
La travesía del puente que
unía ambas ciudades enemigas se había vuelto diferente, probablemente no para
los otros pasajeros del autobús, pero sí para mí. Cada una de ellas significaba
un viaje hacia la otra orilla del Bu Regreg, un tránsito, una mudanza sin cosas
que trasladar, pero cargada de ganas por alejarme de cuanto quedaba en la otra
orilla, en la otra ciudad, en aquella otra realidad. Deseaba hundirme como un pez
en las profundas aguas, elevarme como una nube y desaparecer flotando, fundirme
con el húmedo atardecer y disolverme en algún lugar lejano del río y de sus dos
riveras. Pero estaba allí otra vez, de pie, con las piernas pesadas y los
pulmones vacíos de aire. No podía marcharme flotando. En lo sucesivo, no habría otra realidad. Con los ojos cerrados, la
nariz se empapaba de los olores del autobús, sudor y yodo, pescado y perfume.
Oía charlas sordas, crujidos de neumáticos, sollozos de un
bebé (¡Si supiera lo que le espera aquí abajo, no habría salido del útero
caliente de su madre!). De nuevo, con los ojos abiertos, yo miraba a mí
alrededor, mi cerebro martilleaba y la sangre resonaba en mis oídos. No sabía
qué debía hacer una vez allí.
En Rabat, en el barrio residencial del Yusufia, el espacio que yo me
había otorgado era el cuarto de invitados. Una habitación espaciosa, cómoda,
bien iluminada y con una sala de baño contigua. El ventanal del balcón que se
abría sobre el jardín trasero daba sobre el valle verde del Bu Regreg,
garantizando una cierta intimidad. También el que tenía en el barrio Bettana de Salé, en
la otra ribera, daba, desde una gran ventana, sobre el Bu Regreg, pero este
gozaba de una vista diferente que englobaba la desembocadura, el embarcadero y
el rincón izquierdo de la Kasba. El cuarto era el que mis padres me habían
permitido ocupar el día de mi decimotercer aniversario, hace ahora poco más de
cuatro años.
Las dos habitaciones tenían todo lo necesario que podía exigir un joven mimado.
Mimado puede no ser la palabra adecuada, sería mejor decir “exigente”. Muy a
menudo me divertía enfrentándolos, obligándolos a competir. Para ello, tenía
siempre a punto una frase asesina que salía en el momento deseado, sin
reflexión previa, sin preparación. Me había convertido en el dueño de los
chantajes. «¡Me acuerdo de que todo era diferente antes de que tomarais la
absurda decisión de separaros!¡No tenéis en cuenta las repercusiones que todo
esto está teniendo sobre mi pobre vida! ¡Sois unos egoístas!», «Oh, si tú no
puedes, seguro que él se pondrá muy contento cuando se lo pida», «No te rompas
la cabeza; sé que ahora ya no te importo…! ¡Tú ahora tienes otra vida», «Está
claro que no te importo nada». De este modo, había conseguido obtener todo lo
que deseaba de mis dos súbditos y, a menudo, por duplicado.
Tenía la vida
dividida, vivía dos vidas en dos casas y en dos ciudades diferentes, en dos
orillas opuestas, con dos padres que no se comunicaban en absoluto. En cada una
de ellas, me sentía un pasajero, un ave migratoria; alguien que siempre estaba
de paso. De lunes a viernes con uno. Y el fin de semana con el otro. Las
vacaciones de invierno acompañando al primero y las de la primavera escoltado
por el otro. Los dos querían saber si estaba bien, si tenía lo que me hacía falta. Pero
ninguno de los dos me confiaba sus planes más íntimos. Yo me veía a mí mismo
como una obligación, una carga. Percibía más familiaridad ante las dulces olas
del Bu Regreg que ante ellos. Y acabé por no pedir nada, por no exigir nada;
acabé cansado de aquel pesado juego de confrontación, de competición.
Una tarde, volviendo del instituto, casi choqué con mi madre, que salía
de prisa de la casa del Yusufia. Antes de
desaparecer, me había murmurado que, aprovechando el viaje de mi padre, había
venido para recuperar algunas de sus cosas que se habían quedado allí. Andando
yo absorbido en la preparación de los exámenes de fin de curso, los del
bachillerato, no presté ningún interés a aquel hecho anodino. Pero, más tarde, quise estirar las
piernas y empecé a caminar de un lado a otro de la casa
para aliviar mis rodillas cansadas. De repente, me llamó la atención un
desorden reciente, otro añadido al mío. Encontré en un rincón del vestidor de
mi progenitor, un bulto, algo envuelto en un tejido blanco que parecía ser una
camisa usada de mi padre; estaba colocado detrás de una caja de zapatos, como
si alguien hubiera procurado esconderlo intencionadamente. Desaté el paño y
hallé un tazón de cerámica con un montón de signos y de símbolos inscritos
sobre las paredes del tazón. Una pintura naif vanguardista. Todo estaba escrito
con tinta de color castaño, algo grisáceo y claro. Pero no se entendía casi nada. Puntos y cruces, círculos y
cuadrados, líneas rectas y curvas que se sobreponían, se cruzaban y morían al
borde del tazón, entristecidas por no poder ir más lejos. Al principio, creí
distinguir caras humanas, pero no… Uno siempre recrea en su mente los dibujos
incomprensibles, figurativos.
Mi espíritu divagó y se fue muy lejos. Imágenes de un tiempo remoto
flotaban en su superficie, las de este personaje majestuoso con su barba
imponente, gravemente serio y con sus ojos bajos. Sentado en un cojín colocado
sobre una alfombra, reinaba desde el fondo de su pequeña tienda sobre su mundo:
una larga cola de mujeres desorientadas, despistadas. No era cualquier fakih.
Era el mismísimo Sidi Driss, conocido por tener una mano bendita, mágica. Allí,
todo sucedía en medio de un silencio casi religioso: la mujer murmuraba algo al
oído del fakih, que asentía con un gesto de cabeza y tomaba el paño entre sus
manos. Sus labios empezaban a canturrear algo que
llegaba a los oídos de la mujer como una música de fondo, un ronroneo de gato.
Después, sumergía una caña tallada en un pequeño frasco de tinta y luego garabateaba
automáticamente esos signos y símbolos indescifrables sobre las paredes del
tazón. Al final, Sidi Driss intercambiaba el tazón, ya convertido en objeto
mágico, por las monedas que le ofrecía la mujer y, sin comprobar la cantidad,
las ponía bajo la pequeña alfombra. Al final, alzaba la vista y, con un gesto,
le concedía permiso a la siguiente para que se acercara. ¿Acaso mi madre también lo
había consultado? ¡Ella, la intelectual, la instruida! ¿Y con qué propósito?
¿Con qué objetivo? ¿Habría olvidado sus principios? No, no podía creer en ese
comportamiento; no era de su género.
Pero nadie ha muerto jamás a causa de sus
sueños o de una sobredosis de signos y símbolos indescifrables. Los pesados
pasos, anunciando la prematura vuelta de mi padre, me empujaron a devolver el extraño objeto a su lugar. Por el momento, no tenía
tiempo de nada más; había una montaña de rompecabezas que me esperaban y que
debía resolver antes de la fatídica fecha.
Me olvidé rápidamente del tazón y de sus dibujos durante semanas. Pero, justo después del
examen, me acordé de él y lo busqué. Por encanto o por obra y gracia de la baraca
había desaparecido al igual que la camisa, tal como si jamás hubieran existido.
La casa de Salé
todavía está, pero sigue vacía y cerrada. La de Rabat, en cambio, aumenta en
actividad, dado que mi madre ha regresado vivir con mi padre. Por el momento,
viven aquí con un pequinés, un gato y dos tortugas. Ahora, cuando me acuerdo de
aquel tiempo, pienso que lo mejor es creer en la buena mano de Sidi Driss, en
la baraca, en todas las combinaciones que produce el azar y en el hecho
de que el ambiente puede calmarse. Yo ya he atravesado el
Mediterráneo en busca de juegos de signos y de símbolos más comprensibles,
debido a la especialidad que me interesa actualmente: la estética y la
filosofía de la comunicación. Y a pesar que todavía no entiendo gran cosa, he
decidido instalarme definitivamente allí, lejos de todos los tazones mágicos.
Abdellah
El Hassouni
Rabat,
2 de marzo de 2016
Basado
en motivos de relato “Hotel Almagro” de Ricardo Piglia
Abdellah,
ResponderEliminar¡Tu texto es una maravilla! Lo has muy bien elaborado hasta el mínimo detalle. La psicología del protagonista en el autobús o respecto a sus padres y la descripción de Sidi Driss y sobre todo de su baraca me han encantado.
¡Me gusta mucho «ENTRE DOS ORILLAS»!
¡Enhorabuena amigo!
Rkia.
Rkia
Eliminar¿Qué puedo decirte más compañera? Estamos como los dos de una pareja que ya han agotado todas las palabras de cortesía y de amabilidad.
Sin embargo, seas segura que realmente continúo apreciando mucho tus comentarios. Gracias mi amiga.
Increíble, amigo. Tienes una facilidad para jugar con las palabras que me deja con la boca abierta. Maravilloso relato, fantástico el titulo que has elegido para reconstruir la vida de un muchacho adolescente, hijo de padres divorciados. Espectacular el comienzo, lleno de sensaciones. Me ha encantado como inicias la historia a través de los ojos del protagonista, las descripciones de esas dos vidas obligadas que lleva en esas dos ciudades y en sus dos habitaciones, y la aparición de un personaje especial como Sidi Driss. Felicidades. Es un verdadero placer tenerte como compañero en el taller.
ResponderEliminarWow! tus magnificas palabras querida Clara, si halagan mi ego, directamente me van al corazón. Soy muy agradecido.
EliminarNo imaginas el verdadero placer que tengo compartiendo esos momentos del tallar contigo.
Tu risa y tus intervenciones son de un gran frescura.
Un gran abrazo.
Abdellah! !!
ResponderEliminarEl cuento me impresiona, de verdad : la estructura, la trama, la descripcion tan detallada de la cultura del país, y el creyendo en la baraka (gri-gri) para arreglar los problemas de las parejas.
El cuento tiene partes muy divertidas como "si supiera lo que le espera aquí abajo, no habría salido del útero caliente de su madre!"
Y otra parte triste, intensa y al final la reconciliación de los padres. Pero lo que me gusta mucho la decisión de salir de este mundo para encontrar otro, que puede ser mejor o no, pero el descubierto del desconocido forma la personalidad.
Abdellah, tienes la pluma, de verdad. Bravo amigo!!!
Me gusta mucho.
Enhorabuena !!!
Bahia
Bahia
EliminarAprecio muchísimo el hecho que mi cuento te gusta y que te emociona.
Soy un anciano experimentado que había caído en una marmita de cuentos y de tradiciones. Era la culpa a mi querida abuela.
Muchas gracias amiga.
Querido Abdellah,
ResponderEliminarCada cuento, cada historia que escribes es una superación de la anterior. Me ha encantado "Entre dos orillas", la descripción de los espacios, del ambiente, de la psicología del personaje te atrapan y te hacen sentir que esres tú, el lector, el protagonista.
El desenlace muy bien conseguido con Sidi Driss y su taza "mágica".
Un relato digno de un escritor consagrado.
Felicidades amigo.
Anastasio
Anastasio
EliminarContinúas animándome todavía.
Muchas gracias amigo mio
Estimado Abdellah:
ResponderEliminarLo que más sorprende es cómo consigues maravillarnos una y otra vez con esas fusiones abdellanianas de humor y distante ternura, de ironía y realismo y, sobre todo, de tradición y modernidad... Los principios siempre nos descolocan y captan nuestra atención; luego, descendemos fluyendo por el cuento y, al final, salimos del cuento con tanta naturalidad que nos dejas convencidos de que los personajes siguen ahí, viviendo por su cuenta.
Estimado Abdellah:
ResponderEliminarLo que más sorprende es cómo consigues maravillarnos una y otra vez con esas fusiones abdellanianas de humor y distante ternura, de ironía y realismo y, sobre todo, de tradición y modernidad... Los principios siempre nos descolocan y captan nuestra atención; luego, descendemos fluyendo por el cuento y, al final, salimos del cuento con tanta naturalidad que nos dejas convencidos de que los personajes siguen ahí, viviendo por su cuenta.