Qué
vulnerables somos, ¿verdad? Hasta lo más hermoso nos puede dañar. Nos
imaginamos fuertes y que todo nos pertenece, que somos dueños y podemos
disponer a nuestro antojo de todo, pero… ¿Cómo podemos apropiarnos de algo que no
nos es dado? ¿Qué derecho tenemos de apoderarnos de lo que no es nuestro?
Nuestra misión es guardarlo tal y como nos fue donado.
¿Cómo
podemos creernos dueños de todo, seres superiores sin ni siquiera tener alas
para volar? Por eso te dejé ir, a pesar
de que nos pertenecíamos. Al igual que no somos dueños de la frescura del aire
o del fulgor de las aguas, yo no era tu dueño, aunque por derecho estábamos
destinados a respirar el mismo aire juntos. ¿Qué derecho tenía para retenerte?
Te pertenecías a ti misma y yo te acompañé en tu despedida. Tú te alejabas de
mí y yo, paso a paso, me iba quedando atrás. Y es que, desde
el día en el que se vio obligada a abandonarlo, odiaba a su madre con todas sus
fuerzas. Una madre de apellidos nobles cuya fortuna alguien se había jugado y
había perdido hacía ya tres generaciones, pretendía recuperar lo que antaño fue
de la familia. Los recuerdos se le agolpaban en la cabeza. Un torbellino de
imágenes, momentos y sensaciones empezaron a desatar la tormenta. ¿Cómo era
posible que todo se hubiese desmoronado como un castillo de naipes? ¿Por qué?
Esa era la pregunta que la había acompañado durante toda su vida y a la que
todavía no había encontrado respuesta. Ni la encontraría. De eso estaba segura.
¿Por qué sus senderos se cruzaron para luego verse obligados a bifurcarse? Era algo que no
comprendería jamás. Los
dos nos pertenecíamos. Al igual que
un pez pertenece al agua y es capaz de nadar infinitamente sin que nada lo
inmute creando una simbiosis perfecta hasta que una mano, ávida de su presa,
roza el agua rompiendo el equilibrio y, a partir de ese instante, ya nada es
igual. Nada volverá a ser lo mismo, pues a pesar de evadirse de una muerte
segura, su universo, su cosmos, su mundo desaparece para siempre. Tendrá otro
mundo parecido, otra agua que le dará la vida, o la muerte, pero nunca será la
misma. Y eso fue lo que pasó: se vio obligada a casarse con el hijo de una
acaudalada familia para intentar rellenar el socavón en el que se hallaba
metida la suya. La habían sacrificado en beneficio de los demás. Forzada,
avanzó hacia el altar una triste tarde opaca y lluviosa de otoño, y esas
circunstancias fueron un resumen de lo que iba a ser su vida. Las diferencias
no tardaron en aparecer. Un marido, al que le gustaban más los pantalones que
otra cosa, no se opuso a un matrimonio de apariencias. De puertas hacia afuera,
todo era paz, amor y armonía entre ellos: él era un prestigioso doctor, guapo,
seductor, descendiente de una rancia saga de médicos y ella, su esposa, atenta,
educada y discreta. Eran dos actores que interpretaban una vida modélica y
ejemplar para los demás. Ya, en la intimidad de la casa, se convertían en dos
desconocidos que coincidían todos los domingos a las once en el hall para hacer
su actuación semanal, ir a misa y mostrar su idilio. Por lo demás, alguna que
otra fiesta familiar rompía esa rutina. Para todos parecían la pareja perfecta.
Para todos, menos para ellos mismos.
Cuentan
las leyendas que hay montañas preñadas de oro y tesoros. ¿Para qué quiero tanta
riqueza si mi corazón camina solo? ¿De qué me sirven las piedras preciosas si
tus ojos brillan más que todas juntas y no los puedo tener? Tú eres la obra
maestra de la naturaleza, la perfección. ¿Acaso no es hermoso amar? Establecer
una simbiosis perfecta entre sentimientos complementarios. Su matrimonio
había sido un fracaso desde el primer momento. Lo único que le agradecía, y
además con toda su alma, era el hijo que le había dado y el que nunca le
faltara nada. Los años pasaban silenciosos y estériles. Nada cambiaba. Todo era
un ritual perfectamente planificado y ejecutado. Mi amor es claro como las estrellas. Por las
noches miro al firmamento y veo como titilan para iluminar el camino de los
desorientados. La luna, fiel guardiana de los cielos, vela para que se cumpla
la noche y yo velaré para protegerte, para guiarte en esa vida de tinieblas en
la que estás inmersa. Y es que estaba atrapada. Era una prisionera de su
propia vida y no podía escapar. Era el pacto al que había llegado. Una vida
casi de lujo, viajes y dinero a su disposición a cambio de seguir siendo su
esposa. La presión familiar y su clase social no le daban otra alternativa. Los
escándalos no estaban permitidos por eso
ella no podía casarse con un simple sastre. Era algo destinado a las
sirvientas. Sus horizontes, según los demás, estaban más altos. La tormenta ya
se hacía notar. Las manos le temblaban, todo el cuerpo le temblaba. Era como si
estuviera sometida a miles de descargas eléctricas. Cada palabra le hacía
volver a aquella época, a aquellas tardes de visitas furtivas y besos entre
retales. Un estremecimiento voraginoso empezó a trepar por todo su cuerpo.
Adueñándose de la fuerza de sus piernas, llegando al corazón y llenándolo de
dolor. El aire se le hacía escaso y en la garganta se ahogó un grito de ira, de
desesperación, de rabia, de auxilio. La ira trepaba sobre ella como un fuego
desbocado. Se sentía débil, mareada y perdida. Apoyó la mano sobre la mesa para
no perder el equilibrio y se vio obligada a sentarse. Su cuerpo le estaba
traicionando. Cerró los ojos y contuvo la respiración en un intento de
controlar las emociones que lo invadían. ¿Era su cuerpo o la vida la que la
había traicionado? Pensó mientras la angustia se adueñaba de ella.
¿Has
visto los árboles retorcidos y estrujados por el tiempo resistiendo a todas las
tempestades? Por más que el viento corra e intente doblegarnos, nuestras raíces
han de ser fuertes para soportar todas las intemperies. Nuestro amor ha de ser
una expresión de nuestra fuerza. Sé que no voy a tenerte nunca más, que no
volveré a sentir tu cuerpo ni tus susurros, pero el saber que estás ahí, aunque
sea lejos e inaccesible, me dará fuerzas para continuar mi camino. Sí, me voy
de aquí, lejos, o quizá muy lejos, me voy a vivir con tu recuerdo pues el mero
hecho de saberte cerca y no poder tenerte empieza a matarme. Aquí tienes mi
último regalo, un vestido con el corte que te gusta y que tan bien te sienta.
Las palmas de mi mano conocen todos tus rincones y, por eso, estoy seguro que te
encajará perfectamente. Empezó a oír
unos pasos en el fondo del pasillo. Había tardado veinte años en reunir las
fuerzas para abrir la carta y enfrentarse a su dolor y no quería compartirlo
con nadie. El vestido había llegado a su casa una mañana de verano en el
interior de una caja perfectamente doblado y planchado. Lo subió hasta su
habitación y lo estuvo viendo y acariciando durante largo rato, hasta que se
decidió a cogerlo y fue así como encontró la carta. No tuvo el valor de leerla,
sabía perfectamente su contenido pues él ya se lo había dicho muchas veces: «Si
algún día nos separamos, me iré lejos, muy lejos». Por fin había tenido la
valentía de abrirla. Habían pasado muchos años desde que la escondió y no
quería que la muerte la sorprendiera sin leerla, pues toda una vida de amargura
y tristeza le había pasado factura. Un cáncer terminal, recientemente
diagnosticado, había puesto en marcha la cuenta atrás. Quería que cada letra,
cada palabra, fuera únicamente para ella. No quería que nadie supiera de su
enfermedad, ni siquiera la servicial María Teresa la única que sabía de su
dolor y la comprendía. No deseaba desprender pena ni lástima ni que nadie se
apiadara de ella. Sufriría sola, como lo había hecho siempre. Continuó leyendo con avidez, devorando,
saltándose las palabras a medida que los pasos se hacían cada vez más patentes. Como el rugido
del león y la suavidad de una flor en primavera. Como las aguas que descienden
por la montaña, así es mi amor, nuestro
amor. Cada día maldigo el destino por habernos separado,
por provocarnos este dolor tan desgarrador que nos está matando, pero aun así
agradezco el haber estado entre tus brazos. Esos brazos que me envolvían como
lazos de un regalo. Abrazarte y sentir tu olor, ese mismo olor que me acompaña
siempre y me colma de felicidad. Nos pertenecemos y tu recuerdo invadirá mi
último suspiro, en donde todo mi pensamiento será para ti. Abrazarte en ese
momento será la recompensa a tanto sufrimiento. Lloraba. Lloraba
a caudales, a borbotones. Las lágrimas arrastraban a su paso todo lo que
encontraban, difuminado la pintura de ojos y desfigurándola. Los pasos estaban cada vez más cerca y las
manos, aun temblorosas, hacían que las letras bailaran sobre el papel. Una
angustia devastadora recorría todo su ser, desde lo más profundo. Sensaciones
efervescentes se habían adueñado de ella, llevando hasta la cima un dolor
insoportable que la había matado hacía ya dos décadas El final de la carta
llegó con un te quiero y un siempre estaremos juntos. Las lágrimas
recorrían su cara al igual que ríos para, al final, precipitarse en una caída
suicida hasta el papel. Cayeron sobre estas últimas palabras difuminándolas y haciéndolas
borrosas, lo que vino a resumir toda su historia. Un amor existente pero
invisible a los demás, en el que ella y solamente ella era capaz de descifrar.
Los pasos llegaron hasta la puerta y en
el momento en que se abrió, María Teresa la sorprendió con un puñado de retales
de papel en la mano. Tenía y debía destruir esa carta ya que cada letra quería
que fuese para ella, únicamente para ella. No quería que nadie la descubriera
tras su muerte. No deseaba compartirla
con nadie. Ni con ella misma una segunda
vez.
Anastasio García G.
Rabat, mayo de 2016.
Actividad basada en imitar la
técnica narrativa del capítulo 8 de LA VOZ DORMIDA de DULCE CHACÓN.
Ay Anastasio!! Queeee boniiiitoooo!! Que triste pero muy bonito, muy emocionante!! Hace tiempo que no me senti tan triste leendo un texto, sobre todo una historia de amor. Me recordó la historia de " los pajaros se esconden para morir" de Colleen Mc Cullough , no se si lo conoces ?? La historia del amor prohibido, de manera u otra!! Muchas gracias por ofrecenos esas sensaciones, dolorosas pero que nos hacen vivir!! Estamos a la espera del siguiente!!
ResponderEliminarHola Anastasio
ResponderEliminarUna construcción literaria muy bien conseguida; un control excelente del cuento y del balanceo entre los lados de la narración. Soy admirativo.