Antes de jubilarme como profesora de Física en la Universidad de Rabat,
iba periódicamente a la Universidad
de París-Sud (Orsay), al mismo laboratorio en el que tiempo atrás defendí mi
tesis y con el cual seguía colaborando y mantenía buenas relaciones. Como es
costumbre en la tradición universitaria, yo continuaba realizando investigaciones
que derivaban en comunicaciones científicas internacionales en las que también
implicaba a estudiantes de Rabat, todo lo cual me procuraba personalmente una
plenitud total, independientemente de la que me daban mi marido y mi familia.
Una vez, cuando paseaba
tranquilamente en la muy famosa avenida de los Champs Elysées, me di de
narices con Driss, un antiguo vecino y compañero de juegos de mi infancia. Recuerdo
su simpática fisonomía tal como si fuera ayer mismo cuando jugábamos juntos a
las canicas, ese juego al que mi padre me tenía prohibido jugar con los chicos
en la calle. Por ello, en mi memoria, no puedo disociar a Driss de las
azotainas que mi padre me administraba cada vez que me encontraba jugando a las
canicas con él y otros chicos. Yo no comprendía entonces por qué mis hermanos,
en cambio, tenían derecho a jugar a las canicas sin ser castigados. Esta
injusticia me empujaba a reincidir en mi juego preferido sin que me importara
la rabia paternal, que cada vez se volvía más intensa frente a mi desafío.
Mientras mis hermanos podían impunemente hacer lo que querían después de la
clase, yo debía, como chica que era, volver directamente de la escuela a casa,
donde estaba condenada en primer lugar a ayudar mi madre a las tareas domésticas.
Luego, podía hacer mis deberes o jugar a las muñecas, que por aquel entonces no
me gustaban.
Mi rebeldía por adaptarme a
ese molde fue el primer ingrediente que forjó mi carácter y que me enfrentó a
la mentalidad conservadora de la época contra toda decisión arbitraria. Podemos
decir, por tanto, que las canicas jugaron un papel muy importante en la
estimulación de mi conciencia femenina. Todavía ahora, tocar esa fibra de mi
personalidad significa desencadenar reacciones de tempestades imprevisibles.
Pero volviendo al encuentro…
Driss andaba también solo con un paso decidido y con una mirada que inspiraba
cierta flema británica. Me acerqué a él y le dirigí la palabra y él, tras un
instante de vacilación, me reconoció y abrió sus brazos gritando: «¡Najate!
¡No es posible…! ¡Cuánto tiempo sin vernos!»
Nos sentamos en un café y, mientras
nos tomamos unos refrescos, cada uno presentó un rápido resumen de su vida. De
este modo me enteré de que realizaba misiones especiales en el Ministerio del Interior
de Rabat, que tenía tres hijos y una mujer que era ama de casa. Me confirmó,
además, que su hijo mayor, médico de profesión, se había casado con una
princesa, como ya nadie podía ignorar a aquellas alturas por razones mediáticas.
Lo supuse muy rico y preocupado por consideraciones más materiales que
intelectuales y mi sistema de valores me pareció muy lejano de su vago mundo. ¿Qué
podría yo compartir con él en el futuro si carecía de afinidades con su
profesión de pseudoespía, con su
mujer sin profesión y con su nivel de relaciones sociales?
Pasada la sorpresa y la
evocación de los años de la infancia, una molestia incomoda se instaló entre
nosotros. Por mi parte, sentía que era mejor poner fin a aquella entrevista
fortuita que me había conmovido mucho personalmente pero que ponía a la luz la
divergencia de nuestros caminos en la vida. Pretextando tener una cita para
cenar con unos colegas, me despedí de él sin ni siquiera intercambiar nuestros
respectivos números de teléfono. En realidad me había quedado un poco defraudada
por haber cedido al impulso espontáneo de abordarle.
Así es la vida.
Najate Zizi
Rabat, mayo de 2011
Tarea de escritura basada en el ejercicio: “Reencuentro
de un personaje con el pasado”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No olvides que nos importa tu opinión... Comenta nuestros textos, cuentos y poemas... Gracias.