TALLER DE ESCRITURA "A ORILLAS DEL BU REGREG" DEL INSTITUTO CERVANTES DE RABAT

Bienvenidos a «A orillas del Bu Regreg», el blog de los integrantes del Taller de lectura y escritura creativa, un curso especial que realizamos desde hace doce años en el Instituto Cervantes de Rabat (Marruecos).

En este espacio damos a conocer los cuentos, poemas y otros ejercicios de escritura que se proponen en clase y que realizan nuestros alumnos, aunque también publicamos colaboraciones de nuestros lectores.

Muchas gracias por leernos y por compartir vuestras opiniones.
Ester Rabasco Macías (profesora del Taller)

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martes, 26 de octubre de 2010

"HIPOCRESÍA MACABRA" de ABDELLAH EL HASSOUNI

Estaba acostumbrado a verte dejar a tus mujeres. Hoy tampoco quebrantas tus costumbres. Dejas la casa abarrotada de mujeres por esta aglomeración de hombres aglutinados delante de la puerta que esperan a que salgas. Pero tu salida se produce entre un alboroto aturdidor, un jaleo ensordecedor: gritos estridentes, aullidos interminables, cortados por yuyús y por alabanzas al profeta. Una mezcla rara de voces de tristeza y de alegría. Tú, desde lo alto de tu túmulo, pareces pasar de eso completamente, pareces no prestar ninguna atención a todo este tropel y a esta agitación inhabitual. Detrás de ti, el cortejo se forma poco a poco y cada uno toma el lugar que parece estarle destinado, como actores sobre las tablas de un teatro durante su última representación. Avanzamos a través de los callejones de la medina que parecen más estrechas que de costumbre. El cortejo se alarga, se estira, se divide en dos mitades, la de la delantera y la otra, la trasera, dándose la réplica vocal alternativamente. Podríamos creer que se trata de una coral de cantos melancólicos, nada que ver con tu coral preferida del cuarto movimiento de la novena.
Todos, o casi todos, están presentes; hasta aquellos que no había visto desde hace una eternidad están también allí. En primera línea están tus dos hijos, andando con un paso pesado, con las cabezas bajas y aparentemente apenados, tristes. Tuvieron por fin el coraje de extirparse a sí mismos de sus asientos de oficina o de los brazos tiernos de sus gentiles mujeres para venir a saludarte una última vez. Siempre me habías repetido que "el hijo es el portador del secreto de su padre", aunque tú mismo sabías que esto no era verdad. Pero quien todavía cree en los proverbios consigue siempre encontrar, adecuado a las circunstancias, el buen proverbio y también su contrario. Al lado de aquellos está tu tío paterno, que jadea tras su grueso vientre escondido bajo su chilaba ancha y que intenta sincronizar el paso con tus dos otros tíos, maternos esta vez, símbolos de una burguesía insegura que se da la mano para continuar existiendo. Justo detrás y alrededor de mí, está la armada de tus primos, todos presentes o casi todos; podría decirse que están allí para demostrar la buena fertilidad de la madre y la excelente situación financiera del padre. Tu primo Ghafour (más bien Abdelghafour, aunque ya sabes que no le gusta que le llamemos así), que siempre te detestó desde que le birlaste a su mujer amada, su amor juvenil, esta también aquí. No comprendo por qué ha venido, sabiendo que correspondías a su sentimiento con creces. Probablemente está aquí por los otros, para que se pueda decir sobre él que es un hombre de gran corazón, un hombre que sabe perdonar. Y a éstos les sigue el resto: primos lejanos, tíos por supuestos parentescos, y todos los demás miembros de la familia. Y más allá, hay también unos amigos próximos, amigos lejanos, conocidos, vecinos, varios miembros de las bellas familias de tal cual o de tal otro. Inmersos en esta muchedumbre densa, observo la presencia de otros más viejos que nosotros que, probablemente, ya no pueden reconocernos y también la de otros más jóvenes que nunca nos han conocido porque nunca tuvieron tiempo de tratarnos. Parece que todo esto es una cuestión de normas sociales, de cortesía, incluso de hipocresía.
Un sol de plomo inunda este fragmento de mundo. En estos momentos tan calurosos del día, antes de la segunda oración, los rayos del sol caen de forma vertical. Bajo el yeso, mi brazo derecho suda y siento las gotas chorrear. Las mejillas enrojecen por el esfuerzo físico y por el sol. El sonido de un teléfono me llama la atención. El dueño de éste se aparta apenas, responde, olvida a toda la gente que lo rodea, la coral, el sol que nos quema y entra en una discusión aparentemente apasionante. Lo veo incluso sonreír.
Mi teléfono suena. Contesto con una voz casi inaudible. La tuya, tu voz, resuena como una ráfaga de ametralladora automática. Siempre hablas rápidamente, con frases cortas pronunciadas con un ritmo entrecortado. Pero esta mañana, contrariamente a tus costumbres de conquistador, el tono de tu voz indica un malestar bastante claro, una cierta pequeña debilidad. Logro siempre leer tus pensamientos a través de tus palabras, tus gestos, hasta incluso en ocasiones tan sólo escuchando tu respiración. Es verdad que nos conocemos desde hace una eternidad, puede que desde antes, que nos conociéramos en una vida anterior, bajo otras formas… ¡Puede ser! No me pides mi opinión, simplemente me lanzas un "Paso a recogerte dentro de media hora". ¡De acuerdo! Acepto tu propuesta con la misma resignación de siempre. Siempre te dejé decidir. Para mí, eras el mejor de nosotros dos y sabías lo que pensaba de ti. Para no tener complejos enfrente de ti, me repetía a menudo que habías demostrado, ya de manera precoz, capacidades intelectuales superiores a las de toda la gente con que nos habíamos cruzado. ¡Sí, a veces es bueno mentirse a sí mismo!
Sin embargo, tu éxito está ahí, incuestionable: éxito en los estudios, en el trabajo, con el dinero y sobre todo con las mujeres. Tuviste mujeres y más mujeres, muchas mujeres. Tu inclinación por el sexo débil se veía en tus ojos, tu cuerpo, tus gestos y en cuanto aparecían bellos senos o bellas nalgas. Y tu frase famosa, derivada de los juegos de nuestra juventud, me la seguías repitiendo aún con un placer maligno: "¡Uau! he aquí una chica sola; unas nalgas que….". En tu compañía, a menudo, yo, el joven soltero (ahora un joven señor), había sabido sacar cierto provecho de todo ello. Recibía mi recompensa con mujeres, bellas mujeres, que habían aceptado tomarme a guisa de solución de recambio, pues no estabas libre todo el tiempo.
Eras un gran sediento y nada podía apagar tu sed. Además, deseabas tener rápidamente la totalidad al mismo tiempo. Y obtenías lo que deseabas rápidamente, muy rápidamente. Cuando me comparaba contigo, el adjetivo "tortuga" perdía todo su significado. Una "montaña", con su imposibilidad de desplazarse, podría ser un sustantivo más adecuado. Así lo hacías todo siempre: demasiado rápidamente. Las cosas más importantes y las cosas fútiles. Por ejemplo, te enamorabas muy rápidamente y dejabas a tus mujeres todavía más rápidamente. Me decías que debías hacerlo muy rápidamente porque si no, te aburrías. Y para apoyar tus declaraciones me decías que a menudo te aburrías hasta de ti mismo y en esos casos me citabas los versos del poema "Cansado" de Girondo. Ya habías dejado a la madre de tu hijo mayor, a la novia de Abdelghafour, tan sólo tres meses después de vuestro matrimonio. Perdón, no le llamemos “matrimonio” sino “encolado”. Un contrato de matrimonio sin separación de cuerpos, un “encolado administrativo”, como tú lo definías. Me habías replicado, en respuesta a mis reproches, que tres meses era ampliamente suficientes para concebir un niño y para concebirlo totalmente. La madre de tu segundo hijo pudo resistirte más tiempo y por eso me hablabas a menudo de ella: "¿Te imaginas? Treinta y nueve meses de «encolado administrativo», toda una vida perdida". Te hacía rabiar diciéndote que te ibas gastando con el tiempo, por las mujeres.
Algunas personas me saludan de lejos con asentimientos de cabeza; otros se me acercan para interrogarme sobre mi estado físico mientras me miran el brazo que llevo colgado en bandolera. Este brazo doloroso que continúa sudando bajo este yeso maldito. No respondo, tan sólo emito una sonrisa de circunstancias.
Entre los tejados de las casas enredadas, el minarete de la gran mezquita hace su aparición, se nos acerca a medida que se va alargando. Las gran extensión de tejas verdes nos inundan la vista cada vez más y la gran puerta, la boca abierta de la mezquita, exhibe su gran apetito por tragarse a esta muchedumbre bulliciosa y hormigueante.
Comienzan por colocarte en un tipo de antecámara, situada justo detrás del Mihrab y esta vez no es un privilegio. Sin embargo y, desde el otro extremo de la mezquita, todas las personas portadoras de chilaba, signo de buen creyente, se precipitan rápidamente a la gran puerta después de haberse quitado sus babuchas. Hasta se atropellan. Se diría que son alumnos de preescolar corriendo hacia el chocolate que la maestra les ofrece. Hasta tus hijos se apresuran a hacerlo. ¿Intrigando, no? ¡Debe ser su primera entrada en una mezquita! ¡Y con un mecachis por las abluciones! ¡Y con otro mecachis por la religión! Las circunstancias imponen un comportamiento; las apariencias deben estar a salvo. Pero no son los únicos que fingen ser buenos creyentes. Bastantes más siguen el movimiento de los demás por temor a que se diga de ellos cosas negativas, aunque puede que lo hagan solamente a causa del sol que parece seguirnos a propósito para ametrallarnos con sus penetrantes rayos. Otros se alejan de la puerta, se esconden entre un pequeño grupo de individuos, buscan sombra bajo algunos pórticos de la vecindad, se sumen en discusiones del momento, para no hablar del Edén ni del Infierno. Sólo algunos más descarados se quedan plantados frente a la puerta, distribuyendo a los retrasados que se apresuran a reunirse a la muchedumbre del interior con sonrisas tímidas, sonrisas amarillas.
Y recuerda cómo el tiempo puede estirarse, el sufrimiento prolongarse y la espera eternizarse. Por fin estas de vuelta, delante de nosotros, todavía posado encima de nuestras cabezas, elevado una vez más por encima de todos los demás. Por última vez, por cierto. Todos los actores, los buenos y los malos, vuelven a recoger sus sitios, a desempeñar sus papeles; ninguno de ellos puede fallar. ¿Son importantes las apariencias, no? La misma coral, el mismo canto melancólico. Pero las calles son cada vez más anchas, la gente va menos apretada que antes. Al acercarse a la entrada de Bab Maalka, el canto recupera fuerzas. Se había debilitado un poco durante este último trozo de marcha. El sol, el temor y algunas ideas negras que trotan en las cabezas deben de haber provocado esta decaída.
Conduces muy rápidamente ignorando mis tímidos llamamientos al orden. Sigues devorando los kilómetros con este gran apetito voraz que te caracteriza. Pero pareces estar perdido, hundido, destrozado porque una casi joven, una rubia falsa por añadidura, te ha abandonado. Sientes vergüenza de ti mismo, no comprendes cómo un conquistador curtido puede ser conquistado, cómo un cazador puede dejarse cazar. Yo tampoco había soñado jamás con algo parecido, no me había pasado jamás por la mente que pudiera ocurrirte algo parecido. Entonces, me dices "Ven, larguémonos de este maldito lugar, odio a todo el mundo y no quiero que la gente me tome el pelo”.
¡Hace ya dos horas que circulamos! Pero, afortunadamente, eres realmente impaciente y conducir bajo este sol del mediodía despierta tu sed. El mostrador del « Martinete », donde eres un cliente VIP, nos tiende sus vasos llenos, colmados, a cambio de nuestros codos. Hablas y hablas. Ya no sueltas chorradas sobre las mujeres, la vida y el tiempo y el cambio y no sé qué más. Y, cada vez que quiero argumentar, te apresuras a interrumpir mi impulso.
Ya no siento mi trasero sobre este taburete. Pienso que debe estar harto del mío y probablemente de todos los demás traseros, pues acaricia un gran número cada día. Comprendemos por qué los taburetes no tienen la memoria de los traseros. Entonces, te propongo caminar un poco y erramos por los callejones de la Medina, nos paramos en la «Tasca de Ba S'aid» para hincharnos de “pies de ternero” con garbanzos, tu plato favorito. Resolvemos pasear hasta la puesta de sol para aterrizar en la casa de una de tus antiguas amantes. Has recuperado un poco de orgullo y todavía me echas en cara uno de tus proverbios favoritos "Besa estos labios y olvida sus labios". La tarde se alarga, también el número de vasos ingeridos. Y tu proverbio no parece surtir ningún efecto y ciertamente no debe corresponder a tu verdadero estado de alma. Entonces, decides volver y cumplo la orden como de costumbre. ¡Qué día tan largo!
Volvemos a echarnos al camino de la vuelta y todavía aprietas ese puto pedal del acelerador. Quieres que cantemos para evitar el sueño. Y cantamos, cantamos los dos como cuando éramos críos, como en los momentos en que éramos jóvenes, como en los momentos en que estábamos borrachos. Procuras cambiar de CD por enésima vez. Uno de estos discos se desliza desde la boca del reproductor y cae bajo tus pies. Intentamos recuperarlo, nuestras dos cabezas chocan de frente.
Bajo este sol de plomo, la gente se agrupa alrededor del hoyo, un hoyo no demasiado profundo pero sobre todo estrecho, muy estrecho. Y sucio, demasiado sucio, de tierra marrón, seca, un poco húmeda, como consecuencia de todas las botellas de flor de azahar que han derramado encima. Todos se protegen del sol como pueden. Deben temer los dolores de cabeza y encontrar indecente el hecho de morir en verano, cuando uno puede hacerlo en primavera. La coral cambia, el canto también. Son personas mal vestidas, un poco sucias, quienes leen versículos del Corán. Una lectura cuya longitud, selección de versículos y rapidez dependen de los números de billetes que uno alargue. Vendedores de “recompensas”, una vez más. ¡Hay tanto en este valle de lágrimas! Y casi me entran ganas de decirte en voz alta tu famosa frase: "Y con todos estos energúmenos me pides creer en un Dios justo y misericordioso". ¡Hombre! Ahora, no estás en lo alto, por encima de nuestras cabezas, sino más bien a seis pies subterráneos. ¡Por primera vez te sobrepaso! ¡A pesar de todo esto, siento que me he quedado realmente solo!
Ahora, en un silencio ensordecedor, se empujan del brazo para ser los primeros en salir, en dejar el cementerio, en olvidarse de ti, que estás instalado para siempre, muy triste y más bien frío, en este campo de huesecillos y de estelas. Se llevan la palma de la mano al corazón para darse un aire más abatido, un aspecto más triste, para simularse agobiados o sumidos en su pena. Sólo todavía algunos minutos, todavía algunos metros y todo estará acabado; llegará el acto final de esta macabra obra teatral. ¡Confirmo que los actores son muy profesionales, como confirmo que todos tus queridos allegados, falsos y amigos supuestos, tienen el ánimo fundido bajo el peso del deber consumado!
Ni coche, ni tú a mi lado. Tan sólo yo, sólo, tendido en esta cama de hospital. La cabeza bajo una venda espesa y el brazo derecho enyesado y atado por una bandolera. El silencio pesado y la blancura de las paredes, acentuada por esta luz fina y matutina, intensifican mi inquietud. La asistencia médica que había venido corriendo en respuesta a mi llamada me anuncia la noticia. Entonces, me arrojo al primer taxi con destino a tu casa.
Una vez fuera, retomamos el camino en sentido inverso, hacia la casa, allí dónde dejamos a las mujeres. La gente va allá en grupos, según afinidad o conveniencia, andando con un paso claramente más ligero. Se paran para discutir, avanzan hacia otro grupo. Los grupos se fusionan, se desintegran. ¡Es una marcha relajada, menos apremiante! Se han desembarazado de ti, de un cadáver, de una carga, de una obligación pesada. Una vez en la casa, se sientan a la mesa para la comida, todo un festín en honor a tu partida.
Los platos desfilan. Todo el mundo come, se regala, se deleita. Hasta los que esta mañana te cubrieron la frente con sus últimos besos y los que salían murmurando "Está todavía caliente", "Ya está frío" o "Qué bien huele, se diría que exhala un perfume del Paraíso". Pero en este momento, tú ya no existes, estás ya tan lejos que olvidan que ellos están allí por ti. ¡Qué corta es la memoria del hombre, el ser supremo de la creación divina! La escena me recuerda la de los documentales de animales en donde las manadas de rumiantes continúan paciendo tranquilamente al lado de las fieras cuando una de éstas devora a uno de los suyos.
Sigo sintiendo el dolor en el brazo enyesado (mi herencia física), continúa haciéndome daño. Pero el que siento en mi encogido corazón es capaz de sumergir al otro, al dolor físico. Dentro de algunos instantes, todas estas personas van a dedicarse a sus ocupaciones acostumbradas, a sus preocupaciones diarias. Quedarán tus allegados, tus dos hijos (¡qué llevan tu secreto!) en compañía de algunos otros, siendo por fin tus herederos. ¡Oh, ya los veo abriendo tus armarios, rebuscando tus cajones, regalándose tus cartas de amor que leerán en voz alta y riéndose a carcajadas! Ya los veo, dispersan tus papeles, descubren tus secretos y dejan que se revelen todos los besos escondidos, los perfumes enterrados y las sonrisas discretas. Ya los veo discutirse por tus pertenencias, repartirse tus discos, escuchar tu música sin vibrar bajo el ritmo del cuarto movimiento de la novena. ¡Oh, ya me veo, me veo al final de esta mascarada de donde no vuelves! Ya me veo procurando no beber más agua, no ahorrar más dinero y no hacer nada más que arremangar a las chicas. Pero ya me veo también sin el morro necesario para hacer todo esto y pidiéndome: ¿Cómo puedo reunirme contigo allá arriba? Me veo ya demasiado triste con ojos lacrimosos, demasiado solo, no dejando de repetirme que sin ti no sirvo para nada, que soy inútil.
Una voz me resucita: "¿Te sientes mejor? ¿Cómo va tu brazo? ¿Te duele?". ¡Ni siquiera escucho! ¡Ni siquiera respondo! Te juro que me reuniré contigo tan pronto como pueda y que estaremos bien los dos, volveremos a cantar como antes, como cuando éramos tan jóvenes, tan bellos, como cuando transcurría el tiempo y aún no habías muerto.

Abdellah El Hassouni.
Rabat, 26 de mayo de 2010
(Ejercicio realizado a partir de “Comienza el desfile” de Reinaldo Arenas)

4 comentarios:

  1. Me encanta la caracterización de los personajes: la que hace el protagonista de su amigo y, sobre todo, la que va haciendo de sí mismo de forma indirecta...
    Ester

    ResponderEliminar
  2. Me encanta este cuento, una verdadera maravilla.
    la descripcion de algunos comportamientos sociales, que tal vez no todos pueden observar, y solo el ojo de un buen observador como tu abdellah puede hacerlos resaltar, es de lo mas inteligente y sutil, la descripcion de los personajes, del ambiente general, de los sentimientos... todo esta perfecto
    felicidades

    ResponderEliminar
  3. Abdellah,
    “Hipocresía macabra” esta lleno de autenticidad. Me gusta seguir esta cámara tuya que va buscando a los detalles de escenas que pueden ocurrir en cualquier entierro y más que eso, llega desvelar lo escondido detrás fachadas de falsa tristeza.
    ¡Enhorabuena!
    Rkia

    ResponderEliminar

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