Cada vez que se sentía harto de las cifras que sus colaboradores le
soltaban en la sala de conferencias de su holding, ubicado en el último piso de
un rascacielos, se otorgaba una pausa, tomaba el ascensor y luego optaba por
una caminata silenciosa en medio de la muchedumbre tumultuosa. Murmuraba para
sí mismo que, como director general que era, aquella tarde primaveral era preferible
pisotear el pavimento que cualquier otro acto que no habría sido bien visto. Completamente
absorbido en sus pensamientos, no había visto que el semáforo se había puesto
en rojo y que un camión de distribución iba a aplastarlo… Le salvó únicamente
la intervención de aquel mendigo, un sin hogar que tenía la costumbre de
vagar por esas avenidas del centro.
Al día siguiente, el mendigo se presentó en la oficina del director
general, que le había pedido que fuera hasta allí para intentar recompensarle
su valiente gesto, aunque en realidad una vida jamás pueda llegar a tener
precio alguno. Fue recibido después de muchas peripecias suscitadas por su ropa
y su estado físico. El mendigo, que no reclamaba nada concreto aparte del
simple uso del ascensor panorámico que acababa de tomar, una comida copiosa y
uno o dos billetes, acabó aceptando rápidamente la oferta que el director
general le hizo: una pequeña cabaña y un puesto de vigilante en una granja
suya, situada al pie de las montañas de la sierra.
El verano ya empezaba a asomar su nariz y también el ex-mendigo lo
hacía en el ascensor panorámico y, después, ante la secretaría del director
general. Había ido para expresarle sus sentimientos y sus deseos. El tiempo que
le dedicó el director fue breve, pero no le había hecho esperar demasiado. Su
heroico gesto estaba todavía muy presente, hecho que no había omitido y que le
había recordado al director general al formularle su demanda: “Usted sabe muy
bien que la vida es preciosa, aunque bastante corta, y que debemos sacar
provecho mientras tengamos la posibilidad. Resulta que en la granja hace mucho
calor y yo sería feliz si usted me autorizara el uso de la piscina y de otras
comodidades que me ofrecen las instalaciones existentes”. El director general,
que todavía se sentía inmerso en su sentimiento de agradecimiento y ante la
bruma de discusiones que acababa de tener en la sala de reuniones, no mostró
ninguna vacilación y le concedió su petición.
En el camino de regreso a la granja, el ex-mendigo no tardó en volverse
víctima de sus pesares: "Pues si le hubiera pedido que me dejara utilizar
toda la gran casa y todos los productos de su generosa granja, seguro que él no
habría dicho que no. ¿No he sido yo quien le ha salvado la vida, quien le ha
dado la oportunidad de seguir caminando, pensando y hasta seguir
comiendo?". Los días que siguieron a su vuelta, le vieron rumiar sus ideas
todo el tiempo, hasta tal punto que ya no lograba cerrar los ojos por la noche.
Por fin, se decidió a bajar al centro, tomar el ascensor panorámico, con una gran
y aparente alegría, y presentarse delante de su generoso benefactor con la
cabeza baja y voz decidida. Así, ante una sonrisa forzada y un gesto de
consentimiento de cabeza, obtuvo de nuevo el “si” deseado.
De regreso a la granja, el ex-mendigo no tardó en consagrarse a
pasarlo en grande y en sacar provecho de la gran casa y de todo lo que se
encontraba a su disposición. Pero el otoño había seguido al verano y el
invierno se instaló con sus días cortos y sus rugidos de viento. Al vivir solo
y lejos de la animación continua de las grandes avenidas del centro, no tardó
en hacerse devorar por el aburrimiento y por la nostalgia. Le faltaba la agitada
muchedumbre y la vista del ascensor panorámico alumbrado, subiendo y bajando a
lo largo de la fachada sur del rascacielos. Pensaba estar en su derecho y
merecer un puesto dentro de una de las sociedades del holding, lo cual no debía
representar ninguna dificultad para el director general. Pero dudó mucho antes
de tomar al toro por los cuernos y dirigirse al centro de la ciudad.
El director general estuvo ocupado durante todo el día y también parte
de la noche. A su salida del despacho, cogió del brazo al ex-mendigo, que
estaba en la sala de espera, y lo condujo hasta el ascensor. Escuchó
religiosamente la petición que aquel le hizo sobre el hecho de volver a vivir
en la ciudad, aguzó sus oídos ante las explicaciones sobre el impactante
aburrimiento de la vida del campo y sobre las ganas de estar en el centro de la
ciudad iluminada, con él y con toda la gente que lo conocía… Y también se
enteró de su voluntad de acceder a un puesto de trabajo en el mismo holding.
De pie, bajo el alto edificio, el director general lo miró fijamente a
los ojos y tardó algo más de lo normal en darle una respuesta. Le aseguró que
le comprendía y que no podía más que dejarle sacar plenamente provecho de la ciudad,
de sus calles y de sus avenidas y también de la vista que, al parecer,
apreciaba más, la del movimiento del ascensor panorámico.
- ¿Sabe una cosa? Le devuelvo a usted su vida.
Y se alejó hasta no ser más que un punto perdido entre la tumultuosa
muchedumbre.
Abdellah El Hassouni.
Rabat, 24 de octubre de 2015.
Basado en motivos del cuento popular español “El califa, el pastor y la
felicidad”.
Una verdadera adaptación del clásico cuento que recuerda que "la avaricia rompe el saco".
ResponderEliminarun muy bien cuento, fácil a leer sin problema. Muy bien escrito
ResponderEliminarEnhorabuena
Bahia
Un cuento magnífico.
ResponderEliminarEl hombre, tenga lo que tenga nunca está satisfecho, quiere más y más y más.
Enhorabuena maestro.
Anastasio
Muchas gracias.
ResponderEliminar¡Muy buen cuento, Abdellah!
ResponderEliminarY me gusta el final muy sencillo pero filosófico y profundo a la vez: cuando se da cuenta el protagonista que jamás podría satisfacer al mendigo le diera lo que le diera, pone un punto final con la frase “sabia y acertada” que resume todo lo que ha experimentado y vivido el mendigo sin valorarlo
“Le devuelvo a usted su vida.”
¡Felicidades!
Rkia
Muchas gracias Rkia. Un abrazo
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