
Para mí, la calle Al Mohit era la
continuidad de nuestro jardín porque podíamos ir en bicicleta por ella cuando
todas las maravillas que nos ofrecía aquella casa dejaban de atizar nuestra curiosidad
de niños insaciables e inagotables. Era una calle tranquila que serpenteaba con
ligereza entre los chalés ocultos tras sus muros infinitos, únicos artificios
que la delimitaban por cada lado. Era una presencia inmutable en aquel
espectáculo desértico de nuestra ciudad, puerta del desierto, cuyo verdor se
mantenía por una excesiva irrigación que forzaba la naturaleza a producir
manchas verdes en un cuadro amarillo quemado por un sol permanente. Durante los
largos días del verano, ese espacio común se parecía a una calle de las
películas del oeste, ahogada por el peso del silencio, tumbada por la ausencia
de la vida y abrazada por el calor insoportable de aquella estación que
cambiaba nuestra vida de diurna a nocturna. Al anochecer, la vida se reanudaba,
finalmente la calle salía de su torpeza y nos acogía en su seno, iluminada por
las farolas altas que rechazaban el velo oscuro tendido por la noche. Tras
salir de nuestra madriguera, todos nos encontrábamos para compartir juegos y
esparcirnos sobre su superficie sinuosa buscando un poco de frescura. Así era
nuestra calle, donde lo bueno y lo malo se unían para encender la llama de una
vida rica de experiencias.
En todas las casas había árboles
frutales que nos ofrecían frutos suculentos bien maduros por el calor
beneficioso del sol. Sin embargo, en la casa de nuestros vecinos de la
izquierda, todo era diferente: la belleza tenía tanta importancia como la
productividad. Cada vez que su puerta se abría para dejar pasar un enormísimo coche,
nos desvelaba un largo camino bordeado por flores de diferentes colores que
finalizaba ante dos extensiones de césped de un intenso verde. Ambas acogían en
su centro un gigantesco álamo cuyas hojas lo invadían en primavera y rozaban un
aire que se fue incrustando en mi memoria… Ese aire que, ahora, cada vez que
oigo sea donde sea, me empuja a viajar por mis conmovedores recuerdos.
A veces, en ese decorado paradisíaco,
surgía una criatura agradable cuya presencia nos hechizaba. Era la mujer del
dueño, una extranjera que comparábamos a una flor de loto del desierto, pues su
presencia en aquel lugar era muy especial. Tenía el cabello de un rubio casi
transparente que la semejaba a un hada, además de una sonrisa luminosa que nos
llenaba de felicidad cuando se dirigía a nosotros. A veces, yo escalaba el muro
que separaba nuestras casas para espiarla. Cuando ella cruzaba los senderos
estrechos de su jardín para cuidar de sus rosas, se desplazaba entre los
arbustos como una mariposa, arrastrando tras ella los largos y estampados
faldones de sus faldas semejantes a las de las hippies. Se arrodillaba con
delicadeza y respeto frente a cada matorral como si fuera una divinidad. Con su
podadera, eliminaba ramitas u hojas muertas y, algunas veces, cogía rosas para
hacer un ramo que llevaba a su casa. Una vez, me sentí muy atraída por un
sonido melodioso y agradable que provenía del fondo del jardín. Allí, había una
pérgola invadida por una glicina cuyas flores parecían racimos de uvas. En esa
escena de cuento, nuestra vecina se hallaba sentada sobre un banco de madera,
obra maestra de ebanistería, con el pelo recubriendo sus hombros desnudos.
Estaba tocando un violín con mucha gracia y mucha habilidad. Frente a ella
había una silla de ruedas. A pesar de todos mis esfuerzos para descubrir quién estaba
sentado en aquel artilugio, el gran intruso de aquel paisaje, no logré saberlo
y solo pude avistar sus largas ruedas metálicas.
En aquella época, cuando salía de
casa con mi hermana para ir al colegio, bordeábamos los muros para aprovechar
la sombra de los árboles, cuyas ramas se extendían protegiéndonos de los
ardientes rayos del sol. Un día, mientras pasábamos cerca del portón vecino, vimos
que el portero de la casa lo había dejado abierto al barrer la entrada. La
bella desconocida estaba cuidando de sus flores con sus guantes amarillos y su ancho
sombrero. Al vernos, nos sonrió y nos hizo una señal con la mano para que la
esperáramos. Se acercó, se inclinó con elegancia y nos besó delicadamente. Su
sonrisa nunca la abandonaba. Nos preguntó nuestros nombres y nos ofreció una
rosa a cada una. Aquella era la rosa más bella que había visto en toda mi vida.
Después nos pidió por Dios que fuéramos el sábado a su casa para asistir a la
fiesta de cumpleaños de su hija. Eso nos sorprendió y ella, al ver nuestros
ojos asustados, me acarició el cabello hasta el extremo de mi larga trenza y
nos dijo que no teníamos nada que temer, que «él» no asistiría a la fiesta.
Había acompañado su frase con un guiño y una sonrisa cómplice, ya que al hablar
de «él», era evidente que se refería a su marido. Ella sabía muy bien que nuestros
padres nos habían prohibido acercarnos a su familia -por alguna razón que
ignorábamos- y nos aseguró que iba a hablar con nuestra madre para que nos
permitiera ir.
En realidad, para nosotros, reinaba
un atrayente y espantoso misterio alrededor de los habitantes de aquella casa,
sobre todo del dueño, al que veíamos solamente montado en su coche cuando
entraba o salía. Nuestra curiosidad nos empujaba a mirar fijamente su automóvil
cuando se deslizaba discretamente por la calle como un fantasma negro que
acentuaba más aquel misterio. Nosotros, que teníamos entonces una imaginación
tan bulliciosa, lo veíamos como un gánster de la mafia italiana, poderoso y
despiadado. Temíamos en especial su mirada, oculta tras unas gafas de sol que
nunca se quitaba. Sus trajes, siempre bien ajustados, le daban un aire muy
elegante que contrastaba con lo que dejaba transparentar su rostro:
indiferencia, rigor y casi crueldad. Lo imaginábamos castigando injustamente a personas
o matando a otras con su arma que escondía probablemente bajo su chaqueta. Veíamos
la imagen de un verdugo sin piedad dando órdenes con frases cortas y una dura
voz acompañada de una penetrante mirada. Iba siempre en el asiento trasero mientras
el chófer, tan misterioso como su jefe, acariciaba con seguridad el enorme
volante que dominaba aquel espacio cerrado. Cada vez que lo veía entrar o
salir, el portero lo saludaba totalmente paralizado: la mano rígida rozándole
la frente, los ojos fijos mirando a lo lejos y las piernas rectas y muy juntas.
Mantenía siempre esa postura hasta que el coche desaparecía en el interior del
gran jardín o en la curva de la calle.
Ese pobre hombre, que cumplía aquel
trabajo tan riguroso, nos recibió con mucha amabilidad cuando llegamos la tarde
del sábado para participar en la fiesta. Nos presentamos con un regalo que
nuestra madre había comprado esperando que estuviera a la altura de nuestros anfitriones.
Yo me sentía como una princesa caminando por aquella estupenda entrada con mi
vestido blanco, que llevaba solo en las fiestas, y con mi cabello suelto
aireado por una ligera brisa que se colaba entre las ramas de los árboles y se
cargaba de frescura antes de rozar nuestra piel húmeda. El sonido de la grava entrechocándose
bajo nuestros pasos y el crujido de las hojas de los álamos nos acompañaban
como un agradable vals. En el fondo del jardín, los criados habían puesto una
gran mesa con muchos pasteles, galletas, dulces y bebidas. Todos estos platos
estaban expuestos sobre un mantel semejante a un cuadro donde figuraban niños
en diferentes escenas de la vida: algunos empujando un aro con la ayuda de una
varilla, otros pescando en una charca, un grupo de niñas abrazando una camada
de cachorros, montones de niños corriendo en el claro de un bosque, dos chicos
de puntillas y estirándose para alcanzar un paquete de chocolate sobre una
estantería. Todas eran escenas llenas de actividad y de felicidad. Estábamos
como en un sueño, pero, a pesar de toda aquella abundancia, la soledad rodeaba
el orgulloso y decepcionado banquete por la falta de convidados.
De repente, de la casa surgió nuestra
vecina empujando una silla de ruedas en la que se acurrucaba una niña que tenía
casi nuestra edad. Avanzaba hacia nosotras con su palidez habitual y su sonrisa
radiante que no lograba borrar el susto de los ojos infantiles que temían
nuestra mirada y nuestra reacción. Nos acercamos, la saludamos y le dimos el
regalo, que era más grande que nosotras. Al verlo, el espanto desapareció de
sus ojos y se iluminaron de alegría. Era una muñeca muy grande, tan rubia como
su madre y llevaba un vestido colorado. En este momento, los empleados aparecieron
cantando y con un gran pastel de cumpleaños para celebrar el nacimiento de su
joven dueña. Resultaba evidente que aquellos eran los únicos invitados que iban
a compartir con nosotros todo lo que nos ofrecía aquella mesa generosa. Pero, mientras
disfrutábamos de la fiesta, entró un grupo de hombres vestidos con trajes oscuros.
Avanzaron por el camino hacia nosotros como una amenazante ola negra a la par
que iban envolviendo el lugar de miedo. La bella extranjera nos tranquilizó con
caricias y suaves palabras, después se acercó al que parecía el cabecilla y le
explicó que era el cumpleaños de su hija y que no tenían que asustarnos. El «capitán»,
tal como ella lo había llamado, le presentó una carta y le dijo que tenían que sacarlas
a ella y a su hija de allí. Ella, con manos temblorosas y lágrimas contenidas,
abrió la carta y la leyó… Luego, bajó los brazos y dejó caer la hoja, marcada
indefinidamente por palabras escritas con tinta negra y una caligrafía muy
bonita, y que acabó pisoteada como una vulgar víctima en el frenesí que reinó
en los minutos siguientes. Destrozada, la bella extranjera se despidió y empujó
enérgicamente la silla de ruedas, desde la cual se alzaba la voz vibrante de la
niña intentando comprender lo que pasaba. Los perplejos criados se despejaron rápidamente
la mesa y regresaron a la casa. El portero nos acompañó, abatido, hasta el
pórtico, que se cerró pesadamente tras nuestra salida… Como en un libro de
cuentos. Mi hermana y yo nos alejamos decepcionadas, mientras yo apretaba la carta
arrugada con toda la firmeza de mi puño cerrado.
María El Kannassi.
Rabat, mayo de 2016.
Actividad inspirada en
un ejercicio de clase basado en el cuento «No es nada» de Carlos Castán.
Hola Maria
ResponderEliminarImpresionante. Pensaba que eras solamente una poetisa cuyos escritos me encantaban, pero me sorprendes con este cuento bien imaginado, estructurado y elaborado. Hay algunas descripciones magníficas y pasajes que me gustan mucho a ejemplo de “la calle salía de su torpeza y nos acogía en su seno, iluminada por las farolas altas que rechazaban el velo oscuro tendido por la noche” o “una ligera brisa que se colaba entre las ramas de los árboles y se cargaba de frescura antes de rozar nuestra piel húmeda”.
Enhorabuena.
Abdellah
Muchas gracias Abdellah ! Me alegro de leer tu comentario que me llena de orgullo , ya que viene de un escritor como tú cuyas escrituras me encantan !! Muchissimas gracias !
ResponderEliminar¡Qué conmovedores recuerdos!
ResponderEliminarMe encantan las descripciones que hace la protagonista de sus vecinos de infancia aun con el paso del tiempo.
Descripciones ricas y detalladas en colores, sensaciones, sentimientos e impresiones que hacen que el lector siga a la niña atrapado por su curiosidad infantil pero también a la adulta en el recorrido de sus recuerdos.
¡Y qué final! Un verdadero misterio…
¡Felicidades Maria!
Rkia
Maria. Estoy verdaderamente impresionada de lo bien que narras. Lo haces con sutileza y con gracia. Tus relatos se leen de un tirón y te dejan un sabor dulce e intenso en el paladar. Un cuento maravilloso que seguramente releeré, como el poema que publicaste. Me muero de ganas por leer otro cuento tuyo. Felicidades.
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