado,
roto, que ya no es suyo. No puede respirar ni tampoco mantenerse en equilibrio.
Siente el frío de las tablas sobre su cuerpo y un grito de dolor, el más
desesperado de todos los gritos de dolor sale de su boca.
“Un cielo sin nubes
remeda su tristeza.
Los días han dejado de brillar.”
Anastasio García.
Finales 2017-principios 2018.
Actividad basada en el poema “MI
VECINA COJA” de GABRIEL ALEJO JACOVKIS.
¡Hola Anastasio!
ResponderEliminar¡Me encanta tu cuento!
Has contado la historia de Maria con mucho arte, alternando entre presente y pasado en un texto rítmico, cargado de emociones, sensaciones y sentimientos, y llevando el lector hasta un dramático final para una artista bailarina gitana cuando se le rotó el tobillo sobre la escena y se rotaron sus sueños al mismo tiempo.
Me gustan los versos del poeta Gabriel Alejo que citaste así como cuando hiciste alusión a Federico García Lorca, el poeta pianista.
Tu cuento es emocionante y lleva dentro unos sentimientos de humanidad y generosidad al describir el patio del edificio y también la vecina que sobrevive en el recuerdo cuando se pasea en Las Ramblas.
¡Qué descripciones preciosas cuando Maria baila! Casi se materializa en mi oído y delante mis ojos…como si yo fuera presente.
¡Felicidades amigo!
Rkia
Muchas gracias por tu comentario. Me alegra que te haya gustado el final, el objetivo era ese, el llegar a reproducir el momento álgido del bailem transportar al lector al patio de butacas aunque no sé si lo he conseguido.
EliminarMuchas gracias de nuevo
Anastasio
Oh!! Parece que no dejaré de repetirme alabando vuestro trabajo. Algunos de mis poemas son pequeñas historias abiertas a la imaginación del lector. Es el caso de "La vecina coja". Que haya inspirado un relato tan bien escrito y desarrollado, Anastasio, me hace sentir que ha cumplido su objetivo. Un abrazo, felicitaciones y muchas gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias Gabriel por tu comentario. Me alegro mucho que te haya gustado mi historia.
EliminarMuchas gracias de nuevo porque sin tu "Vecina coja" la mía no hubiera sido posible.
Un abarazo,
Anastasio
Anastasio tienes la pluma de un gran escritor, la verdad!
ResponderEliminarTu texto viene de una inspiración de un gran y precioso poeta Gabriel Alejo. Tu texto es muy bien elaborado y el resultado de una fina búsqueda en la vida de una mujer anciana pero con ideas y comportamiento positivos.
Bravo amigo por esta interpretación muy delicada .
¡Felicidades!
Bahia
Muchas gracias querida amiga por tu comentario.
EliminarMe alegro que te haya gustado el texto
saludos,
Anastasio
Anastasio, me gusta mucho tu cuento: las descripciones que conllevan imágenes, sonidos, movimientos, sentimientos- todo tan tangible; la fábula que conecta el tiempo pasado y el de ahora, la estructura que mezcla sin que se note una limite rígida, prosa y poesía (como en la vida real), o pasado y presente.
ResponderEliminar¡Felicidades!
Albena