Cada noche y después de un duro día, Said iba a la plaza Navona y a la fuente de Neptuno. Comía un sándwich y contemplaba la fuente, a la gente, a los enamorados, a los niños contentos que jugaban y rodeaban a sus padres. Así se acordaba enseguida de su ángel “Sanae”, de su ropa heredada de su prima, de su biberón de plástico vacío o con mucha agua y poca leche... Arrojaba un suspiro y afirmaba fuertemente y con mucha convicción que seguiría siendo fiel a su nombre (en árabe, “said” significa feliz).
Said era marroquí, de estatura normal, de pelo y ojos negros, o sea, se hallaba dotado de un físico perfectamente marroquí. Estaba casado y tenía una hija de un año.
Había llegado a Italia clandestinamente. Cada mañana buscaba un trabajo de cualquier índole para arrancar su comida del día esperando que fuera el definitivo y que le permitiera realizar sus sueños. Por eso, cada mañana antes de salir, solía rezar y le pedía ayuda a Dios: “Dios mío, ayúdame a mejorar mi vida, a ahorrar para regresar con mi hija, mi mujer, mi madre; a regresar con mi fortuna y a echar adelante mi propio proyecto. Dios mío así podría comprar leche y vestidos nuevos a esa inocente Sanae, y comida y ropa a su madre y a la mía”.
Pasaron unos meses en esta situación. Una mañana, se despertó entre rumores, empujones, prisas de gente y golpes de la policía. Se trataba de una acción policial contra los inmigrantes sin papeles. Le cogió por sorpresa. Temor y miedo, no sabía qué hacer ni adónde ir. Una persona alta, robusta y de apariencia firme estaba allí, observando aquella escena. Ésta se acercó a Said, lo tranquilizó y le dijo: “No te preocupes, voy a salvarte. Cálmate y ven conmigo”. Said, con los latidos del corazón más que acelerados, la boca seca y la lengua áspera le siguió sin mover los labios.
Entraron en un piso simple y modesto; le enseñó a Said el frigorífico lleno de comida, frutas y bebidas; le mostró su cama y le aconsejó bañarse y descansar. Volvería por la tarde y hablarían de su nuevo trabajo.
Efectivamente, Said se dedicó todo el día a relajarse y a prepararse: se bañó, comió, durmió, esperando que el tiempo pasara rápidamente para poder empezar en su trabajo cuanto antes. Cuando el hombre robusto llegó, le pidió su pasaporte bajo el pretexto de arreglarle su situación y su residencia. El inmigrante, aunque tuvo un momento de duda y titubeó, finalmente se lo dio. Después, el hombre le enseñó a Said una maleta y le explicó el objetivo de la misión que tenía que cumplir.
Pasaron tres meses durante los cuales Said obedecía las órdenes del hombre y le pedía de vez en cuando sus papeles. Vivía en un piso tranquilo, comía, se vestía y dormía bien. Además, ganaba bastante dinero para poder ahorrar. Sin embargo, no sentía seguridad ni tranquilidad, sobre todo cuando la respuesta del robusto era: “No es necesario tener papeles, ya que estás trabajando conmigo, olvídate de eso…”.
Aquella noche, mientras llevaba la maleta, vio a un antiguo compatriota, Murad. Se abrazaron fuertemente, charlaron un momento y Said se excusó diciendo que tenía que ser puntual. Así que quedaron al día siguiente por la mañana. Murad enseguida sospechó acerca de la naturaleza del trabajo de Said. Por eso lo siguió. Al ver a la persona a la que Said le daba la maleta, entendió de quién se trataba, pero no se atrevió hacer nada. Esperó su cita con impaciencia. Una vez que se vieron, Murad le sonsacó a Said más detalles acerca de su trabajo y, al final, le hizo comprender que las personas con quienes trabajaba eran mafiosos y que tenía que abandonar inmediatamente aquel trabajo. “Oye, no te preocupes, voy a ayudarte. Ahora vete y quédate tranquilo. Cuando tenga algo nuevo, me cruzaré en tu camino y tiraré un papelito sucio. Cógelo y haz ver que lo tiras a la basura, pero sobre todo no lo leas hasta que estés en el cuarto de baño”. Al cabo de cinco días, que para el pobre Said fueron como cinco meses o más (cada hora la había vivido como una pesadilla increíble: al oír la sirena de la policía sentía pánico y su corazón le amenazaba siempre con detenerse) vio en su camino a Murad y siguió el plan acordado.
Una vez en su piso se fue directamente al cuarto de baño y leyó el papel: “Una ONG propone un billete de ida al país de todo inmigrante que lo desee, más una cantidad de dinero al llegar a su destino. Si eso te interesa, no cojas nada aparte de tu dinero ahorrado y escóndetelo lo mejor posible. Trata de ir perfectamente normal, no lleves nada en las manos, ve a tus lugares de siempre y luego a esta dirección (…) Una vez que entres allí, luego ya ni intentes volver a tu piso ni salgas de la oficina de la ONG. Allí les contarás todo lo que te ha ocurrido y ellos se encargarán de todo.”
No pasaron más de dos días cuando Said se encontró, de repente, entre sus seres queridos. No con la gran fortuna que él había soñado, pero sí salvo y sano y con una cierta suma entre sus manos que le permitió montar un muy pequeño negocio.
Maryam Benchekroun
Rabat, marzo-abril de 2010
(Ejercicio inspirado en el cuento “Una equivocación” de Juan Madrid)
Me parece entrañable, real y positivo, pues sabemos que no precisamente todas estas historias tienen un final feliz. Y felicidades porque cada vez escribes y narras mejor.
ResponderEliminarGracias profesora. Tu apreciación me encanta mucho porque eso es mi objetivo: desarrollar mi nivel y mis conocimientos del idioma.
ResponderEliminar