Tu hija pequeña se iba a Marruecos. Yo sabía que los viajes no eran lo tuyo. De hecho, sólo volveríais a vuestra tierra para enterrar a los abuelos. Por eso, cuando me dijiste que nunca vendrías a verme, no tuviste que andar justificándote ni buscar excusas o largas explicaciones.
Luego llegó la boda y mamá y tú vinisteis a Marruecos por primera vez porque no sólo no cumpliste tu palabra una, sino dos veces. La segunda sería unos años más tarde, cuando Nuria, con tan solo tres años había hecho el mismo viaje que tú varias veces en su corta vida.
También recuerdo, papá, las cartas que mamá y tú me escribíais y que todavía conservo. Tú siempre dejabas que mamá empezara y tú te resignabas al espacio que quedaba al final de la última página para terminar con tu cuidada caligrafía de maestro nacional con un “Sé buena”; tú, “San Daniel” así te llamaban tus alumnos; el maestro más querido porque eras un hombre bueno.
Pasaron los años, veintidós, y recuerdo cuando después de una neumonía, se fueron complicando las cosas y tú, con esos noventa magníficos años (quien no te conocía no te daba más de ochenta), empezaste a apagarte. Poco a poco fuiste alejándote de nosotras. Te quedabas ensimismado en tu mundo y confundías a los miembros más jóvenes de la familia. Donde aún parecías moverte con cierta seguridad era en el pasado y recordabas perfectamente tu fecha de nacimiento, el nombre de tus hermanos, tu profesión… Y algo curioso: todavía nos ganabas jugando al dominó, pero no demostrabas ningún interés por este mundo al que cada vez tenías menos apego.
También recuerdo de esa época mis continuos y breves viajes para comprobar con mis propios ojos lo que mamá o Marichón me contaban por teléfono. Siempre me decían lo mismo: que estabas cada vez peor, que si no hablabas, que si no comías… Y luego llegaba yo, la pequeña de la casa, diciendo que te encontraba muy bien, muy guapo y es que esa teoría tuya, según la cual cuando eres bueno estás guapo, debía ser cierta porque aunque estabas enfermo no dejaste de estar, de ser guapo.
Recuerdo el último viaje, en Navidad de 2008. Ya no te querías levantar de la cama, ni tampoco comer y esta vez estaba yo ahí para comprobarlo, para ver la paciencia que tenían mamá y Marichón para obligarte a levantarte y a comer un poquito.
Te recuerdo papá guapo y bueno. Sin quejarte por nada. Tú se lo achacabas todo a que ya eras muy viejo.
Te fuiste sin dar un ruido, sin molestar a nadie. Pidiendo perdón con tu mirada pues ni fuerzas tenías ya para animar a las palabras a salir de tu boca.
Recuerdo aquella noche, la última, cuando me acerqué a tu cama para comprobar que no te habías quitado el oxígeno y que estabas tranquilo. Me acerqué a tu cara y te hablé, pero tú apenas podías abrir los ojos. No sé si me oías, ni si entendías lo que te decía pero pude intuir que tú sabías que era yo la que estaba a tu lado, hablándote al oído. Luego te cogí la mano y me impresionó lo fría que estaba. Te toqué la frente y también estaba fría. Entonces te quité el oxígeno y en un suspiro se te escapó el alma.
Rabat, marzo de 2010
Me gusta mucho tu texto,Lola.
ResponderEliminarMucha ternura y mucho amor en tus recuerdos.
¡Muy conmovedor!!
Un verdadero homenaje a tu padre.
Me encanta que hagas parte del taller de Ester y que a traves de este Blog podamos compartir nuestros textos.
Rkia
Muy comovedor Lola, gracias por compartir esos momentos tan intimos y especiales
ResponderEliminarme alegro que estes en el taller, y espero leer mas de ti.
Lola, querida, nunca dejaras de sorprenderme gratamente. Eres un ramillete de sentimientos. A traves de tu relato, mi papa ha fallecido como yo hubiera deseado que ocurriese. chusa
ResponderEliminarPor casualidad he dado con tu escrito de hace ya once años, madre mía. Permite un tardísimo pésame por tu padre y el recuerdo de tu compañero de Martiricos.
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