Me acuerdo de las ocultas lágrimas de mi hija que aún no había cumplido los dieciocho, cuando la abandoné y me fui a 3000 km. del hogar familiar con el pretexto de realizar unos buenos estudios. Me acuerdo de su primer aniversario al que fallé por motivos de trabajo. Me acuerdo de los remordimientos que tuve por no haber sido su sostén al dar sus primeros pasos por culpa de mi egoísmo y por no haber sabido tomar ciertas distancias. No logré subsanar este error hasta cinco años después, cuando le enseñé a montar en bicicleta. Es verdad que ciertas cosas simples toman, sin razones evidentes, dimensiones enormes.
Me acuerdo de mi primera vez: primer cigarrillo, primera cogorza, primera tarde de desenfreno, primer coche, primera salida, primera mujer. Pero no me acuerdo mucho de todas las veces que siguieron a esa primera vez.
Me acuerdo de todos los sufrimientos que mis mujeres me causaron, pero no tengo idea alguna del daño que yo mismo pude causar. Egoísmos de macho, por supuesto.
Entre todas mis mujeres, me acuerdo muy bien de las que me dieron plantón dejándome abrazado a una farola.
Me acuerdo de un cierto número de grandes tonterías que debí cometer y sobre todo de una de ellas: haber abandonado a mi amor juvenil sin razón ninguna ni justa, simplemente por el deseo de sentirme un hombre, un hombre deseado. Mucho tiempo después, acabé por insultarme cada vez que me miraba en un espejo.
Me acuerdo de mi larga estancia en los países del Norte, de sus ciudades frías y sumergidas en la niebla, ancladas en la historia y abarrotadas de edificios, coches y cultura. Me acuerdo de aquella chica rubia, blanca y fría parecida a una pechuga congelada. Me acuerdo del regalo de la otra: las “Palabras” de J. Prévert, que abrieron mis ventanas al mundo de la poesía. Me acuerdo de gente sarcástica e irónica y de su mirada despreciativa que rozaba el racismo. Me acuerdo sobre todo de la mente universal y acogedora de otros que sí me dieron la mano.
Me acuerdo de aquella cita perdida con la puntualidad, que me costó una noche bien fresca en un banco de una estación francesa.
Me acuerdo los escalofríos de miedo y de las olas de autosatisfacción que me invadían cada vez que atravesaba un algo prohibido: la lectura de “El comendador de los creyentes”, el paso de la aduana marroquí con los discos de Cheikh Imán y el visionado de la película "El atentado".
Me acuerdo del sentimiento de hombre responsable que cumple su deber cívico que tuve al participar como observador en las elecciones parlamentarias. Me acuerdo de la gran desilusión que siguió a esto.
Me acuerdo de cómo salí del agua tras atravesar por primera vez a nado el Bu Regreg (fruto de un serio entrenamiento en el estanque de la granja de mi tía). Me habría gustado que mi padre hubiera estado allí para admirar mi gran hazaña.
Me acuerdo de aquella noche en la que asistí al último viaje de mi padre. Mientras volvía del entierro, yo intentaba entender por qué él había decidido abandonarme solo en esta jungla a la edad de diez años. Después, ya todas las visitas del Príncipe de la muerte fueron menos impactantes.
Me acuerdo de nuestra casa situada en las inmediaciones de la Medina, de mi habitación en el primer piso inundada del perfume a yodo del mar. Me acuerdo de las noches mecidas por el ruido de las olas y de mis despertares al amanecer por la bella voz del almuadín.
Me acuerdo y me acordaré siempre de Mamá Zhor, la comadrona que me trajo al mundo en la bonita y zanfonía casa familiar. Trajo al mundo también a la casi totalidad de mis primos y primas de mi generación. Se jactaba de conocernos muy bien dado que nos había visto completamente desnudos.
Me acuerdo del pánico general que invadió a todo el mundo el día del matrimonio de mi prima tras el anuncio del golpe de Estado del 16 de agosto de 1972.
Me acuerdo de la gran acogida familiar el día en que obtuve mis notas de final de Bachillerato. Había pasado la tarde sentado sobre una roca del gran espigón. Me había tomado un tiempo para interiorizar el sentimiento de ser ya un adulto, un hombre de verdad.
Me acuerdo de la famosa piel, blanca y lisa de mi bella tía Zubida. Hacía rabiar al chico ingenuo que yo era, diciéndome que era más blanca que yo.
Yo, que tengo una cabeza a lo Gorbachov, me acuerdo de haber tenido una cabellera abundante que me recogía en un moño. Quizá sí, quizás no. Esto posiblemente también es la exageración de un calvo convicto.
Me acuerdo de que me acordaba fácilmente de muchos más acontecimientos. Ahora olvidé también cómo se nombra esa falta de reacción de la memoria. ¡Da igual! Si la memoria se debilitada cada vez más, al menos ya sé que la imaginación se vuelve más fértil.
Abdellah EL HASSOUNI, 11 de noviembre de 2009
Abdallah, me gustó mucho tu texto. Ester dijo que este ejercicio la había llevado a conocernos mucho más, y es evidente que los compañeros del taller, nos conocemos mejor después de leernos.
ResponderEliminar¿"Palabras" de J.Prévert es el que comienza así?: "Il y a des mots qui font vivre et ce sont des mots innocents" o algo así, recuerdo que me gustó muchísimo ese poema.
Y tienes mucha razón en lo que dices de la debilidad de la memoria y la fertilidad de la imaginación.No importa tanto la debilidad de la primera si la segunda se vuelve más fértil.