Desde que Ali eligió vivir sobre
esa silla de ruedas, lejos del contacto frío y duro del suelo, se sentía más
protegido. Mejor que protegido: se sentía totalmente en su hogar. La hacía
avanzar con el único pie todavía válido que le había dejado el motociclista que
lo atropelló una noche mientras andaba en medio de la calzada.
Esa mañana tuvo dificultades
para dirigirse hacia la plaza como de costumbre. Allí, con dos paradas de
autobuses y una de taxis, solía encontrar a alguien que le pagara el desayuno.
Pero aquel día, como el frío de la noche precedente le había impedido el sueño,
se sentía débil y sin fuerzas y se detuvo a medio camino, al lado de un muro
soleado. Interpeló a un joven que pasaba muy cerca. Este no le hizo caso creyendo
que le estaba pidiendo limosna.
De repente, se vio bien vestido,
cuatro años antes, con todos sus dientes, ya que ahora le faltaban tres de
delante. Su padre lo había echado de casa aquel verano porque consumía drogas,
rechazaba toda autoridad y se negaba a comunicarse con su familia. Vendía libros
de sus hermanas, cosas de su madre y utensilios de cocina. Tenía unos quince años
cuando durmió por primera vez en la calle. Luego siguieron otras noches con
solo una manta, la cual llevaba sobre su hombro de día y le protegía de la
dureza del suelo de noche.
Hizo igual con otro viandante, diciéndole:
- Por favor, ¿puedes ayudarme?
Este se detuvo a cierta
distancia para evitar el olor nauseabundo que emanaba de su cuerpo. Estaba sucio,
llevaba el pelo hirsuto y suscitaba más repugnancia entre los peatones que piedad.
El joven pensó que era para empujarle la silla y llevarlo hacia algún sitio, pero
Ali le precisó que quería que le ayudara a cambiarse de ropa porque le habían
ofrecido otra limpia y mejor que la suya, que ya andaba desgarrada. El problema
era que no podía hacerlo él solo. Con algunas palabras que pretendían resaltar que
no tenía tiempo y disculpándose, el hombre se alejó hacia la parada de
autobuses.
Un año después, seguía viviendo
en la calle pero no se atrevía a irse del barrio. Empezó a pelearse con los sin techo que llenaban las calles de
noche, y ni siquiera pensaba en las dolorosas heridas que descubría cada mañana
en varias partes de su cuerpo. Comía poco y compraba alcohol o droga con el
dinero que le daba la gente como limosna. Pasaron otros dos años en que siguió
sufriendo durante los inviernos más que en otras estaciones. A veces le bastaba
absorber intensamente cola en bolsas de plástico para insensibilizarse ante el
dolor, el frío y el hambre.
Llamó a dos hombres que andaban
despacio con una toalla sobre los hombros y con una mochila en la espalda.
Volvían sin duda del baño público. Se miraron entre sí y aceptaron ayudarle. Lo
transportaron hasta la entrada de una casa. Lo cambiaron de ropa mientras le
preguntaban por su familia, su modo de vida callejera, sus numerosas heridas; luego,
echaron a la basura aquellos harapos sucios. Lo colocaron en su silla-domicilio
y después de haberle comprado algo de comer, los dos amigos se marcharon
hablando de otro tema.
Para Ali, el tiempo se
contabilizaba en noches. Cuando estaba todavía conciente, buscaba un lugar para
pasar la noche. El verano anterior había pasado una noche oliendo su pañuelo
lleno de pegamento, hasta que de repente se encontró casi inconsciente y tirado
en el suelo. Un dolor insoportable en la pierna derecha le hizo desaparecer poco
a poco el efecto anestésico de su droga. Unos peatones testigos del suceso le
explicaron que un motociclista le había arrollado porque zigzagueaba en medio
de la calzada y no había podido evitarle. Rechazó toda ayuda y se quedó solo
con su sufrimiento. Y, desde aquella noche, se desplazó como un reptil
arrastrando la pierna herida y apoyándose sobre sus manos. Una mañana, se
despertó sentado sobre una silla de ruedas color gris, sin lograr recordar en
qué circunstancias se la habían ofrecido.
Frente al muro soleado, sentado
en su silla y feliz, sintió poco a poco el calor del sol sobre su espalda invadiéndole
todo su cuerpo huesudo. Durmió sin
pensar en lo que pudiera ocurrir cuando despertara. A su manera, él también se
agarraba a la vida, a su vida tal y como era.
Rkia
Okmenni
Rabat, 13 de enero de 2013
Cuento basado en la lectura de “Réquiem por un
campesino español” de Ramón J. Sender.
Rkia: tu mano siempre nos acompaña segura y sabia hacia aquellos rincones de la vida que no hemos sabido ver desde fuera, tal vez porque carecemos de la luz con que tú eres capaz de mostrarlos.
ResponderEliminarMuchisimas gracias Ester.
ResponderEliminarA mi torno de decirte que es siempre un gran placer asistir a tus cursos del taller.
Amiga mia,
ResponderEliminarEstoy deacuerdo con le que ha dicho Ester.
Me gusta que se habla de esa gente que muchas veces esta invisible para nosotros. Esa gente de la sombra, a la que se ignora por varias razones... por miedo, por repugnancia, por egoismo, por falta de tiempo... Lo menos que podemos hacer por ellos es ponerles en el primer plano de un escrito, como el tuyo.
Gracias por ese texto Rkia. Me das ganas de escribir algo sobre el tema :)
Un fuerte abrazo
Muchísimas gracias a tí, Princesa Fatine por leer y por comentar
ResponderEliminar“LA SILLA DE RUEDAS”. El cuento está basado en hechos reales. Ha fallecido el protagonista hace solo unas semanas.
Besos.