Quedan casi veinte minutos para salir de clase. Salimos a las cinco. Yo no puedo ni concentrarme ni seguir las explicaciones del maestro; tampoco puedo aguantar ese dolor tan peculiar que provoca el hambre en el estómago. Nos llega el sonido de la campanilla y el ruido de los pies y de los libros que se cierran y de las sillas que se mueven. El maestro recobra la voz y nos indica que salgamos despacio y en orden. De camino a casa y con mi amiga Zahra, siento todavía la necesidad insistente, urgente, de comer algo, cualquier alimento que pueda ponerse entre los dientes para masticarlo y luego tragarlo. Veo a grupos de niños y niñas gritando y riendo como de costumbre. Están saltando para arrancar los albaricoques verdes de los árboles cuyas ramas sobrepasan los muros de las huertas del camino. Sin decirme nada, Zahra me deja en medio de la acera y corre a sacudir ella también las ramas de un árbol, como los demás. No me atrevo a acercarme y, a pesar de que algunos frutos caen rodando hasta mis pies, yo insisto en volver la cabeza y en mirar hacia otra dirección.
-“¡Vámonos Zahra! Por favor, date prisa. Sabes que mi madre me castigará si llego tarde a casa. ¡Por favor!”
Finalmente mi amiga decide venir conmigo. Los bolsillos de su guardapolvo rosa están casi llenos de albaricoques. Ambas empezamos a andar. De vez en cuando, oigo el ruido seco que hace con sus dientes cuando come un nuevo fruto. Aquel ruido se va intensificando en mi oído y dentro de mi cabeza. Y sé que, otra vez, voy a compartir con ella el contenido de sus bolsillos. Sé que, por culpa del hambre, voy a comer dos, tres o quizás muchos más y que esa noche tendré cólico y diarrea. Dormiré poco. Mi madre me obligará a tragar la infusión de orégano y esta me provocará vómitos…
-“Ten, cómete unos cuantos. Tienen muy buen gusto y tengo muchos. ¡Mira en mis bolsillos! Seguro que hoy no se te va a repetir lo de ayer. He cambiado de árbol. En clase dicen que cuando están maduros se pueden comer incluso sus huesos. Ten, pruébalos, están muy buenos.”
Sin hablar, extiendo mi mano hacia Zahra. Se me pone la piel de gallina al sentir el contacto rugoso del fruto verde sobre mi lengua. Mi boca segrega una gran cantidad de saliva. Cierro mis ojos al sentir la acidez. Al morder, mis dientes hacen el mismo ruido que había oído un momento antes…
De repente, todos los frutos se recomponen dentro de mi barriga. Se infiltran por todas las partes de mi cuerpo y me transforman en un árbol de albaricoques. Una muchedumbre de niños empieza a sacudirme para hacer caer los frutos. Se me suben encima, tiran de mis ramas, me zarandean. Y, mientras grito para impedir que se me acerquen porque me hacen daño, abro mis ojos y descubro a mi madre. Intenta despertarme y me repite que debo desayunar e ir a la escuela. Salgo de casa, con mi mochila en la espalda y totalmente convencida de mi decisión: esta tarde cambiaré de camino y, como Zahra es mi mejor amiga, estoy segura de que me seguirá.
Rkia Okmenni
Rabat, 10 de mayo de 2010.
(Ejercicio basado en el tema de “Con los ojos cerrados” de Reinaldo Arenas)
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