
Le dolía todo el cuerpo. Había dormido
mal. Se sentía pesado, lento y un poco mareado. El calor y el dolor eran los
causantes. Apenas había podido dormir. Vueltas y vueltas de un lado a otro de
la cama arrastrando pensamientos e incertidumbres habían sido sus únicos
acompañantes durante toda la velada. La noche anterior había sido tremenda.
Había recibido más golpes de los que él pudo dar a pesar de estar en mejor
forma que el resto. Sentía las manos desarmadas. Las había forzado demasiado
contra su adversario. No pudo evitar ver las cicatrices, mil veces memorizadas,
en manos y antebrazos, testigos de la lucha y de la vida, mientras se ataba los
cordones de unas pumas amarillas que
había comprado en un mercadillo de segunda mano. Un último apretón y estarían
listas para encarar un nuevo día, se dijo a sí mismo. Al levantar la cabeza, un
ligero mareo estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Se incorporó
lentamente y recorrió los apenas tres pasos que lo separaban de la cocina.
Vivía en un cuchitril, una habitación de tres metros cuadrados donde todo
estaba colocado a su antojo. El caos y el desorden se hacían patentes por todos
los rincones de la pieza, aunque, sinceramente, poco le importaba. Las únicas
visitas que recibía pasaban la mayor parte del tiempo en la penumbra y en la
cama y cuando acababan su función él se encargaba de que desaparecieran lo
antes posible.
Ella había terminado de ponerse su
vestido rojo. El más sexy y provocador que tenía. Un vestido de licra, que se
le adhería al cuerpo como una segunda piel y que le resaltaba las trepidantes
curvas de su cuerpo haciendo que no pasara desapercibida. Unas medias de
rejilla negra y unos zapatos vertiginosos rojo sangre completaban su atuendo.
Buscó en todos los bolsos que tenía y no encontró el pintalabios rojo. Quizás
lo había perdido o se lo había quedado alguna de las compañeras que tenía tan,
literalmente, amantes de lo ajeno. Encontró un lápiz de labios marrón, tampoco
le dio mucha importancia ya que el color no le duraba mucho. Empezó a perfilar
los labios por fuera para proporcionarles un efecto de mayor volumen y así
aparentar unos labios más carnosos. A
ella le gustaba así. Se sentía poderosa y segura. Empezó a perfilar desde el
centro hacia afuera, al principio de forma suave, para delimitar, y luego con
trazos más fuertes y sólidos para finalizar. Todavía le temblaban las manos.
La noche anterior había sido dura. Un
combate de kárate en un antro cochambroso, repleto de humo y de hombres con las
feromonas alteradas, acompañado de unos cuantos tragos de vodka en un estómago
en ayunas habían terminado por derribarla. No sabía cómo había llegado allí. Lo
cierto es que, desde hacía algún tiempo, no le apetecía trabajar y la mayor
parte de los días los pasaba deambulando de un lugar a otro esperando el
momento en el que su madre y su hijo ya se hubieran ido a la cama, evitando así
un buenas noches cargado de reproches
y culpabilidad. Vivía con su madre en un pequeño piso en el que apenas había
espacio para una sola persona. Se trasladó allí después de que la dejaran
abandonada y tirada en la calle con un niño de apenas año y medio. Nunca se
había llevado bien con su madre y, últimamente, las cosas iban empeorando día a
día. Mientras se maquillaba, el estómago empezó a revolvérsele al mismo tiempo
que iba recordando el sabor amargo y seco del vodka que se había tomado la
noche anterior. Cerró los ojos para
controlar las náuseas y apretó los labios con fuerza. ¡Cuántas veces se había
prometido que esa vez iba a ser la última! Pero el olor a alcohol o la simple
idea de beber era mayor a todas sus promesas. ¡Puta vida!, se repetía sin cesar
a la mañana siguiente. Necesitaba un hombre a su lado, que la quisiera, que la
consolara, que le preparara un café y le diera unas buenas noches con un beso en la mejilla. Y por encima de todas las
cosas, necesitaba un padre para su hijo. Deseaba ser amada y, sobre todo, amar.
Las zapatillas de deporte amarillas le
gustaban. Se sentía cómodo con ellas. Además eran veraniegas y le hacían juego
con la camiseta. Empezó a prepararse el desayuno: cereales, leche, cola-cao, un
plátano y un huevo. Lo puso todo en la batidora y, al igual que la lava de un
volcán en erupción, un borbotón de esa mezcla compacta y negruzca salió
disparado para mancharlo todo. No le dio la mayor importancia. Se bebió lo poco
que había quedado y el resto lo dejó esparcido en la mesa, aumentando la
entropía que reinaba en su universo.
Empezó a ponerse los zapatos rojos.
Perdió el equilibrio y anduvo dos o tres pasos hacia atrás hasta casi caerse.
Se mantuvo en esa posición, semisentada. La rabia y la impotencia le corrían
por dentro. Se sentía basura, un desecho, que la vida se había permitido el
lujo de crear. Se creía atrapada en una noria que daba vueltas y vueltas y de
la que era imposible bajar. A veces le parecía que estaba sumergida en un pozo
de fango y lodo, inmersa en una lucha continua y sin descanso para poder
sobrevivir. Cogió el zapato que se le había salido del pie al caerse y golpeó
con fuerza el suelo plasmando toda su rabia con cada impacto. Cuando abrió los
ojos, unas pantuflas marrones y blancas avanzaban a pequeños pasos, casi
arrastrándose por el suelo. Fue todo lo que vio en ese primer instante. Se secó
las lágrimas y alzó la cabeza. Una sonrisa angelical rodeada de cabellos
castaños y rizados se acercaba a ella. Extendió las manos y lo abrazó con
fuerza besando su cara, sus ojos, su cuello, su boca, su pelo… Era lo único que
le pertenecía, el único derecho que la vida le había otorgado, y la mayoría del
tiempo tenía la sensación y vivía con el miedo de que lo podía perder. Lo
abrazó aún más fuerte y se incorporó. Se colocó el zapato rojo y se dispuso a
salir.
Bajó las escaleras apresuradamente. No
podía evitar mirar sus pumas
amarillas. Tenía que tener cuidado de no mancharlas, pensó. En el patio
interior estaba la vecina barriendo como cada mañana. Siempre ella barría y él
pasaba. Si sus miradas coincidían, se saludaban con un ligero movimiento de
cabeza; si no, cada uno seguía su ritmo. Recorrió el estrecho pasillo que lo
llevaba a la calle y allí, como siempre, se encontró al mendigo sentado en el
tranco de la puerta, viendo pasar la vida o quizás esperando la muerte, ¡quién
sabe! Cogió la moneda del bolsillo y la depositó en la mano que ya la estaba
esperando. En un acto reflejo, el mendigo la guardó y, luego, bebió un buen
trago de una botella de aguardiente, lo que contribuyó a aumentar la expresión
de felicidad que tenía y a transportarlo un poco más allá de este mundo. El
perro empezó a correr tras él. Un chucho resultado de miles cruces, marrón
claro y ojos saltones, sin identidad y sin ni siquiera nombre. Ese animal era
uno de los pocos amigos que tenía, era casi siempre el primero que le daba los
buenos días y el que lograba arrancarle una sonrisa consiguiendo que saliera lo
mejor de él cada mañana. Este perro lo hacía más humano. Llegó al taxi, un
viejo mercedes blanco con una línea verde en el lateral, abrió la puerta con un
movimiento brusco y entró sentándose enérgicamente. Un calambre le recorrió
todo el cuerpo y volvió a recordar la paliza de la noche anterior. Empezaba a
perder facultades, un indicio de que ya no era un niño. Tenía que entrenar
fuertemente para mantenerse en forma, aunque pensó que esa noche no iría al
club de boxeo. Esperaría dos o tres días hasta que sus músculos y huesos se
recompusieran. Su fiel amigo se le acercó hasta casi ponerle el hocico en su
muslo. Abrió la bolsa de papel, sacó el bocadillo y cogió la loncha de jamón
que, expresamente, colocaba cada mañana para dársela al chucho. Le gustaba ese
ritual. Le daba suerte.
Ella bajó las escaleras, lentamente,
escalón tras escalón, con cuidado de no resbalarse con los zapatos, pues el
agua corría escaleras abajo. Alguien las había fregado y se había olvidado de
recogerla. El niño iba pegado a su cuerpo, en sus brazos. Podía notar el olor a
inocencia que exhalaba. Olía a primavera, a flores, a sol, a azul… a vida y
ella no pudo reprimir una lágrima.
Él puso en marcha el taxi, no sin antes
acariciar la pata de conejo que colgaba de la llave de contacto. Todo formaba
parte de un mismo ceremonial que se había vuelto casi tan imprescindible como
respirar: la moneda al mendigo, la loncha de jamón al perro, la pata de conejo…
Ella continuó bajando hasta llegar a la
lúgubre y estrecha calle en la que se encontraba su casa. Anduvo unos cuantos
metros más y salió a la avenida. Un sol abrasador le hizo olvidar la oscuridad
de su casa y empezó a calentarle los huesos. Alzó la vista buscando un taxi
pero no pudo distinguir ninguno de entre todos los coches que se avecinaban.
Empezó a dar cortos paseos por la acera. Hacia la izquierda, a la derecha, otra
vez a la izquierda, luego a la derecha… Estaba impaciente, nerviosa, angustiada
y, sobre todo, tenía miedo. Había decidido que su vida tenía que cambiar. Lo
había resuelto mientras bajaba las escaleras. Cada peldaño que descendía la
hacía sentirse más cerca de la boca del pozo, cada escalón era una reafirmación
más de su determinación. Con cada peldaño estaba más segura de su decisión. El
calor de su hijo la fortalecía, no merecía la miseria y el desamor que ella
había vivido.
Un taxi se acercaba, era un viejo
mercedes blanco con una línea verde en el costado. Alzó la mano y se paró.
Entró en el taxi sin ni siquiera ver al conductor y murmuró la dirección que
tanto tiempo llevaba martilleándole en la cabeza.
Anastasio García.
Rabat, octubre del 2016
Actividad inspirada en el
Cortometraje mexicano “Zapatitos”, de Armando Ciurana.
¡Hola Anastasio !
ResponderEliminarTu texto es muy bien elaborado. Contiene dos narraciones paralelas de la vida cotidiana (en el cuento, de un día en particular) de cada uno de los dos protagonistas: una mujer madre de un niño y un taxista que vive solo y tiene sus costumbres y rituales. Las dos vidas convergen hacia un encuentro entre ellos en el taxi de él. Y aquí, dejas al lector frustrado. Tiene que decidir del desenlace él mismo.
¡Me gustan estos cuentos con un final abierto…! Dan la impresión de que el escritor relata una parte de los acontecimientos y deja al lector la libertad de participar con su parte. ¡Interesante!
Has basado “ZAPATOS” sobre una secuencia de cortometraje, pero, con tu imaginación, has conseguido unas descripciones detalladas, con un vocabulario rico y un buen desarrollo de la historia.
¡Me encanta!
¡Enhorabuena amigo!
Rkia
Anastasio,leyendo tu cuento literalmente he repasado la parte del corto que hemos visto en el taller de septiembre,pero esta vez tu imaginación ha alentado los imágenes con vida y carácter.Estos imágenes planos,mudos han empezado a contar historias de mucho más que 2 dimensiones o de 3 minutos.Me ha gustado mucho cómo los narras.Además hay palabras nuevas para mí.El placer de leer este cuento está aumentado por saber cómo tu texto ha logrado corresponder al corto.
ResponderEliminarHola Anastasio
ResponderEliminarTu texto me gusta mucho, sobre todo las descripciones del entorno donde sucede el cuento, las precisiones sobre actos y situaciones vividas por las protagonistas y también la facultad de transitar de un personaje a otro con fluidez.
He aprendido mucho en vocabulario y la sintaxis gracias a la riqueza de tu texto.
Muchas gracias
Brahim
Que imaginacion Anastasio!! Todos los detailles que hay en tu texto son impresionantes! Y que version mas optimista ! Yo habia imaginado algo mas tragico! Me gusta mucho tu descripcion de lo que se escondia detras del silencio que reinaba en la pelicula, le da un toque especial, le hace mas viva , aunque la pelicula era muy expresiva . Espero el siguiente!
ResponderEliminarMuchas gracias queridas compañeras y compañero. Vuestros comentarios me halagan y me dan energía para seguir "intentando escribir".
ResponderEliminarMuchas gracias de nuevo,
Anastasio