Cuando abrí mis manos, sus pupilas se ensancharon y un brillo de
ganadora apareció en ellas. Aquella cara había pasado de la desconfianza a la
codicia. Efectivamente, aquellas diminutas manos estaban a reventar de monedas
y su dueña, yo, de la mano y de las monedas, a mis seis años, estaba a punto de
dar el primer golpe de mi vida.
Era un día de fiesta de los que la familia, dispersa por la geografía de
la provincia, se juntaba para celebrarlo. A mí me encantaban aquellas fiestas
porque eran días de libertad, sin la zapatilla que te calentara el trasero, sin
que te cayera ningún cachete o, como decía mi padre, el día podía pasar sin
que te calentaran el jato. En fin, en días como
aquellos, una —más bien trasto— estaba a salvo entre la maraña de tíos, tías,
primos, primas, allegados y vecinos, y podía dedicarme a lo que más me gustaba:
jugar. Bueno, días como aquel, además, tenían un atractivo añadido muy especial,
la recaudación, la colecta; en fin, no sabría como llamarlo. A mi corta edad,
yo ya me había percatado de que, en aquellas celebraciones familiares, siempre
caía alguna moneda para golosinas y para la hucha. Para que la recaudación
fuera provechosa, lo mejor era acercarse a los tíos cuando estaban juntos,
animados conversando, y saludar, darles un besos, decir alguna gracia, y
entonces, infaliblemente, te caía alguna moneda de unos y de otros. Lo
mismo sucedía con las tías. La verdad es que la familia era muy, pero que muy
modesta, pero aun así, al final del día podías haber recaudado suficiente para
poder comprar alguna golosina. Efectivamente, aquella noche, cuando me fui a la
cama, conté veinte monedas. Era la niña de seis años más feliz del mundo, sólo
me faltaba contárselo a mi prima preferida, sólo unos meses mayor, y saber
cuánto había sacado ella. Las conté una y otra vez hasta que me quedé dormida
¡20 monedas! ¡Dos pesetas!
Por fin, llegó la mañana. Emocionada entré en la cocina, y allí estaba mi
prima, tan tranquila. Yo, excitada, le dije al oído que había conseguido mucho
dinero. Entonces, ella se llevó la mano al bolsillo y me enseñó ¡dos duros!
¡diez pesetas! ¡Jamás conseguiría yo aquella fortuna! ¡Ah! Pero mis dos pesetas
estaban en perras gordas y chicas, lo que suponía muchas monedas, y a simple
vista aquello podía parecer mucho más que dos moneda a los ojos de mi incauta
prima. Cuando estuve a solas con ella le empecé a decir que yo tenía mucho más
dinero que ella, que nunca podían ser más dos monedas que veinte, pero que, si
ella quería, yo se las cambiaba. Al principio, dijo que no, pero como yo le
insistiera en el número vein-te, mucho mayor ¡claro! que dos, empezó a dudar.
Pero necesitaba una prueba más convincente. De pronto, se me ocurrió, que si le
enseñaba mi montón de monedas, la convencería del todo. Corrí a buscarlas, y,
efectivamente, le compré duros a pesetas.
Mi madre solía aparecer como el viento, cuando una menos se la esperaba.
Cuando aquel día apareció, no supe por dónde, pero me dejó meridiano
que brillante; yo podría ser brillante que aquella carrera no sería la
mía y que aquel sería mi último timo. Además, me calentó bien el jato.
Rabat, 09 de noviembre de 2021
Tarea de escritura basada en el cuento en "Mi hermano mayor" de Mª Luisa Puga.
Hola Maribel de verdad tu cuento es algo genial me encanta el contenido la descripción la manera de escpresar es un tesoro para mi gracias de haber compartirlo con nosotros
ResponderEliminarBendita inocencia que tenemos cuando somos niños.
ResponderEliminarUna historia muy divertidañ
Me ha gustado volver a leerte
Preciosos recuerdos de una niña que transmite al lector el sentimiento de alegría, de libertad en este día de fiesta.
ResponderEliminarHas descrito de manera sencilla, connivente y convincente la emoción de la niña y el valor que ella da a sus monadas.
¡Felicidades!
Que bonitos recuerdos Maribel, me alegra volver a leerte. un abrazo
ResponderEliminarHola, Iman, a mí me gustaría que compartieras con nosotros tu tiempo y volver a oír tus valiosos comentarios y leer tus estupenda escritura. Un fortísimo abrazo. Te esperamos. Gracias
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