Apenas contabas diez años cuando tu padre tenía cuarenta y trabajaba en una fábrica por un insignificante sueldo. Estaba desesperado, triste.
Estaba claro: tenías que ir a la escuela, en casa hacer tus deberes, ver a la tele, jugar, salir con amigos o practicar algún deporte. En cambio, tus padres tenían que vigilar, controlar, enseñarte y ayudarte durante tu infancia y adolescencia.
De repente, te encontraste frente a un padre muy autoritario, muy exigente. Debías trabajar; estudiar todo el tiempo. El ocio no tenía lugar en tu vida de niño ni de adolescente: cada día volvías de la escuela, comías, hacías los deberes que los profesores te habían dado después de los de tu padre. Estos últimos eran más largos, más complicados y agotadores. El nerviosismo, los enfados, los gritos del padre hacían que tu mente te doliera constantemente y que quisieras dormirte enseguida, sobre todo cuando se hacían las once o las doce de la noche.
En cuanto a tus estudios secundarios o posibles universidades, no tuviste que elegir tu asignatura preferida. Sólo tuviste que obedecer y conseguir lo que el padre deseaba y ordenaba para hacer de ti un ingeniero.
El tiempo corrió, los años se fueron hundiendo y tu infancia y adolescencia se te escaparon sin provecho o disfrute alguno. Hasta que, una vez ya mayor, quisiste revelarte discretamente… Sin embargo, ya llevabas incrustado en ti demasiado temor -no respeto- y piedad hacia tu padre y éstos no te dejaron renunciar ni interrumpir los estudios que él te había impuesto. Aunque jamás fuiste capaz de finalizarlos.
Maryam
Rabat, diciembre de 2009.
(Ejercicio: narrar una historia partiendo del “tú”)
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