La voz impersonal que te había acogido resonaba como un tambor en tu cabeza, hasta tal punto que no oíste el portazo tras su salida y sus palabras: "Voy a tardar más esta noche, una hora o una hora y cuarto…”. Tu mirada corrió por el largo pasillo que acaba en el salón, apenas inundado por los primeros rayos del sol, mientras que tu espíritu divagaba ya lejos. Apenas detuviste tu mirada en el lujo, casi no percibiste los signos ostentatorios, aquellos emblemas fríos de una burguesía glacial. Tu espíritu vagabundeaba sin pararse en un punto fijo. Siempre sufriste esa carencia, la de no tener ningún elemento de referencia, o al menos un fuerte sentimiento de atracción por algo o por alguien. Una mujer originaria de un remanso de paz perdido en la vasta naturaleza montañosa del centro del país no puede tener ninguno. De tu aldea lejana, furtivamente emergían, en tu memoria ya cansada, imágenes un poco pálidas: una pequeña aldea solitaria colocada al final de un sendero de montaña y en las inmediaciones de un bosque de pinos. Un pueblo lindo, azul y amarillo, idílico para revistas de turismo, con su plaza central, su minúsculo lugar de culto un poco ridículo, su delegación farmacéutica, su médico de mediana edad, sus niños despreocupados corriendo descalzos, sus hombres maduros de rostros quemados por el sol que intercambiaban las mismas bromas y sonrisas de siempre, hombres que hacían a menudo la siesta para huir del calor, para esconderse del frío y que se acostaban temprano, que no soñaban jamás con música, que no poseían brizna alguna de locura. Una población apacible donde cada una de las veinticuatro horas del día se parecía al resto de horas como se parecen los granos de trigo entre sí.
Tan sólo aquel bello y charlatán ganadero pudo romper la monotonía de tu cielo casi despejado, erigirte un arco iris que rozara las nubes y hacer que fluyera el agua por los riachuelos de tu valle aquejado de sequía. Y bebiste de este agua tanto como pudiste, te saciaste mientras el tiempo te lo permitió, hasta el momento en que algo comenzó a estremecerse en tus venas, a tiritar en tus vasos, a vibrar en tu vientre, a tomar su forma y a ocupar todo el espacio de tu cuerpo.
Y allí, la poca gente que te rodeaba, los demás, los que compartían contigo los callejones estrechos de tu vida, se volvieron más voluminosos, fueron tomando más espacio, te empezaron a asfixiar, te privaron de aire puro. Sus miradas ganaron en rigidez, con el fin de rivalizar con la de sus ideas, sus conceptos. Te reprochaban el haber abusado de aquel agua, el haberla bebido, como si ellos jamás la hubieran tomado. No les gustaban tus cambios, tus formas redondas, tu vientre. Querían que te mantuvieras intacta, igual, intocable, como un objeto, un objeto que diera la impresión de no haber sido usado nunca.
Pero tú fuiste consciente de todo: sabías que una cosa había terminado y que otra comenzaba inevitablemente. Y sabías que ambas eran una sola cosa, tu vida. Entonces, cerraste los ojos, los puños, una maletita y, a finales de primavera, arrancaste tu cuerpo de la aldea y tomaste el camino de la ciudad, de la capital, con una semilla de vida en tus entrañas, los brazos completamente abiertos y las palabras de tu novio todavía resonando en tus orejas.
Pero desde tu llegada, la ilusión se disipó y el espejismo se deshizo y comprendiste que esa ciudad no era la tuya y que tú no pertenecías a ese mundo. A pesar de todos los bancos de sus jardines y parques, sólo ocupaste asientos en los trenes ruidosos de los suburbios; de todas sus calles y bulevares, tomaste sólo los túneles de metro alumbrados de neón y abarrotados de rostros cansados, bocas cerradas y olores a plástico quemado. A pesar de sus muchos colores, te bañaste sólo en el gris y en todas sus degradaciones. De entre sus amaneceres, asististe sólo a la espesa oscuridad de la madrugada. De sus despertares matutinos tardíos, no viviste más que los días inaugurados a la invariable hora de las seis de la mañana. De sus muy numerosos ocupantes, cosechaste sólo sonrisas de circunstancias que morían rápidamente como vibraciones en el agua bajo una brisa ligera, así como impersonales y frías órdenes incluso cuando, expresadas en tu lengua materna, emanaban de la boca de una compatriota: "Voy a tardar más esta noche, una hora o una hora y cuarto…” Pero, aunque esa ciudad no es y no será tuya, tú estabas -hija de la inconsciencia y de la indiferencia- obligada a esperar junto a la pobreza.
De repente, hoy, los llantos de la niña que se halla a tu cargo, han cortado el pesado silencio y te han llevado a rastras hacia su habitación. Al ver su pequeña cara angelical y su tímida sonrisa, tan parecida a la de la tuya, no has podido evitar cantarle, casi inaudiblemente, tu canción de cuna. Aquella nana, herencia abarrotada del afecto y de la ternura de una gran madre, que lleva en sí todos los sabores y olores de tu apacible aldea.
Abdellah El Hassouni
(Ejercicio basado en Lejos del 16º, una de las historias de la película París, je t´aime)
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