El lunes de la última semana de junio de mil novecientos setenta, la ciudad de los corsarios amaneció con fiebre. Las calles estaban llenas de banderas con los colores rojo y blanco, los mismos colores que abanderaban las camisetas del equipo del balonmano. Durante toda la semana siguiente, tanto viejos como niños conversaron una y otra vez sobre el partido del domingo siguiente: el partido de la Final de la Copa del Trono.
Nosotros, un grupo de amigos, formábamos el equipo del momento. Mi familia, mis padres especialmente, seguidores fervorosos, trataban de relajar el ambiente, pero yo veía la verdad en sus caras relumbrantes de orgullo. Yo y seguramente mis amigos creíamos a pies juntillas en nuestro propio triunfo. Tal vez, sobre todo, por los demás. Yo no quería decepcionar a mis padres, ni a mi barrio ni a las murallas que testimonian nuestra generosa historia.
En aquellos días, cada ida y regreso entre la casa y el colegio se convirtió en una escena de intercambio de miradas. Por otra parte, yo era un héroe virtual (como diríamos ahora) y en mi interior eso aumentaba la adrenalina y la motivación… ¡Dios mío! Además, yo realmente realizaba dos idas y dos regresos para ir al colegio cada día.
Al acercase aquel domingo, el peso de las miradas acababa poniéndome los pelos de punta… Pero yo debía estar a la altura de los acontecimientos. Ante la pregunta “¿Qué vamos a hacer el domingo?”, yo respondía: “No tengo ni idea”. La víspera del domingo me mantuve en la ingravidez pensando en tan sólo una cosa: “¿Cómo podía hacer feliz las miradas que me perseguían?”.
El momento crucial llegó. El estadio estaba lleno, los aficionados vestían también de rojo y blanco. Yo me olvidé de todo y me fije en el trofeo que resplandecía en la mesa oficial.
Hasta ahora me acuerdo de aquel momento increíble y de mí sudando, con el corazón latiendo y llorando de orgullo. Aquel momento inolvidable quedó fijado para siempre cuando levanté el trofeo del Trono con el sonido de fondo de los aficionados, que incrustaron para siempre su eco en las murallas de nuestra Salé.
El desafío acabó en victoria. ¡A Dios gracias!
Abderraouf Sbihi.
Rabat, mayo de 2010.
(Ejercicio realizado a partir de “Comienza el desfile” de Reinaldo Arenas)
Abderraouf,
ResponderEliminarMe gusta mucho tu estilo elaborado,me encanta también como narras describiendo detalles en las actitudes y en los sentimientos del protagonista a lo largo del aconticimiento.
¡Qué lástima que no escribas más textos!
Rkia