No estoy segura de que todo fuera así, pero fue ella quien
empezó a contarme la historia. Una historia como tantas otras, que no tiene un
verdadero principio, ni un verdadero final. Igual que una ráfaga de la realidad
reflejada por distintas miradas. Al menos eso me parece...
En los más antiguos recuerdos sigue vivaz la imagen de la calle que nos
acogía acomodada a nuestra medida. No estaba bordeada por estrictas aceras, sino
por complacientes jardines para alejar nuestros juegos de las casas, ocultas tras
mucha vegetación y vallas de madera. Aunque era recta, no atraía a los coches. Gracias
a que los intrusos vehículos eran escasos, nosotros éramos los verdaderos
dueños de toda la calle desde su principio allí, en la estática cuadratura de
la pequeña plaza, hasta las vías del tranvía que anunciaban su fin. Se recorría
en un par de pedaleos, pero por muy pequeña que fuera, nos concedía todo el
espacio necesario para reunir alegrías, medir imaginaciones, intercambiar secretos
o para vencer nuestras tristezas en nuestros juegos diarios. Más cómplice era
la calle en las largas tardes de verano, porque nos aseguraba todo el tiempo del
mundo y suficiente discreción para ensayar las primeras travesuras y exhibir
nuestras aptitudes. Tenía un encanto especial en el instante en que caían los rayos
violetas, poco antes de que tuviéramos que volver a casa. A nuestro alrededor,
la oscuridad difuminaba poco a poco toda existencia, dejándonos aislados en un mundo
muy importante, disimulado para los adultos por la penumbra que creaban unas
pocas farolas y, si teníamos suerte, las enormes estrellas.
Para dar nuestra dirección, habíamos aprendido el nombre de la calle, un
nombre demasiado formal, demasiado largo, compuesto de los impronunciables nombre
y apellido de un general ruso. Sonaba grave y ajeno. Cosas incomprensibles de
adultos. Tampoco los impersonales números de nuestras casas se conformaban con sus
identidades. A mi casa, por ejemplo, le tocaba el número 4 porque estaba cerca
de la plaza donde empezaba la calle, me habían explicado. Un número soso, que
no tenía nada que ver con el aspecto de una casa que escondía mil y un secretos.
Una rápida ojeada a la calle permitía constatar que, tras el nogal de la
derecha y el avellano de la izquierda, allí quedaba un tanto retirada una casa pequeñita,
no muy común, de ascéticos ladrillos rojos y de tres plantas muy distintas
entre sí. La primera planta no tenía ventanas que dieran a la calle, sino una
especie de bulto enorme de madera que, en realidad, era un pequeñito cuarto, seguramente
de construcción posterior. Era un escondite ideal durante los juegos, pero la
cadena del pequeño portillo, siempre cerrada, impedía cualquier intento de traspaso.
A veces, mirando a través de los agujeros de las junturas colocadas entre las
planchas de las paredes, veíamos los ángulos de cajas metálicas llenas de
tesoros o, bien, algo semejante al baúl de mi abuela, donde se protegían
manteles, ropas y jerséis que habían sobrevivido tras muchas modas, un
fragmento de un marco vacío, unos cuantos libros sobre una pila de cartones...
La segunda planta, la de mis padres, se presentaba
con dos ventanas de dos hojas cada una, que miraban hacia la calle y le
proporcionaban un aspecto de casa dibujada por un niño. La más atractiva era la
tercera planta, protegida por un enorme techo de cuatro aguas cubierto de tejas
carmín, que se alzaba hasta el cielo. Enfrente de la calle, las tejas cedían su
lugar a dos grandes tragaluces. Como en las ilustraciones de mis cuentos.
En la planta baja vivía una señora mayor. Su piso tenía pocas y pequeñas ventanas
y todas ellas estaban situadas en el lado opuesto de la calle, allí dónde desembocaba
la escalera de la segunda y la tercera planta. Así, el camino de entrada y de salida
quedaba custodiado por su mirada. Al verme pasar, aquella señora no perdía la
ocasión de abrir la ventana y de regañarme por hacer ruido, por no saludarla, por
mirarla de mala manera, por todo o por nada...Quería castigarme amenazándome con
que iba a contar todas mis travesuras, de las que sabía más que yo, a mi maestra,
y es que a ella le gustaba vengarse por no tener amigos. Yo no era la única
responsable de todo lo malo que le pasaba, así que mis amigos también la
evitaban… Y como nunca había sido joven, no podía saber que sus reprimendas no
servirían para nada. ¡Pobres aquellos gatos que vivían a su lado y la
soportaban! No entendíamos por qué una señora de pequeña estatura, siempre
envuelta en ropa oscura sin color alguno, de escaso pelo, gris, con un rostro
que lucía un blanco fantasma, tenía nombre de reina: Victoria. Ese no era su
verdadero nombre; eso estaba claro. Seguro que lo había robado. A mí no me iba
a robar la calma, porque ella no era nada más que un diseño inofensivo de una
mala reina que se había escapado de un libro, pero pronto se vería obligada a regresar,
porque la encontraría la verdadera y buena reina Victoria para recuperar su
nombre y para encerrarla para siempre en el cuento. Pero yo no se lo diría a
nadie, porque los adultos no podrían comprenderlo.
A veces, yo coincidía en la escalera con el joven
señor alto y esbelto del ático. Nos dirigíamos un vago saludo. Nunca más
palabras de las necesarias. Se llamaba Lilo. Un nombre coloreado de lila. Como el
de las flores de los arbustos cultivados por los vecinos que tanto adornaban
sus jardines. Alguien dijo que era pintor. Y de verdad lo parecía: con su pelo
largo, moreno, recogido por detrás; la barba un poco descuidada; los vaqueros
de siempre; un aura aromática de cigarrillo y, sobre todo, una mirada un tanto
ausente ocupada en algo suyo, quizás imaginando los colores de los pensamientos.
En el ático, con aquellos tragaluces de encanto, no era posible que viviera
alguien que no se dedicara al arte. Cuando yo regresaba a casa a oscuras, veía
la luz que resplandecía desde los tragaluces y fantaseaba con ver los cuadros
que aquel pintor debía pintar. A mí también me encantaba dibujar, pero me daba
vergüenza mostrar mis "cuadros". Me habría encantado que un verdadero
pintor me enseñara a dibujar bien. Un día se lo pediría, eso seguro.
Así de sencillo era el mundo. Después vino la prisa
por descubrir lo de afuera: la primera escuela, seguida de la otra más grande y
más sabia y, después, de mucho más. Amigos, enemigos, gente. Las vacaciones y
los recreos poco a poco se iban haciendo esporádicos. Nuestros ratos violáceos habían
desaparecido. Por las tardes, no se oían las voces de los niños que jugaban, ni
fluctuaba ninguna pandilla de bicis por nuestra calle, que se había convertido
en aparcamiento de cochazos. Conservaba el mismo nombre, pero era diferente. En
algunos años, muchos jardines habían sido invadidos por pretenciosos edificios
de superior altura que la que merecía la calle. Las viviendas de nuestro bonito
barrio iban convirtiéndose en cursis. La casa donde yo vivía era de las últimas
auténticas que sobrevivían entre aquellos gigantes, aunque fuera muy pequeñita
y pareciera asombrada. Desde que el señor Lilo había desaparecido, se habían
apagado sus tragaluces. La tercera planta estaba tristemente vacía, sin
pinceles, ni pinturas que sin duda habrían creado un mundo maravilloso, aunque
imaginario. Entre susurros, corría el rumor que el hombre había emigrado
ilegalmente, muy lejos, incluso se mencionaba el Canadá, para evitar una
existencia planificada por alguien ajeno y una carrera impuesta desde arriba. Quería
disponer él mismo de su propia vida, de su juventud y de su talento. Se suponía,
tras puertas cerradas, que habría buscado un porvenir lejos de la caligrafía de
los lemas demagógicos del partido y de las imágenes de anuncios para un futuro
pintado con falso optimismo. Pero nada de lo que se imaginaba era seguro. La señora
Victoria tampoco contaba nada de esta traición. La misma señora que, como lo
habían experimentado los vecinos, siempre estaba al corriente de todos sucesos
y que, al enterarse de ellos, enseguida hacía correr varios comentarios. Incluso
se oyó decir, por entonces, que ella era la responsable de dar información a
alguien de todo lo que iba sabiendo de la gente.
El nogal de la derecha y el avellano de la izquierda que
había delante de la casa echaban en falta el cielo y perdían, poco a poco, sus
melenas. Sus escasas hojas amarilleaban antes de caerse para siempre, hasta que
un día de otoño alguien llegó y cortó de raíz aquellos dos esqueletos
completamente desnudos. Iban a servir por última vez a la señora Victoria, ya
que durante el frío invierno que se aproximaba, sin una calefacción central
como la de los nuevos bloques, ella tendría que encender la chimenea cada día. Aquellos
últimos años la habían envejecido y, por lo muy débil que estaba ya entonces, no
tenía fuerzas para regañar a nadie. Tampoco para recoger la leña y llevarla
hasta el cobertizo. Nos pidió entonces que la ayudáramos una vez ¡por favor!, lo
cual suponía que por fin entraríamos allí. Hacía una eternidad que nadie le
había quitado la cadena. Tras algunos intentos, por fin se produjo un sonido
estridente. Ya estábamos dentro. La luz del día entraba con dificultad a través
de las telarañas que cubrían los objetos. Para liberar espacio, tuvimos que
desplazar unas cajas metálicas que, antaño, habían sido cubiertas de diseños y
aparentemente habían contenido lápices de colores de una marca de calidad: «Karandash». Estaban deformadas por la humedad y el tiempo. Bastó con tocarlas para
que cayeran salpicando el suelo de un pasado hasta entonces inexistente: diseños
de colores ya algo asombradizos, hechos por una mano insegura; algunas fotos de
color sepia que mostraban una familia con una niña preciosa, sonriente, siempre
vestida de blanco; un montón de cartas atadas con una fina cuerda y envueltas
de un tejido deshecho en las esquinas que seguramente antes había sido blanco. Por
las palabras escritas en el reverso de algunas fotos, comprendimos que la niña
se llamaba Victoria y que, a la sazón, debería de tener más o menos la misma
edad que mi vecina.
Nunca he sabido qué le pasó a aquella niña vestida de blanco
que había hecho unos dibujos tan parecidos a los míos. No quería preguntárselo
a la señora Victoria, ella no me lo diría, porque la había olvidado tras
encerrarla entre telarañas.
Albena Vlaeva.
Rabat, mayo de 2016.
Actividad inspirada en un
ejercicio de clase basado en el cuento «No es nada» de Carlos Castán.
Albena !qué alegría tenerte por aquí!
ResponderEliminarMe ha encantado tu cuento. Una historia fresca, ligera y fácil de leer, pero que te transporta hacia la señora Victoria, hacia Lilo y hacia todos sus personajes, y cómo no, a la casa que vista desde la visión del narrador o narradora, parece que está encantada. !Qué ingenuos que somos cuando somos pequeños!
Enhorabuena y espero que esta historia sea el inicio de muchas más.
Anastasio
¡Hola Albena !
ResponderEliminar¡Me encanta tu cuento!
Muy agradable de leer y el párrafo que introduce el cuento es interesante porque avisa al lector como en el titulo de que la historia esta “sin principio ni final”.
¡Felicidades y bienvenida al blog!
Rkia
Vaya cuento Albena ! No entiendo por que no te atreves a escribir ! Esta bien escrito , se nota muy bien que tienes un estilo tuyo , tu huella es muy tocable ! Tus descripciones son bien detalladas como nos habia pedido Ester ! Hiciste un buen guia para presentarnos tu bella calle , puedo muy bien imaginarla y imaginarte a tí tambien en cada parte . Henhorabuena y sigue escribiendo por favor , no me dejes sola !!
ResponderEliminarMuchas gracias,Anastasio,Rkia,Maria por vuestros muy agradables comentarios.El ejercicio de escritura,tal como nos lo ha ofrecido Ester,ha sido una experiencia formidable y recomendable para los principiantes,en la que más me ha gustado el proceso de la elaboración del cuento:en la entrada-los componentes y las instrucciones propuestas por Ester;después-al mezclarlos con mis recuerdos y con un vapor de imaginación se ha producido una mixtura con varios accidentes corregidos por la vigilancia de Ester;en la salida-un texto muy ligero, casi transparente,porque todo su peso se ha quedado en rojo y negro(más rojo que negro)dentro de los ficheros de la elaboración.Ah,y no se me olvide que si he llegado al final, de una cierta manera es gracias a que he ensayado este proceso,aunque tímidamente,en tus clases,Anastasio.Maria,hasta ahora he preferido saborear vuestras creaciones-siempre con muchísimo gusto,aun silenciosamente- en vez de escribir,pero no puedo negar que este ejercicio ha sido muy agradable y por fin he olvidado mi tonto perfeccionismo!
ResponderEliminarAlbena
!Bienvenida Albena en nuestro blog!
ResponderEliminarQué buena historia, una nostalgia muy bien elaborada, llena de recuerdos bonitos, y una descripción tan detallada que nos da una imagen perfecta de alegría. Me he encantado tu cuento.
La estructura està muy bien elaborada. Escribes màs, tienes la pluma.
!Felicidades!
Bahia