Cuando
entré a formar parte de la Cooperativa Metropolitana de Taxi, no pensé que
me embarcaría en una aventura en el más puro estilo detectivesco, con fugitivo
incluido. Los despertares adormecidos, el líquido aromático y estimulante de
todos los días y el menú de Casa Antonio eran toda mi vida, hasta que cayó en
mis manos aquel maletín que me descolocó. Yo estaba, como de costumbre,
disfrutando de un pincho de tortilla en compañía de Gonzalo, un treintañero
hipotecado hasta las cejas a quien la crisis había arrastrado a transformar su
medio de transporte particular en público. Otro pobre desgraciado del gremio.
Todo
sucedió después del último servicio de aquella noche. No suelo fijarme en los
clientes que suben al taxi, pero aquella vez... Sus ojos brillaban como fósforo
en la oscuridad y su voz quedó grabada en mis oídos como una suave melodía. La
llevé al aeropuerto y esa fue la primera vez que la vi. Después regresé a casa,
abrí el maletero y, entre mis cosas, encontré un pequeño maletín marrón, de
piel, de los que utilizan los ejecutivos para sus continuos viajes. La
curiosidad me ha perseguido toda mi vida. Así que lo abrí ansioso y escudriñé
cada rincón y, allí, escondidas de las miradas ajenas, estaban como dormidas.
Eran tres cartas escritas por una mujer que se hacía llamar Zoe. Enseguida
pensé en aquella espectacular dama del aeropuerto.
La
letra recorría la página, engordando o empequeñeciendo el espacio. Parecía que
las había escrito después de ingerir o inyectarse alguna droga. El mundo de la
perdición llama a todas las puertas y muchas veces entra sin avisar. El
contenido de las mismas me cortó la respiración. La narradora femenina decía
que estaba cansada de la vida, que no soportaba el dolor, y que las heridas
eran demasiado profundas para sanar. Insistía en que, después de lo sucedido,
no podía volver a Olivella ni enfrentarse a las miradas de odio de las mujeres
y de deseo de los hombres. «¿Qué hacía una hembra como aquella en un pueblucho
de viejos amargados y resentidos?». En la última carta amenazaba con arrasar
con todo. TODO. Me entró el pánico. «La jodida busca venganza», pensé
enseguida. Y dejaba claro que volvería al hospital acompañada de unos cuantos
para no abandonarlo jamás. La muy cabrona había decidido convertirse en víctima
y en verdugo y llevarse las vidas de aquellos infelices. «Ni de una dulce
mirada ya uno puede fiarse», me dije rascándome la barbilla. Y yo, que nada
pintaba en aquel desaguisado, estaba al corriente de aquella matanza. «Ni en
sueños me veré entre dos fuegos», pensé en ese instante.
La
gente no suele almacenar el rencor tanto tiempo en el corazón; a no ser que los
males que padezcan sean irreversibles, es decir, terminales. Además, había
cogido un avión y seguramente esa pobre trastornada, la tal Zoe, estaría
disfrutando de los placeres mundanos de la vida en una playa exótica del
Caribe. Así que me olvidé del asunto y me centré en mis recorridos nocturnos,
en mis clientes ebrios o somnolientos, y en mis escapadas a Casa Marie entre
servicio y servicio; pero, sobre todo, en gozar al máximo de los momentos de
soledad que me brindaba mi oficina de cuatro ruedas, recorriendo las calles de
mi amada al son de I Love Rock ‘n’ Roll de Joan Jett.
Sin
embargo, no pude olvidarme de Zoe y de aquellas cartas escritas con trazos
desiguales, tortuosos, atropellados… Líneas que presagiaban un triste final. No
iban dirigidas a nadie en particular. Parecían vomiteras repentinas para calmar
el dolor del alma, o del corazón, quién sabe. Tal vez huía de una vida que
otros habían diseñado a su medida, y a su conveniencia, pero que a ella no le
interesaba. Todo se resumía en un “maldito” lugar llamado Olivella.
Reconozco
que la curiosidad me venció y al día siguiente tomé la decisión de viajar hasta
ese pueblo “maldito”. Al principio, a todos
nos entra cagalera cuando creemos que nuestras carnes peligran, pero luego se
nos pasa y nos lanzamos al vacío sin medir las consecuencias. Y todo para
demostrar que somos el mejor gallito del corral. Nunca había estado allí y me
moría de ganas por conocer Olivella, mejor dicho, por ser testigo presencial de
un hecho delictivo. La salsa que necesitaba en mi vida. Y creo que lo deseé
tanto, durante tanto tiempo, que aquel plan se malogró en el mismo instante en
que lo convertí en propósito. Esa mañana, mientras hacía la maleta, sucedió
algo inesperado. Yo estaba rebuscando en el maletero de mi coche una camisa
lisa y negra con el rostro de Elvis en el lado del corazón. Como no la hallaba,
pensé, incluso, que la había olvidado en la lavandería; pero como la paciencia
nunca me ha acompañado a ningún lugar en los que he estado, agarré con los
brazos todo lo que había llevado a la lavandería y lo volqué en el suelo del
garaje. Fue, entonces, cuando lo vi. Otro maletín de piel, en este caso negro y
de esos que cuestan un riñón. Supuse que pertenecía a uno de mis clientes de
esa noche, al de apariencia más ricachona. Lo recogí en la avenida Diagonal y
su belleza irritó mis ojos. Lo llevé también hasta el aeropuerto. Dos fugitivos
guaperas y olvidadizos en mi taxi huyendo a medianoche. «Vaya mierda de
delincuentes», pensé al instante. Pero enseguida me convencí de que me había
topado de lleno con un asunto turbio.
Claro
como la leche. Se trataba de una banda organizada que pretendía deshacerse de
todos los taxistas de la ciudad en la oficina de Objetos Perdidos y, entonces,
harían estallar la bomba… y la carnicería sería la nuestra… Pero ¿qué culpa
tenemos los taxistas de los problemas de este puto país? Me empezaron a temblar
las piernas y las ideas. Sabía que no debía abrirlo, que hacerlo era violar la
intimidad de otra persona, pero mi olfato detectivesco me pudo. No hacerlo
significaba, también, olvidarme de su existencia, y de mi vida. La única que
tenía. No pude evitarlo. Lo abrí. Y me entró la risa. También había una carta.
Pensé, entonces, que se trataba de la jodida “Cámara Oculta” que algunas
cadenas se empeñan en grabar sabiendo el morbo que le produce a la gente. Me
cagué en todo y en mi cabeza aparecieron los nombres de mis dos colegas con los
que me corría las mejores juergas. «Cuando los pille, los mato», me dije
mientras mis ojos recorrían todas las esquinas de la calle. Nada de nada. Ni
una puñetera cámara. Me rasqué la coronilla.
No
podía con la incertidumbre. Estampé mi mano en la carta y la abrí intentando no
romperla, pero mis dedos estaban torpes y acabé destrozando el sobre. Me fijé,
entonces, en que iba dirigida a Zoe y que el remitente era un tal Santiago
Montenegro. Aquello no podía ser casualidad. Apenas podía atemperar los
nervios, la leí como un niño ansioso que disfrutaba de su regalo. En la carta,
el joven expresaba su amor incondicional hacia ella y sus deseos de morir si lo
separaban de ella. Había escrita una frase que indicaba la próxima cita:
Aeropuerto del Prat. Ni putas, ni delincuentes, ni terroristas. Dos
desgraciados del amor que el caprichoso destino había cruzado en mi camino para
que yo ejerciese de “celestino”. Lo que me faltaba. Así que me olvidé del viaje
a Olivella, ya le había visto las orejas al lobo en muchas ocasiones, y no me
convenía tentar a la suerte, y me encaminé hacia el aeropuerto con el fin de
olvidarme para siempre de los dos maletines, pero sobre todo de las dichosas
cartas.
Cuando
llegué, busqué la Oficina
de Equipajes Perdidos. Me hicieron rellenar una hojita y estuve a punto de
perder la paciencia. Me contuvo la mirada inquisitiva de uno de los policías.
Cuando vemos a un madero a todos se nos afloja la bragueta. Al salir de la
oficina me fui directo a una de las cafeterías del aeropuerto. Pedí una cerveza
y un bocadillo ibérico. Tanta emoción me había abierto el apetito. Y como no
encontraba el mechero me acerqué a una pareja de tortolitos y les pedí fuego.
Menuda sorpresa me llevé. Eran ellos. Azafata y piloto con cara de póker. Sus
miradas se clavaron en mis pupilas. Me presenté. No tardé en informarles sobre
dónde se encontraban sus malditos maletines y ellos, muy agradecidos, me
confesaron que habían perdido la esperanza de encontrarlos y que, incluso, habían
llamado a la Cooperativa
de Taxi para dar conmigo. Me contaron que estaban trabajando en una novela
romántica y que pretendían sacar un dinero extra vendiendo “amor”. Se me puso
cara de lelo. Y yo, durante horas, había estado desgranándome los sesos en
busca de respuestas con el fin de convertirme en héroe nacional…
Desde
ese día me prometí que antes de cerrar el maletero de mi oficina me aseguraría
de que los clientes agarrasen todas sus cosas. Pero una mañana, cuando terminé
el último servicio, me dirigí a la lavandería. Saqué mi bolsa de deporte del
maletero y cuando la abrí… ¡No me lo podía creer. Treinta mil dólares
americanos habían caído en mis manos como ángeles salvadores. Sabía a quién
pertenecía: al irritante capullo que había recogido del aeropuerto y llevado al
Hotel Ritz. Un indeseable que no lo necesitaba. «¿Quién, en su pleno juicio,
lleva esa cantidad de dinero en una bolsa de deporte?». Jaque mate. Me fui a
casa, hice la maleta, abrí otra cuenta en un banco e ingresé parte del dinero.
El resto lo deposité en mi banco. De vuelta a casa hice una parada en una
agencia de viajes y me compré un billete de avión. Dejé el taxi en el garaje y
cogí mi coche. De camino al aeropuerto imaginé el resto de mis días recorriendo
otras calles, otros bares y otras mujeres. ¿Destino? Desconocido.
Clara Urbano Lira
Rabat, 28 de febrero de 2016
Ejercicio basado en un motivo de “Hotel Almagro” de Ricardo Piglia.
Clara: muy dinámico, lleno de locura... Invitas a creer que vamos directos al cuento fantástico, pero acabamos sumergiéndonos en un relato detectivesco de desenlace desenfadado.
ResponderEliminar¡Bienvenida al Taller y gracias por compartir!
Me ha encantado la historia, dinámica y muy fluida. Desde el inicio captas el interés del lector por saber qué misterio encierran los maletines.
ResponderEliminarEnhorabuena y ánimo para seguir escribiendo.
Anastasio
Hola Clara
ResponderEliminarEstoy muy contento de leerte por primera vez; bienvenida al Blog.
La lectura de tu cuento es agradable y la trama es bien elaborada. Sin embargo, estuve un poco sorprendido por ciertas fraseologías y algunas metáforas a las cuales no estoy acostumbrado.
Normal, la pluma de una nativa es muy rica y mejor dotada.
Estoy en espera del próximo cuento.
Gracias por compartir.
Enhorabuena.
Bienvenida Clara!
ResponderEliminarWow!! que cuento muy pasmoso!! Me gusta mucho.
Como ha dicho Abdellah, "una pluma de una nativa muy rica y mejor dotada".
El cuento es tan atractivo que lo he leído en un trago, si podemos decir así.
La descripción del seguidamente de los eventos esta culminada en el mente del taxista, pero al final se contraersió en una única decisión, opción.
Un cuento que cautiva el lector, fluido.El misterio de los maletines està muy bien descrito.
Enhorabuena Clara!!!
Bahia
¡Hola Clara!
ResponderEliminar¡Tu cuento es cautivador!
Una trama muy bien elaborada y un estilo fluido y muy interesante. El cuento esta lleno de sorpresas y de giros que hacen que su lectura sea entretenida y agradable. Me gusta también cuando pones en tu texto (en estilo directo) las palabras que traducen el enfado del protagonista haciendo del taxista un personaje real y “simpático” que hasta se permite “jurar e insultar”.
Además, descubro con gran placer la rica imaginación de mi vecina en el taller a la hora de escribir y espero leer más de ti.
Gracias.
¡Felicidades!
Rkia
Hola Clara: Me encanta mucho el desarrollo de la historia.
ResponderEliminarEl cuento es maravillosamente elaborado.
Me inclino ante tu pluma.
Enhorabuena
Fatima