Los viejos del lugar no recordaban un invierno tan duro mientras ella había vivido en el pueblo. La lluvia, el viento y la nieve se habían sucedido sin descanso a partir de aquel otoño. Las casas empezaban a reflejar las inclemencias del tiempo: paredes desconchadas, tejas rotas y, lo que era peor, el frío empapaba las paredes de las casas, se filtraba por los recovecos y se instalaba en los cuerpos y en las almas de los cincuenta vecinos de aquél pueblo. Bueno, de los cuarenta y nueve desde que no estaba María.
Mientras ella estuvo allí, en aquel lugar no se había dejado sentir el invierno, porque desprendía un calor que admiraba a propios y extraños, y todos en el pueblo daban por sentado que a ella se le debía que aquel lugar fuera el más cálido de la comarca. Y es que tenía la sangre tan caliente, que en su casa no se tenía que encender nunca la chimenea. A veces, ella hasta se avergonzaba, y porque no pensaran nada raro los vecinos, aunque todo el mundo lo sabía, cuando alguno se dejaba caer por su casa, encendía la estufa, para que no pensaran que todo ese calor era solamente suyo. Y todos salían de allí con una sonrisa en el alma sabiendo que aquel calor confortable venía del fuego de su sangre y de su corazón, y le daba una fuerza que no la dejaba estar quieta.
María se levantaba al amanecer y empezaba una larga jornada de actividades, soltaba a las gallinas, recogía los huevos, y se daba una vuelta por el huerto. Después de sentir el aire del amanecer, volvía a su casa, preparaba café bienoliente para toda la familia y se iba corriendo al desván para mirar muchos libros que tenía con historias de pájaros. Ella siempre había querido volar; por eso, cuando miraba las imágenes de aquellos pájaros, se tumbaba panza arriba en aquella colchoneta y, como si de un acto reflejo se tratase, levantaba las piernas agitándolas sin parar, aunque no mucho tiempo porque sus botas le pesaban demasiado.
Nadie en la casa le hacía mucho caso. Todos allí se habían acostumbrado a su presencia, pero nunca hablaban de ello, porque en un pueblo tan pequeño y con una vida tan monótona, no se habla mucho. Por eso, ella no le contó a nadie que había conocido a un hombre que era volador profesional y que, además de poder volar, tenía unos ojos chispeantes increíbles.
Lo había conocido por casualidad una mañana que iba a comprobar cómo estaban de granadas las moras del zarzal de la esquina que da a la carretera. Se metió dentro de la zarza, pero luego, aprisionada por tantas espinas, se vio incapaz de salir, hasta que de pronto alguien empezó a apartar con un palo las ramas del zarzal. Era un hombre que, desde luego, no era de allí. Mientras le ayudaba a salir, le dijo que trabajaba en la base aérea que había cerca del pueblo y que su autocar había tenido una pequeña avería. El hombre la miraba entre sonriente y divertido mientras le ayudaba a desprenderse de las espinas que tenía adheridas por todas partes. Sucedió que, mientras ocurría todo esto, empezó a hacer allí tanto calor que ambos empezaron a sofocarse. Ya estaba pensando María en salir corriendo, cuando él empezó a hablarle. Y a ella se le aflojaron la timidez y las ganas de correr, y hasta la vergüenza, y pudo empezar a mirarlo con relativa tranquilidad. Era un hombre fuerte, de sonrisa amplia y ojos chispeantes, con una voz tan cálida que la dejó como pegada con cemento al suelo. De su cuerpo se desprendía una especie de aire perfumado que a ella se le subía de la nariz a la cabeza y la atontaba un poco.
Pasaron juntos casi toda la tarde hablando, él sobre todo. Ella escuchaba muy atenta, hasta el momento en que él le dijo que volaba... Abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de las órbitas. Él no pareció darle importancia a su asombro, y le contó que siempre le había gustado volar por esa sensación de libertad que sentía cuando se despegaba de la tierra y todo se iba haciendo pequeño y lejano.
Cuando se dijeron adiós, él, como notando la tristeza que se asomaba a los ojos de María, le prometió volver; al fin y al cabo, la base quedaba cerca y, según decía, le había gustado mucho estar allí con ella... ¡Quién sabe! Incluso podría ir a buscarla para que fuera con él a la base y subiera en uno de los aviones que él pilotaba. Ella oía su voz como el que oye una turbadora melodía. Lo vio alejarse en aquel enorme autobús, y no salió corriendo tras él porque sus botas le pesaban demasiado.
A partir de aquel día María no volvió al desván, prefería ocupar su tiempo libre paseando por la carretera, justo por el tramo que llegaba hasta la zarzamora. Allí se sentaba y se quedaba perdida en la contemplación del horizonte hasta bien entrada la tarde, y entonces volvía con paso lento hacia su casa, para hacer esa cena que era como el eterno retorno de la monotonía. Una de esas tardes volvió a su casa un poco más sombría que de costumbre. Cerca de la carretera circulaba un autobús como el del aviador, pero el autobús pasó de largo. Volvió a su casa muy despacio. Cada vez le pesaban más esas malditas botas. No quiso cenar y se subió al desván. Hacía demasiado tiempo que no iba por allí.
Se tumbó en la colchoneta con los pies muy quietos. se quitó las botas y cerró los ojos. Todavía resonaban los matices de aquella voz en sus oídos, la voz del hombre de los ojos chispeantes, del hombre que sabía volar. Ella no había conocido nunca ningún hombre así. Empezaron a caer lágrimas de sus ojos cerrados por la nostalgia, y el calor de su cuerpo empezó a decrecer de forma alarmante.
Como esto sucedía tras la cena, nadie la echó en falta. A la mañana siguiente, en la cocina reinaba el desorden más completo y no estaba el desayuno preparado. La familia de María se encontró de pronto, agolpada y perpleja en la cocina. Era la primer vez que pasaba esto en todos los años en que ellos existían como familia. Salieron en tropel de la cocina sin que mediara una palabra entre ellos. Todos buscaban algún rincón en el que hubiera aire caliente que permitiera detectarla, pero no lograban encontrarlo. Y de repente, alguien se acordó del desván. Subieron despavoridos por la escalera empujándose unos a otros y al fin la encontraron. Estaba tendida en el suelo como dormida, muy lejos de sus botas, y al lado de las imágenes de todos sus pájaros que yacían a su lado por el suelo. Tenía los brazos extendidos hacia arriba como queriendo volar y de su cuerpo salía un aire helado que los dejó ateridos.
Aquel día fue recordado no sólo en el pueblo sino en todos los lugares de los alrededores. Y no sólo porque se fue María, sino porque cayó una helada de tres metros de espesor y porque, a partir de entonces, hizo tanto frío durante todo el año, que ni tan siquiera en primavera nacieron flores en los campos. Sin embargo, en el lugar en el que se esparcieron las cenizas de María, nació un rosal silvestre que estuvo florecido todo el año. Su aroma flotaba por todo el pueblo y era tan intenso que llegaba hasta la zarzamora que estaba justo en la esquina de la carretera.
Elisa Chozas.
Tarea de escritura basada en el
cuento en "Mi hermano mayor" de Mª Luisa Puga.
Rabat, 31 de octubre 2021.
Mis felicidades Eliza por está maravillosa historia es algo genial me encanta el tema con contenido rico además me he gustado la manera con la que has escribido hay economía literaria , también la descripción ,la imaginación ,hemos volado contigo hacia este pueblo y hemos sentido la pena y el dolor de María
ResponderEliminarMil gracias de haber compartirla con nosotros
Una historia muy bonita. Una narración muy detallada que te permite visualizar los personajes, el entorno e incluso sentir el calor.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir
Este relato poético está lleno de melancolía, el personaje femenino sobre el cual gira el texto me recuerda a la "Susana" de Pedro Páramo. Como en la obra de Juan Rulfo, aquí "María" representa una persona muy amada en su entorno que, tras su pérdida, se sume en un duelo difícil de remontar y que nos evoca que cada ser humano es insustituible. Muy bonito.
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